24 de diciembre de 2015

OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA

          

            “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. Estas palabras del profeta Isaías trataban de reanimar la esperanza del pueblo, abrumado por la amenaza de Asiria, que anunciaba muerte y destrucción. Pero Dios, por medio de su profeta anuncia un mensaje de esperanza, el nacimiento de un niño que se sentará sobre el trono de David y traerá la justicia, el derecho y una paz sin límites. Aunque las palabras del oráculo se referían, en primer término, a la figura del rey Ezequías, que pudo mantener su reino sin caer en manos asirias, la tradición del pueblo judío primero y la Iglesia cristiana después, han visto en este oráculo un anuncio de la llegada de la salvación divina que vendría de mano de un descendiente de David, que se ha identificado con el Mesías esperado, para nosotros Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María.

            Lo que el profeta anunciaba para un futuro lejano, san Lucas lo ha descrito en el evangelio como realizado. Mientras las tinieblas de la noche cubrían la tierra, una luz que viene de Dios acompaña el anuncio del nacimiento del Hijo de María, que es el Salvador, el Mesías, el Señor. La contemplación del Nacimiento de Jesús en Belén, acogido por María y José, cantado por los ángeles, adorado por los pastores, puede convertirse para nosotros en evasión, olvidando, aunque sea por unos momentos, la realidad concreta de cada día, con sus penas y trabajos, con sus esperanzas y sus desilusiones. Celebrar la Navidad del Señor  ha de abrirnos para aceptar en todas sus consecuencias el don de Dios que hoy hace a los hombres: su Hijo único, que ha asumido nuestra naturaleza humana.

            En efecto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha querido ser uno de nosotros, para hacer suyo todo lo que supone la vida humana, sin excluir ni el sufrimiento ni la muerte. Y se ha hecho hombre para manifestarnos el amor con el que Dios ama a todos los hombres y con el que debemos amarnos unos a otros. La celebración de la Navidad nos invita a entender este amor de Dios, que es don y servicio orientado al bien de la humanidad, para obtener la liberación de toda suerte de esclavitud, para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, para formar lo que llamamos el Reino de Dios, esta fraternidad universal en la que los hombres puedan vivir según la voluntad de Dios.

            Pero la luz y la alegría de la Navidad no deben ni pueden impedirnos constatar que vivimos en un mundo que está muy lejos de ser el paraiso que los profetas anunciaban junto con la salvación de Dios. Para nosotros, cristianos, Jesús, el Mesías, nació hace dos mil años y predicó un evangelio de amor, justicia y paz. Pero nuestro mundo  está dominado por la injusticia y la ambición, que generan diferencia de clases, odio, guerra, violencia. Los responsables de los pueblos trabajan para ofrecer un ambiente de bienestar y tranquilidad, pero a veces no nos damos cuenta que este esfuerzo tiene un precio sumamente alto, pues muchas personas quedan reducidas a la miseria, y a penas pueden subsistir.


            Celebrar la Navidad para nosotros, creyentes en Jesús, ha de significar entender el inmenso amor que Dios siente por los hombres y que lo ha demostrado haciéndose hombre a su vez.         Es en este sentido  hemos de interpretar las palabras de san Pablo cuando invita a renunciar a una vida de impiedad, a una vida sin religión, a una vida en la que la fe o queda marginada o incluso suprimida. Como remedio propone llevar una vida sobria, una vida honrada, y una vida de piedad para mantener viva nuestra rela-ción con Dios. Con esta  actitud podremos esperar la gloriosa aparición de nuestro Señor Jesucristo, cuando llegue al final de nuestra existencia, aparición de la que es anuncio y prenda la celebración de esta noche. Despertemos pues a una vida nueva, abramos nuestro es-píritu a la esperanza, dejándonos salvar por Jesús.

22 de diciembre de 2015

“Todos verán la salvación de Dios”


Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios!” (Lc 3, 1-6)
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        Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
          Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
           No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

         Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.

"Que en este adviento, mientras esperamos y preparamos el retorno definitivo del Hijo de Dios, cambiemos nuestras amarguras en gozo y alegría, auténticos frutos de la justicia y el amor"

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 (San Bernardo de Claraval, Sermón 1 en el Adviento del Señor (9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)

19 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO - Ciclo C)


            “Tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, y éste será nuestra paz”. En este cuarto domingo de adviento, el oráculo del profeta Miqueas invita a evocar la realidad del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre en el portal de Belen. El oráculo del profeta iba dirigido a los habitantes del reino de Judá que atravesaba un período de decadencia moral, en el que la justicia y el derecho eran conculcadas habitualmente, y el mismo rey, descendiente de David, había prevaricado. Dios manda a su profeta para que advierta que está por llegar el día del Señor, es decir el día de juicio en el que Dios mismo pedirá cuentas de los desmanes de su pueblo. Pero junto a la gravedad del mensaje aparece una nota de esperanza, cuando el profeta señala que de Belén, del mismo lugar de donde salió David, Dios mismo suscitará un nuevo rey, cuya misión será pastorear a los suyos asegurando la paz y la tranquilidad para todos. Este caudillo dará comienzo a una nueva era y pondrá fin a la enemistad de los hombres con Dios y él mismo será la paz.

            La visita de María a Isabel, que ha evocado el evangelio, recuerda cómo Dios llevó a cumplimiento la promesa anunciada por Miqueas. María recibió el mensaje del ángel, comunicándole que había sido escogida para ser la Madre del enviado de Dios. Llevando en si la Palabra hecha carne, se siente impulsada por la caridad de Dios y corre al encuentro de su pariente Isabel, que también espera un hijo. El primer efecto de la caridad divina cuando invade a una persona es hacerle sentir la necesidad de comunicar la palabra de gracia recibida. María lo ha entendido perfectamente. Por eso le falta tiempo para acercarse a Isabel. Y del mismo modo que María, lo ha entendido también la Iglesia que, a lo largo de la historia ha sido consciente de que su primer deber es manifestar el amor de Dios recibido evangelizando a los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura.

