“Vi venir en
las nubes del cielo como un hijo de hombre. Le dieron poder real y dominio. Su
dominio es eterno y no pasa”. El libro de Daniel deja sentir todo el dolor y
sufrimiento que Israel vivió bajo el imperio de los Seleucidas que, contando
con el apoyo de algunos judíos deseosos de modernidad y progreso, pretendían
suprimir las seculares tradiciones que habían plasmado aquel pueblo a lo largo
de los siglos. El profeta, para animar a quienes resistían en la defensa del
propio patrimonio y de la alianza con Dios, invitaba a la esperanza en una
intervención salvadora de parte de Dios, que no podía abandonar a quienes
creían en él. Y entre las imágenes que usa, describe la llegada de un Hijo de
Hombre al que se confiaría dominio y poder y que inauguraría tiempos mejores.
La imagen del Hijo del Hombre no cayó en olvido, y cuando Jesús de Nazaret
utilizó el término para referirse a sí mismo, el pueblo recordó el mensaje de
esperanza recibido desde los tiempos de Daniel.
Pero el pueblo deseaba y esperaba un
caudillo político capaz de vencer a las sucesivas potencias humanas que
oprimían a Israel, y esto explica que el mensaje de Jesús acerca del Reino de
los cielos fuese mal interpretado. Así cuando multiplicó panes y peces para
saciar a una multitud hambrienta que le seguía, se pensó en proclamar rey a
Jesús, viendo en él la solución inmediata de sus problemas humanos. Los mismos
apóstoles mantuvieran ideas erroneas a este respecto como muestra el deseo de
Santiago y Juan de obtener puestos de honor en el nuevo reino. La misión propia
del Hijo del hombre es reclamar de los humanos que acepten seguir a Dios,
cumpliendo su voluntad, que no busca otra cosa que el bien de todos. La
realidad de la historia muestra, en efecto, que cada vez que los hombres
vuelven la espalda al Dios, dejándose llevar por falsos ídolos que son
expresión de sus propias pasiones, en lugar de obtener un paraiso de justicia y
paz, se encuentran con un infierno de dolor y muerte.
El malentendido llega a su culmen
cuando los enemigos de Jesús se atreven a denunciarlo al gobernador romano como
un vulgar conspirador que intentaba hacerse rey en lugar del Cesar. De ahí la
pregunta de Pilato: “¿Tú eres rey?”. Y Jesús responde: “Tú lo dices: Soy rey”.
Pero añade enseguida: “Mi reino no es de este mundo”. Jesús, el Hijo del
hombre, no busca ser rey a modo de los reyes de la tierra, no ansía detentar el
poder, tal como lo entendemos los humanos. Él mismo dice que ha venido a servir,
no a ser servido. Jesús comenzó a reinar en el momento preciso en que fue
clavado en la cruz. Cuando es elevado para ser crucificado, cuando su aventura
humana toca su fin, es cuando empieza su reinado, cuando lleva a término su
misión.
Por esto la segunda lectura puede
saludarle como “Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos, Príncipe de los
reyes de la tierra”. Él no ha buscado su gloria, su exaltación, ni ha
pretendido esclavizar a los demás. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros
pecados por su sangre y nos ha convertido en un pueblo de reyes y sacerdotes,
es decir de hombres libres, que saben dominar sus instintos para ponerse al
servicio de la verdad de Dios, al que rinden culto con su vida dedicada a Dios.
Es en este marco de la Biblia que
hay que entender la realeza de Jesús. No
la entendieron así los saciados de pan que querían un rey que les dispensase
del trabajo. No la entendió Pilato que temía habérselas con un agitador
político. Si queremos tener parte en el Reino de Jesús hemos de abrir nuestro
corazón a la verdad de Dios, hemos de saber controlar nuestras pasiones, vencer
nuestro egoísmo y nuestra ambición, hemos de crecer en el amor, aquel amor que
nos hace ser servidores de nuestros hermanos, que nos lleva a defender la
justicia y la libertad de todos para que pueda ser una realidad la paz que
Jesús nos ha obtenido con su oblación.
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