            En el viaje de María hacia la casa de Isabel, el Hijo de Dios hace su primer viaje misionero para comunicar a los hombres la fuerza que posee, el mismo Espíritu de Dios. Cuando María llega a la casa de Isabel, el Espíritu hace saltar de alegría a Juan en el seno de su madre. Jesús, desde María, comunica su gracia y su Espíritu al que ha de ser su precursor. Juan exulta y transmite a su madre el don recibido. De ahí el grito de Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Es el alba de la redención: Dios visita a su pueblo para estar con él, dispuesto a borrar cuanto de pecado y de error puede impedir esta comunión de vida y de esperanza. El Espíritu hace percibir la Venida del Señor, Juan se alegra, Isabel bendice, María es ensalzada, ella que es la que ha creído en la potente palabra de Dios.

            Completando este mensaje, en la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos habla de la entrada en el mundo del Hijo de Dios hecho hijo de María. Sin entrar en detalles de esta venida, apunta directamente a la consumación de la redención. Poniendo en labios de Jesús un fragmento del salmo 39, deja comprender su vivencia espiritual: “Me has preparado un cuerpo, y dado que no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias, aquí estoy, Oh Dios para hacer tu voluntad”. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en María, ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre y ofrecerse libremente por su amor para reparar el error del primer hombre. De este modo, mediante su obediencia, obtuvo la salvación para quienes, por la desobediencia de uno solo, estaban apartados de Dios.

            La celebración de la próxima Navidad de Jesús, que despierta  entrañables sentimientos, ha de llevarnos a tener presente que él ha aceptado nacer para asumir libremente su total entrega que tendrá lugar en el Calvario, el Viernes Santo, cuando desde la cruz entregará su espíritu. Jesús desde su nacimiento invita a tomar en serio su vida y su obra, que es la salvación, la redención de todos los hombres.



12 de diciembre de 2015

III DOMINGO DE ADVIENTO (ciclo C)



        “Estad siempre alegres en el Señor”. Hoy, la liturgia invita a vivir en la alegría, pero si miramos el panorama de nuestro mundo veremos que abundan las violencias, las muertes, las guerras, los terrorismos, las hambres, las injusticias, los odios, los egoísmos, y en consecuencia cabe preguntarse si posible vivir alegres en medio de toda esta realidad. Pero la alegría cristiana no es una alegría vacía o superficial, sino que es un gozo fundamentado en la cercanía del Señor que ofrece sin césar su presencia, activa y salvadora. 

En la primera lectura el profeta Sofonías, que vivió en años difíciles para Israel, interpreta las calamidades de aquel momento como un castigo por los pecados del pueblo, pero al mismo tiempo está convencido que el amor que Dios le tiene supera infinitamente cuanto puedan merecer los pecados cometidos y se siente impulsado a invitar  a mantener la alegría confiando en lo que Dios hará con los suyos. Por esto el profeta repite incansable, dirigiéndose a su pueblo: “No temas, no desfallezcas, regocíjate, grita de júbilo, gózate de todo corazón”.

En esta misma linea, San Pablo, en la segunda lectura, repite la invitación a estar alegres porque el Señor está cerca. El apóstol, consciente de la realidad de la vida cotidiana, ansía la llegada del Señor que viene y quiere todos participen de la misma esperanza. La llegada del Señor, la inminencia de su venida es para Pablo un motivo de alegría. La alegría que anuncia y recomienda es el resultado de una dedicación serena y decidida al servicio del Señor. Las preocupaciones que la vida lleva consigo no han de ser obstáculo para esta alegría. 

El evangelio evoca de nuevo de la figura de Juan el Bautista, el precursor del Señor. Juan propone un bautismo de agua como expresión de la voluntad de preparar el camino al Señor que viene, de disponer los corazones de los hombres para que puedan acoger a aquel que bautizará con Espíritu Santo y fuego. El juicio que Juan anuncia  ha de entenderse como una posibilidad de acoger la salvación, más que como una amenaza de condenación. La predicación de Juan repite la doctrina acerca de la conversión verdadera que había sido señalada ya por los profetas: la necesidad de dejar el culto de los dioses falsos, sean los que sean, respetar al prójimo y procurar hacer todo el bien posible. 

De este programa no se excluye a nadie, como tampoco ninguna situación humana o profesional puede ser un obstáculo para acoger el mensaje de renovación. Por esto los que escuchan al Precursor, tanto personas normales, como recaudadores de impuestos o soldados, categorías que en aquella época eran cordialmente despreciadas, se acercan a él, y, convencidos de la necesidad de prepararse a lo que el Precursos anunciaba, le preguntan: “¿Qué hemos de hacer nosotros?”. La llamada a la conversión no es una propuesta para huir de nuestro mundo, sino para estar en él de manera nueva, es decir, se trata de una invitación a actuar de otro modo, de hacer mejor lo que se hace habitualmente. Lo más importante no es saber a ciencia cierta lo que hay que hacer para cambiar, sino el sentir en el fondo de nosotros mismos la inquietud de que hay que hacer algo, que no podemos seguir como hasta ahora.

Las palabras del Precursor al anunciar el inminente juicio de Dios aparecen teñidas de una seriedad, que contrasta con la insistente invitación a la alegría de las dos primeras lecturas. Si prestamos atención a estos textos podremos darnos cuenta que el discurso sobre el juicio descansa sobre la misma convicción que anima al profeta Sofonías y al apóstol Pablo a proclamar la necesidad de dejarnos llenar el corazón y los labios de gozo y júbilo: Dios viene a nosotros, más aún, está en medio de nosotros para proponernos un mensaje de salvación, que si lo aceptamos con generosidad, nos permitirá gozar para siempre de la verdadera e inextinguible alegría.
Oración 

       Mira, Señor, a tu pueblo que espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo, y concédele celebrar el gran misterio de nuestra salvación con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén



9 de diciembre de 2015

VENDRÁ A NOSOTROS LA PALABRA DE DIOS


           Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son invisibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad.
        Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.
       Y para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama —nos dice— guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. He leído en otra parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla? En el corazón, sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti.
        Así es cómo has de cumplir la palabra de Dios, porque son dichosos los que la cumplen. Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta. Haz del bien tu comida, y tu alma disfrutará con este alimento sustancioso. Y no te olvides de comer tu pan, no sea que tu corazón se vuelva árido: por el contrario, que tu alma rebose completamente satisfecha.
         Si es así como guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran Profeta, que renovará Jerusalén, el que lo hace todo nuevo. Tal será la eficacia de esta venida, que nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Y así como el viejo Adán se difundió por toda la humanidad y ocupó al hombre entero, así es ahora preciso que Cristo lo posea todo, porque él lo creó todo, lo redimió todo, y lo glorificará todo.
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De los sermones de san Bernardo (Sermón 5, 1-3: Opera omnia, 4, 188)


7 de diciembre de 2015

Solemnidad de la Inmaculada Concepción


¡Oh, rosa sin espinas! 
 ¡Oh, vaso de elección!
de Ti nació la vida,
 por Ti Nos vino Dios.

           “Oh Dios, por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada”. Estas palabras con las que  inicia hoy la oración colecta, permiten entender el significado de la celebración de este día, en pleno tiempo de Adviento, el tiempo que prepara la Navidad, en la que conmemoraremos el nacimiento según la carne del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, Dios ha querido que su Hijo, su Palabra creadora, se hiciese hombre, que asumiese en plenitud nuestra condición humana para ser igual a nosotros en todo, excepto en el pecado y poder así salvar a los hombres de su pecado y restituirles su condición de hijos adoptivos de Dios. Pero si el Hijo de Dios había de ser también hijo del hombre, necesitaba, como todo hombre, una madre. Y aquí intervino Dios de modo inefable. Dios Padre preparó para su Hijo una digna morada en la Virgen María, la mujer destinada a ser la Madre de la Palabra de Dios hecha hombre.

            Pero Dios preservó a la mujer que debía llevar en su seno al Hijo de Dios, de toda culpa desde el primer instante de su concepción en las entrañas de santa Ana. Es en este sentido que hablamos de Inmaculada Concepción de María. La Sagrada Escritura no habla abiertamente de esta prerrogativa de María, pero de las palabras con que el ángel saludó a la Virgen en el momento de la anunciación, llamándola «llena de gracia», la reflexión de la fe cristiana ha deducido que la abundancia de gracia que Dios otorgó a la que sería la Madre de su Hijo Jesús, debía haber empezado desde el primer instante de su existencia. Esta fe del pueblo cristiano fue confirmada por el Papa Pio IX en 1854.

            La primera lectura ha recordado cómo, al principio, Dios llamó a la vida a Adán, el primer hombre, en condiciones óptimas para responder a su vocación, pero el hombre no supo o no quiso responder a la llamada divina. El diálogo de Dios con Adán y Eva después de la caída, muestra la situación en la que el hombre vino a encontrarse por su desobediencia. El autor del libro del Génesis describe al hombre  escondiéndose de Dios, consciente de su desnudez, es decir de haber perdido la comunión que lo ligaba a Dios y también a su misma compañera. Al serle reprochada su desobediencia, aparece como incapaz de asumir la responsabilidad de su acto y descarga el peso en la mujer y ésta, a su vez, en la serpiente.

            Pero Dios no deja a la humanidad sumida en el pecado: sino que anuncia al nuevo Adán, nacido de la estirpe de la mujer, que con su fidelidad reanudará la relación de la familia humana con Dios, venciendo al pecado y a la muerte. Y así, en contraste con la vocación frustrada de Adán, el evangelio ofrece la historia de la vocación de María. Ésta, saludada por el ángel como la «llena de gracia», es escogida por Dios, recibe el favor divino con toda la apertura con que una criatura puede acogerlo. María está preparada para la misión a que se le destina, y al pedírsele su parecer, colabora con generosidad: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María, concebida sin pecado y generosa en su disponibilidad total, puede acoger a la Palabra hecha carne y asegurar así la salvación de toda la familia de los hombres.

            Pablo recordaba que antes de la creación del mundo, Dios ha escogido, en la persona de Jesús, a todos los hombres y mujeres para ser sus hijos, santos e irreprochables ante él por el amor. Este designio de Dios queda supeditado de alguna manera a que nosotros lo aceptemos libremente. La estirpe humana, representada en María, escogida por Dios para ser Madre de su Hijo unigénito, acepta colaborar con Dios en la obra de la salvación. Al celebrar la solemnidad de la Concepción Inmaculada de María, conviene recordar que también hemos sido escogidos por Dios para tener parte en su proyecto de salvación y se nos ha dado todo cuanto necesitamos para aceptar esta llamada. Toca a nosotros saber responder con la misma prontitud y generosidad de María para ser santos e irreprochables ante él en el amor.


5 de diciembre de 2015

DOMINGO II DE ADVIENTO


Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús”. Con estas palabras san Pablo animaba a los cristianos de Filipos que, por haber creído en Jesús, encontraban muchas dificultades en su caminar por la vida. Y estas palabras mantienen todo su valor para nosotros que vivimos en un mundo agobiado por conflictos, tensiones y violencias, hasta el punto de que, a menudo, nos preguntamos qué futuro nos espera cuando se están poniendo en duda valores que parecían seguros y estables.

            Pero las palabras del apóstol recuerdan que ha sido Dios mismo que ha inaugurado en nosotros una obra buena, y por lo tanto hemos de estar seguros de que nuestra vida no está llevada al azar por fuerzas ocultas sino que estamos en manos de Dios. El apóstol asegura que nos encaminamos hacia el día de Jesús y, por esta razón estamos invitados a esperar y vigilar, a fin de poder acoger la llegada de aquel momento de modo que el encuentro con Jesús sea un momento de gozo y alegría. Porque aquel momento significará que habremos alcanzado otro nivel de vida, que no solo carecerá de las contingencias actuales, sino también supondrá haber alcanzado la salvación que Dios ha prometido e iniciado.

            La salvación de Dios. Esta afirmación la oiremos a menudo a lo largo del tiempo de Adviento, y cabe preguntarse si tiene sentido aún para el hombre moderno. Nuestra sociedad trabaja con tesón para crear bienestar, alejar guerras y revoluciones, fomentar el progreso en todos los niveles, venciendo enfermedades y alargando la vida, insistiendo en la formación para vencer la ignorancia, exaltando los valores de libertad, de justicia y de paz. Pero, al mismo tiempo, este cuadro ofrece un preocupante vacío, en cuanto muchos hombres y mujeres, mientras buscan el progreso, van perdiendo la referencia a Dios.

Hay quien insiste en que Dios ya no es necesario, porque el hombre sabe hallar explicaciones a todo y no siente la necesidad de un Dios bueno que solucione sus entuertos. Disminuye la práctica religiosa y son muchos los que muestran desconocimiento de las verdades de la fe cristiana. Esta realidad nos invita a esforzarnos para vivir sinceramente la fe en Jesús, cumpliendo la voluntad del Padre, más que con palabras, con obras, tratando de vivir el contenido del tiempo de adviento. Si tomamos en serio este empeño, podremos ayudar a los demás hombre y mujeres a descubrir que la salvación de Dios no es una frase esteriotipada, vacía, sino todo un programa que merece ser tenido en cuenta y llevado a la práctica.

            Es desde esta perspectiva que se pueden entender en toda su plenitud los acentos llenos de esperanza del libro de Baruc que, dirigiéndose a la ciudad de Jerusalén que había sucumbido por su infidelidad, la invitaba a ponerse en pie, a mirar hacia oriente, para contemplar como se abajarán los montes encumbrados, como se rellenarán los barrancos para disponer una senda que facilite el paso hasta llegar a la intimidad con Dios.


            Palabras parecidas, prestadas por el libro de Isaías, ilustran el comienzo del ministerio de Juan, el hijo de Zacarías, enviado para llamar a la conversión a sus conciudadanos, para inducirles a recibir el bautismo de agua, signo de cambio para recibir el perdón de los pecados. Juan se presenta a sí mismo como la voz que grita en el desierto para mostrar a todos la salvación de Dios.  Confortados pues por la palabra de Dios, preparémonos para dar cumplida respuesta a la invitación de vivir el Adviento de Jesús, preparándonos para acoger con generosidad la salvación que Dios ofrece gratuitamente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. 

28 de noviembre de 2015

Tiempo de Adviento 2015


“Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Estas palabras de Jesús, que la liturgia repite al recibir el tiempo de Adviento, son una llamada a la esperanza, proyectando hacia el futuro nuestro corazón siempre insatisfecho, porque hambrea, anhela y ambiciona sin cesar, aspira conseguir lo que sueña y, demasiado a menudo, cuando le parece alcanzarlo, se le esfuma de entre las manos. Por eso se puede decir que los humanos vivimos en una actitud de espera, de adviento constante, si bien por desgracia no siempre se espera en la línea justa.

Los textos litúrgicos de este primer domingo de Adviento invitan a salir al encuentro de Jesús, a emprender una marcha gozosa, aunque parezca oscura al comienzo, por muy orientada que esté hacia la luz. Cuando se inicia un camino se sabe más o menos a dónde se pretende ir y la meta escogida da sentido al esfuerzo que supone dejar lo que se poseía, para ponerse en movimiento y avanzar. Pero esta espera no es pasividad ni inercia. Ha de ser una espera activa que se exprese en vigilancia, oración, obras de justicia y de paz. No es suficiente proclamar nuestra esperanza con los labios, sino que hemos de manifestarla sirviendo gozosamente a Dios y a los hermanos.

San Pablo, escribiendo a los cristianos de Tesalónica, insiste en la necesidad de preparar el futuro actuando en el presente, aprovechando todas las posibilidades que éste ofrece. El apóstol insiste en proceder, según sus enseñanzas, rebosando de amor mutuo, de amor a todos, y de esta manera ser fuertes esperando a Jesús que viene. La enseñanza del apóstol recuerda que conviene tener presente la relación que Jesús quiere que exista entre los humanos, empeñándonos con sinceridad en el respeto de la justicia, del derecho y de la verdad, sobre todo en relación con los más pobres y más marginados. Porque el Reino de Dios que viene necesita de  nuestra colaboración, para que pueda llegar a ser una realidad. Para estar dispuestos el día de la venida de Jesús hemos de trabajar en el hoy que se nos ofrece, aprovechando todas las posibilidades.

Acerca de los detalles de la última venida de Jesús en realidad sabemos muy poco. San Lucas, en el evangelio de hoy, intenta describir el momento en que nos presentaremos ante Jesús en el último día, pero lo hace con imágenes de la literatura apocalíptica de aquella época, que hoy parecen exageradas. Lo que pretende el evangelista es inculcar confianza, e invitar a los creyentes a estar siempre despiertos, a pedir con la plegaria la fuerza necesaria para mantenerse en pie cuando llegue el momento del encuentro con Jesús. Lo importante es que el creyente evite cuanto pueda embotar su espíritu, haga tambalear su fe, reseque su esperanza, vacíe su caridad, de modo que se mantenga alerta y dispuesto para acoger a Jesús cuando llegue, que es lo que realmente cuenta. La venida de Jesús es un juicio, ciertamente, pero en vista de nuestra liberación. No olvidemos el contenido de la palabra de Jesús: “Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.

Somos cristianos, herederos de una larga historia que se halla plasmada en los libros que forma las Escrituras. Se trata de la historia del pueblo de Dios que es la historia de hombres y mujeres en adviento, en espera permanente: Israel esperaba la libertad cuando estaba bajo la esclavitud, la tierra prometida mientras deambulaba por el desierto, el prometido Mesías, cuando las circunstancia históricas ponían en peligro su condición de pueblo libre. Y después de la venida de Dios hecho hombre para salvar a los hombres, ahora quienes formamos la  Iglesia, esperamos la segunda venida de Jesús, que él mismo ha prometido. Pero no basta esperar, hay que focalizar el objetivo de la esperanza para no quedar desilusionados, por haber esperado y deseado algo, que a la larga se muestra vano, fugaz e inconsistente. 



21 de noviembre de 2015

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY, 2015

      

            “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre. Le dieron poder real y dominio. Su dominio es eterno y no pasa”. El libro de Daniel deja sentir todo el dolor y sufrimiento que Israel vivió bajo el imperio de los Seleucidas que, contando con el apoyo de algunos judíos deseosos de modernidad y progreso, pretendían suprimir las seculares tradiciones que habían plasmado aquel pueblo a lo largo de los siglos. El profeta, para animar a quienes resistían en la defensa del propio patrimonio y de la alianza con Dios, invitaba a la esperanza en una intervención salvadora de parte de Dios, que no podía abandonar a quienes creían en él. Y entre las imágenes que usa, describe la llegada de un Hijo de Hombre al que se confiaría dominio y poder y que inauguraría tiempos mejores. La imagen del Hijo del Hombre no cayó en olvido, y cuando Jesús de Nazaret utilizó el término para referirse a sí mismo, el pueblo recordó el mensaje de esperanza recibido desde los tiempos de Daniel.


            Pero el pueblo deseaba y esperaba un caudillo político capaz de vencer a las sucesivas potencias humanas que oprimían a Israel, y esto explica que el mensaje de Jesús acerca del Reino de los cielos fuese mal interpretado. Así cuando multiplicó panes y peces para saciar a una multitud hambrienta que le seguía, se pensó en proclamar rey a Jesús, viendo en él la solución inmediata de sus problemas humanos. Los mismos apóstoles mantuvieran ideas erroneas a este respecto como muestra el deseo de Santiago y Juan de obtener puestos de honor en el nuevo reino. La misión propia del Hijo del hombre es reclamar de los humanos que acepten seguir a Dios, cumpliendo su voluntad, que no busca otra cosa que el bien de todos. La realidad de la historia muestra, en efecto, que cada vez que los hombres vuelven la espalda al Dios, dejándose llevar por falsos ídolos que son expresión de sus propias pasiones, en lugar de obtener un paraiso de justicia y paz, se encuentran con un infierno de dolor y muerte.

            El malentendido llega a su culmen cuando los enemigos de Jesús se atreven a denunciarlo al gobernador romano como un vulgar conspirador que intentaba hacerse rey en lugar del Cesar. De ahí la pregunta de Pilato: “¿Tú eres rey?”. Y Jesús responde: “Tú lo dices: Soy rey”. Pero añade enseguida: “Mi reino no es de este mundo”. Jesús, el Hijo del hombre, no busca ser rey a modo de los reyes de la tierra, no ansía detentar el poder, tal como lo entendemos los humanos. Él mismo dice que ha venido a servir, no a ser servido. Jesús comenzó a reinar en el momento preciso en que fue clavado en la cruz. Cuando es elevado para ser crucificado, cuando su aventura humana toca su fin, es cuando empieza su reinado, cuando lleva a término su misión.

            Por esto la segunda lectura puede saludarle como “Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos, Príncipe de los reyes de la tierra”. Él no ha buscado su gloria, su exaltación, ni ha pretendido esclavizar a los demás. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un pueblo de reyes y sacerdotes, es decir de hombres libres, que saben dominar sus instintos para ponerse al servicio de la verdad de Dios, al que rinden culto con su vida dedicada a Dios.


            Es en este marco de la Biblia que hay que entender la realeza de  Jesús. No la entendieron así los saciados de pan que querían un rey que les dispensase del trabajo. No la entendió Pilato que temía habérselas con un agitador político. Si queremos tener parte en el Reino de Jesús hemos de abrir nuestro corazón a la verdad de Dios, hemos de saber controlar nuestras pasiones, vencer nuestro egoísmo y nuestra ambición, hemos de crecer en el amor, aquel amor que nos hace ser servidores de nuestros hermanos, que nos lleva a defender la justicia y la libertad de todos para que pueda ser una realidad la paz que Jesús nos ha obtenido con su oblación.

14 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIIII DEL tIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

 
                “Verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Dado que el Jesús de Nazaret, que encontramos en los evangelios, no solamente evitó durante su vida todo triunfalismo, sino que trató también de cubrir con el silencio y la discreción los signos con los que confirmaba su misión, sorprende escuchar estas palabras con las que anuncia su futura venida. Para entender qué quiere insinuar Jesús conviene recordar que el pueblo de Israel, en medio de las dificultades que hubo de soportar a lo largo de su historia, supo mantener viva la esperanza en una futura intervención de Dios, que restablecería la justicia y la paz y colmaría los anhelos de su pueblo. Esta esperanza se fue concretando en la venida del Mesías, un personaje de contornos difuminados, prometido y  anunciado en los libros de la Escritura. Con sus enseñanzas Jesús intenta responder a esta inquietud llena de esperanza, precisando sus límites y evitando falsas interpretaciones.

El tema del final de este mundo ha figurado a menudo entre las preocupaciones de la humanidad, tanto desde perspectivas seculares como religiosas. Aún hoy, los medios de comunicación aluden a catástrofes cósmicas, a los peligros que puede provocar un uso abusivo de la energía atómica, de las consecuencias que pueden generar otras actividades humanas que alteran el equilibrio del planeta. Y hoy, según el evangelista Marcos, Jesús habla del tema desde la perspectiva de la fe, indicando: “Después de una gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Estas imágenes, que responden a un tipo de literatura en boga en su tiempo, sirven a Jesús para indicar que, un día, el mundo en que vivimos conocerá su fin, no para caer en el caos o en la destrucción, sino para abrirse a una nueva dimensión, confirmada con una promesa, que no es descrita en sus detalles. Que este final de los tiempos no será algo espantoso, lo confirma la seguridad de que el mismo Hijo del Hombre vendrá con potencia y majestad para convocar a todos los hombres, a sus elegidos, para que participen con él en una vida que ya no terminará jamás. Habrá pues un final del mundo actual, pero no un fin de la humanidad,  que está llamada a la intimidad de Dios.

             Jesús confirma esta realidad, pero no precisa el momento en el que tendrá lugar. Más aún, no duda en afirmar: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino el Padre”. Estas palabras quizás pueden decepcionar, pues la curiosidad de los humanos desearía certezas concretas. Conviene entender el mensaje de Jesús de que el destino está sólo en las manos de Dios. El que cree y vive según la Palabra de Dios está en manos del Padre, está en vela constante en espera de su llegada, descubre en los signos su presencia activa. La sencilla parábola de la higuera debería enseñarnos a interpretar los signos de los tiempos para entender el mensaje de Dios. El fin está presente entre nosotros, y al mismo tiempo es futuro. De alguna manera el fin ha comenzado ya, y al mismo tiempo el futuro está en el presente. Jesús nos enseña a esperar el futuro viviendo el presente. La vida cristiana se alimenta de la promesa del retorno de Jesús, pero su segunda venida no ha de producir ni miedo ni angustia, pues no es una amenaza sino una promesa de bien, de vida, de amor.

              Jesús habla de reunir a sus elegidos. Vale la pena atender al término utilizado. Reunir, convocar son verbos que subrayan una dimensión importante de la voluntad salvadora de Dios para con la humanidad. En efecto, desde la perspectiva cristiana, la salvación no es una cuestión que se resuelve entre Dios y cada uno de nosotros individualmente. Nadie es una isla, se ha dicho. La salvación supone convocación, supone participar en la asamblea de los que han escuchado la Palabra divina y la han puesto en práctica. En esta asamblea vige únicamente la ley del amor: “Que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti”.

 

7 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


“Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos”. El autor de la carta a los Hebreos recuerda hoy que Jesús, asumiendo personalmente toda la angustia humana y sufriendo en la cruz, abríó a los hombres el camino de la salvación. Cada vez que los cristianos celebramos la Eucaristía hacemos memoria de que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, padeció y fue crucificado, murió y fue sepultado para resucitar al tercer día, y todo ésto por nosotros y por nuestra salvación. Pero no resulta fácil a la mentalidad de hoy entender esta afirmación de nuestra fe, porque en la medida en que se va perdiendo el concepto de pecado como gesto libre y responsable del hombre que se separa a Dios, es difícil entender la necesidad de una redención y, en consecuencia, el hecho de que el mismo Hijo de Dios se hiciera hombre para entregarse por nosotros.

Hoy en el evangelio, Jesús no duda en criticar el modo de comportarse de los escribas o maestros de la ley, que dedicaban su vida al estudio de la ley de Dios y por ello tenían fama de ser hombres  religiosos. La descripción que Jesús hace de los defectos de esos hombres deja entrever, junto a una cierta superficialidad en su modo de comportarse, expresada por sus ropajes, por la afición a las reverencias en público, por el empeño en ocupar los primeros puestos en sus reuniones, un aspecto mucho más grave como puede ser que, con el pretexto de su vida de oración y estudio, tratasen de sacar provecho de los bienes de las viudas, imagen de las personas pobres y desprotegidas en el ambiente social de aquel momento. Jesús no les reprocha su dedicación peculiar a Dios y a sus intereses, sino comportamiento, que en abierta contradicción con sus principios, abusa de su condición de amigos de Dios para obtener beneficios materiales.

            Esta página del evangelio contiene una seria advertencia, válida también para nosotros, que hemos aceptado el evangelio de Jesús. Si hemos sido llamados a ser testigos de Jesús hemos de cumplir nuestra misión con nuestro modo de ser, de hablar, de actuar. Pero si nuestra condición de cristianos se redujera únicamente a manifestaciones exteriores de religiosidad discutible, sin que el evangelio penetre en nuestra vida real, disponiéndonos a una entrega sincera, estaríamos fuera del camino justo. Toda manifestación externa sólo es válida en la medida en que esté motivada por profundas convicciones. De lo contrario mereceríamos el epíteto de hipócritas que el mismo Jesús aplicó a los hombres religiosos de su tiempo.

            En contraste con la crítica de los letrados, sorprende la alabanza de la pobre viuda, que echa en el cepillo del templo una mínima cantidad pero que para ella suponía cuanto tenía para vivir. A la ostentación de los escribas, Jesús opone la pureza de intención de la viuda, que no se distinguía en medio de la masa anónima del pueblo despreciado. La pobre y desconocida viuda se fía tanto de Dios en medio de su miseria que es capaz de renunciar incluso a la necesario para la vida, dando así testimonio de una fe profunda. La viuda pobre representa la verdadera respuesta que Dios espera de nosotros: una donación total y sin condiciones a Dios como expresión de fe vivida profundamente, y no solamente proclamada por los labios.

            La actitud de esta mujer refleja de alguna manera la de otra viuda, recordada por la primera lectura. En un momento difícil de su ministerio, el profeta Elías es enviado a una viuda que vive angustiada por la miseria. Cuando se disponía a preparar la última comida para sí y para su hijo, aceptando con fe humilde y sincera la palabra del profeta como la de un enviado de Dios, se abandona en las manos de Dios, y no duda en servir a Elías.



            Hemos sido llamados a hacer de nuestra vida un servicio a Dios a imitación de Jesús, sin condiciones ni contrapartidas. La actitud interesada de los letrados indica el peligro que hay que evitar, mientras el ejemplo de las dos pobres viudas muestran cómo Dios espera de nuestra generosidad una entrega total, sin condiciones.

31 de octubre de 2015

DOMINGO XXXI - Fiesta de todos los Santos


           “La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos”. El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, evocaba el servicio cultual que tiene lugar en la presencia de Dios por parte de todos los que han recibido de él la salvación y han sido admitidos a participar de su santidad. Con la palabra santidad, la Biblia intenta decir de alguna manera lo indecible de Dios, indicando que éste está muy por encima de todo lo normal y caduco que forma el universo en que vivimos. Pero esta santidad Dios no se la reserva como algo propio y exclusivo, y por eso encontramos en la Biblia la invitación: “Sed santos como yo soy santo”. Es en este sentido que Juan, el discípulo amado, afirma hoy: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos”.


            Consciente de esta realidad, la Iglesia de los creyentes, muy pronto aplicó el epíteto de santo a aquellos bautizados que habían vivido su unión con Jesús de forma plena no dudando incluso en ofrecer su misma vida para confesar su fe, como fueron los mártires. Cuando la Iglesia alcanzó su pleno reconocimiento en el mundo civil y político, el epíteto de santo se extendió también a otros cristianos en los que se había manifestado de un modo especial la imagen del mismo Jesús, hombres y mujeres de toda edad y condición.
            El culto a los mártires primero y después el de los demás santos llamados confesores, se localizaba sobre todo en el lugar de su sepultura, sobre el cual muy pronto se edificaban iglesias o basílicas, en las que se congregaban los fieles para la celebración de la eucaristía y de los demás sacramentos. Era toda la familia de los creyentes que se reunía alrededor del recuerdo de aquel hermano o hermana que había dado un válido testimonio de su fe. Su aniversario se celebraba precisamente o el mismo día de la muerte o el de su sepultura, y se le llamaba día de su nacimiento para la vida eterna. La muerte de estos santos se entendía como una entrada en la Jerusalén del cielo de la que habla tanto el libro del Apocalipsis, en la cual los santos actúan de intercesores ante Dios en favor del resto de los hermanos que continúan su lucha en el mundo. De este modo se fueron disponiendo los calendarios que establecían a lo largo del año las diversas celebraciones.           

En Roma y a comienzos del siglo VII, el papa Bonifacio IV quiso dedicar el espléndido edificio circular que existe en el corazón de la ciudad eterna, conocido como el Panteón, a Santa María y a todos los santos mártires, y el aniversario de esta dedicación tenía lugar cada año el día 13 de mayo. En el siglo VIII y en Inglaterra aparece una nueva celebración en honor de todos los santos que tenía lugar el dia 1 de noviembre, y que se extendió rápidamente por el imperio carolingio y más tarde por todo el occidente latino. En el siglo XI, a esta celebración gozosa de los que habían participado plenamen-te en la victora de Jesús, se añadió al día siguiente y, por obra del abad san Odilón de Cluny, la conmemoración de todos los fieles difuntos. Es necesario evitar una contraposición entre estas dos celebraciones como si a los difuntos no tuviesen nada en común con los santos. Los santos son los que han sido oficialmente presentados como tales, pero entre los que llamamos difuntos con toda seguridad figuran personajes de una santidad extraordinaria, a pesar de que no hayan sido proclamados tales.
            Como dice el prefacio de hoy, caminemos alegres y guiados por la fe por la senda que los santos nos han indicado, en espera de gozar con ellos de la gloria que Dios ha prometido a todos los que lo amen y vivan según su voluntad.

24 de octubre de 2015

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ODINARIO (Ciclo B)


        “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. En el relato que Marcos ha dejado de la curación de Bar Timeo, el ciego de Jericó, puede apreciarse un esbozo del itinerario que todos hemos de recorrer para llegar a la plenitud de la vida de la fe, a través de las dudas y de las esperanzas, de las dificultades y de las llamadas de la gracia. Marcos recuerda que Bar Timeo, además de estar privado de la vista, era débil e indigente y andaba escaso de medios de subsistencia. Por eso lo describe sentado al borde del camino, pidiendo limosna, esperando encontrar algún caminante que, conmovido de su desgracia, le diese unas monedas para comer. Sólo el que es consciente de su miseria, de sus límites, puede esperar poder superarlos y llegar a la plenitud.

Pero el evangelista deja entender que el deseo del ciego no quedaba circunscrito a sus necesidades materiales. En el alma de aquel hombre ardía el deseo de superar sus límites, pues no se conformaba con sus tinieblas. Y así cuando oye que está por llegar Jesús, el maestro de Nazaret del que se contaban gestas admirables, su esperanza estalla con indomable fuerza y grita con toda su fuerza: “Hijo de David, ten compasión de mí”. En su grito hay algo más que el ansia de recurrir al curandero de turno, haciendo suyas las tradiciones y enseñanzas que había podido recibir los sábados en la Sinagoga. Va más alla de la persona física de Jesús, y apela a la misión de aquel hombre enviado por Dios.

Pero su entusiasmo no es compartido por los presentes, que le invitan a callar. Pero contra la voluntad de quienes le quieren silencioso en su miseria, Bar Timeo no cede, grita e insiste y su perseverancia obtiene que Jesús, que pasa, se detenga y diga: “Llamadlo”. Ahora aparecen almas buenas que le dicen al ciego: “Animo, levántate, que te llama”. Quizás eran los mismos que poco antes querían que callase, pero que ahora le animan, para aparecer ellos bajo nueva luz ante el Maestro.

Marcos constata que el ciego deja el manto. En la Biblia con el término “manto” se indica a menudo el reducido ajuar que podía poseer un pobre. Deja el manto como si quisiera cortar con todo su pasado. Da un salto, expresión de alegría y de disponibilidad ante Jesús. “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. El ciego, consciente de su limitación, se atreve a pedir la luz para sus ojos, pero sin duda desea también dejar las tinieblas de la falta de fe, para abrirse a nuevos horizontes.

Jesús, sin gestos solemnes capaces de suscitar la maravilla de los presentes, simplemente y casi excusándose dice: “Anda, tu fe te ha salvado”. Fijémonos bien: Dios ha actuado porque el hombre ha creído. La explicación del milagro hay que buscarla en la fe del pobre ciego, en la confianza, quizá titubeante, de aquel hombre que ha vivido en la oscuridad y el sufrimiento. A menudo cuando nos quejamos de que Dios no escucha nuestras plegarias, que parece sordo a nuestras súplicas, conviene recordar la palabra de Jesús: ”Tu fe te ha curado”.

Que la petición del ciego era algo más que un deseo de obtener la curación física, lo demuestra Marcos al decir que, inmediatamente, se puso a seguir a Jesús. El ciego se convierte en testigo decidido de la magnificencia de Dios que ha experimentado en sí mismo. El que que ha obtenido que los ojos de su espíritu recuperen la vista no puede dejar de ponerse al seguimiento de Jesús, ser de los suyos, acompañarle en su caminar aunque sea en dirección al calvario, a la cruz. Si queremos aprovecharnos de la gracia del paso de Jesús cerca de nosotros imitemos a Bar Timeo, diciendole, convencidos de nuestra ceguedad e impotencia, pero con confianza ilimitada: “Señor, que puedar ver”. 

17 de octubre de 2015

DOMINGO XXIX (Ciclo B)


       “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación”. Estas palabras del libro del Profeta Isaías invitan a reflexionar acerca de la realidad de nuestra redención. En efecto, en la medida en que nos consideramos cristianos tenemos la convicción de haber sido salvados, es decir, de haber obtenido, como consecuencia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, el perdón de los pecados y la promesa de una vida después de la muerte. Pero la sensibilidad del hombre de hoy, que aspira a una vida tranquila, gozando de todo lo bueno y evitando cualquier contradicción o sufrimiento, se siente incómoda cada vez que la Escritura evoca la triste realidad del sufrimiento del hombre Jesús que supone el misterio de la Cruz, aún cuando lo consideremos desde la perspectiva de la mañana de Pascua.

Hoy el autor de la carta a los Hebreos, en la segunda lectura, decía: “Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, y que ha ha sido probado en todo exactamente como nosotros, excepto el pecado”. El perdón de Dios es algo más que una compasión supeficial, es el resultado de una comunión que Dios, hecho hombre, ha querido tener con el dolor y el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que, a lo largo de la historia, han padecido y padecen en carne propia hasta la muerte. Y es esta comunión que lleva a la vida que no tiene fin, la misma vida que el Resucitado obtuvo el domingo de Pascua, después de la cruz del Viernes Santo. 

Desde esta perspectiva podemos entender mejor el mensaje del evangelio de hoy, que resume la obra de Jesús como un servicio total y definitivo: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Este es el programa que Jesús asumió desde el comienzo de su ministerio: servir a los hombres, haciéndose semejante a nosotros para indicarnos el camino que conduce a la vida, a la plena comunión con Dios, a participar en el Reino de Dios.

Teniendo en cuenta esta actitud asumida por Jesús, produce una cierta inquietud el episodio que Marcos recuerda hoy. Cuando Jesús se dirigía a Jerusalén para ofrecer su vida por la humanidad, Santiago y Juan se atreven a pedirle los primeros puestos en el Reino anunciado. Se podría pensar que lo hacían por amor hacia el Maestro, para estar a su lado en las dificultades, pero la reacción negativa de los otros diez apóstoles hace ver que no era precisamente así. El deseo de los dos hermanos muestra que aún no habían entendido a Jesús y a su misión, que tenían una imagen equivocada de la realidad a pesar del tiempo que llevaban a su lado. Por esto Jesús no puede menos que decirles con pesar: “No sabéis lo que pedís”. Y, seguramente con el corazón entristecido, les recomienda: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.

El episodio de Santiago y Juan, que tiene una explicación en la debilidad humana, por desgracia no terminó con ellos. Es triste que hayan existido y existan a nivel de Iglesia comportamientos semejantes, y muchas páginas de la historia muestran la preocupación de hombres de Iglesia para alcanzar y ejercer un poder y un dominio nada evangélicos. Una actitud semejante lo que logra es que quede empañada o incluso deformada la obra de salvación de la humanidad que Dios ha querido llevar a cabo por medio de su Hijo, y que la Iglesia ha de llevar a cabo, no buscando ser servida sino sirviendo a todos los hombres.

Cabe preguntarnos: ¿Cómo vivimos nuestra condición de cristianos? Estamos entre los que están dispuestos a servir hasta el final, como Jesús, o más bien nos colocamos en las filas de los que buscan ser servidos. Que cada uno se examine y vea que le conviene hacer si desea estar para siempre con Jesús.