22 de octubre de 2021

CAPÍTULO 2. La oración como secreto de nuestra alegría

    Al fin y al cabo, en labios de Jesús es lo mismo pedir que oremos siempre, sin cansarnos, con fe, y pedir: “Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia”[1]. De hecho, Jesús nos pide que busquemos el reino de Dios después de enseñarnos el “Padre nuestro”[2] e insistir en la confianza en el Padre que nos ve en lo secreto y cuida de nosotros como las aves del cielo y los lirios del campo[3]. 

    Justo en medio de este discurso, Jesús hace un recordatorio sobre el tesoro del corazón: “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[4]. 

    Esta palabra nos interroga sobre el valor que damos a esta relación con Dios en la que podemos vivir todo y a quien podemos confiar todo. Si rezamos poco y mal, reconozcámoslo, no es porque no tengamos tiempo o fuerzas para rezar, sino porque en el fondo no estamos convencidos de que en nuestra relación con el Señor encontramos el tesoro de nuestro corazón. Porque si fuéramos realmente conscientes de que la oración hace que nuestro corazón permanezca en el tesoro del cielo, rezaríamos como respiramos, como comemos o dormimos. Nunca renunciamos a lo que es vital. Sin embargo, a menudo renunciamos a nuestra relación con el Señor que “a todos da la vida y el aliento, y todo” y en quien “vivimos, nos movemos y existimos”, como explica San Pablo a los paganos de Atenas[5]. 

    “Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[6]. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa tener nuestro corazón donde está nuestro tesoro, y especialmente donde tenemos un “tesoro en el cielo”? 

    Para entenderlo, basta con releer el episodio del joven rico que renuncia a seguir a Jesús porque no quiere desprenderse de sus “tesoros en la tierra”. Jesús le había dicho: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres — así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme”[7]. Pero “Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico”[8]. 

    La tristeza del joven rico nos revela de forma negativa algo de lo que siempre nos habla todo el Evangelio, a saber, que el “reino de los cielos” o el “reino de Dios” es nuestra alegría, es la verdadera alegría de nuestro corazón. Lo que realmente está en juego cuando se nos aconseja desprendernos de los bienes terrenales y darlos a los pobres no es principalmente la pobreza o la generosidad, sino la alegría. Los tesoros de la tierra no son la alegría de nuestro corazón. Estamos hechos para una alegría diferente, para una alegría que no depende de lo que tenemos y obtenemos en esta tierra, sino de una realidad que es “del cielo”, que está en el cielo, de una realidad que es de Dios, en Dios. El problema de nuestra alegría no está en lo que dejamos atrás, aunque nos cueste dejarlo, sino en lo que estamos llamados a encontrar, y que se nos da. El paso de los tesoros de la tierra a los tesoros del cielo no es como el cambio de una moneda a otra, por ejemplo, de euros a dólares. No hay comparación entre los tesoros de la tierra y el tesoro del cielo. Cuando cambiamos dinero por otra moneda, o cuando vendemos un bien por una cantidad determinada, las dos cosas tienen normalmente el mismo valor, a menos que nos engañen. En cambio, el intercambio entre los tesoros de la tierra y los del cielo es totalmente desproporcionado, no hay comparación. El tesoro en el cielo vale todo y más que todo, tiene un valor infinito y eterno.

    Jesús nos lo hace comprender en otra palabra del Evangelio: ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”[1]. ¿Qué significa esto? Significa que el valor de la vida no se mide por los tesoros de la tierra, sino sólo por el tesoro del cielo. Sólo en el reino de Dios nuestra vida encuentra su verdadero valor, un valor sin comparación. ¿Cuál? La que Jesús acaba de anunciar antes de pronunciar esta palabra, suscitando la oposición de Pedro: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”[2]. El valor de nuestra vida es que Dios da la suya por nosotros, que muere en la cruz por nosotros y resucita.

    El joven rico renunció a este tesoro para aferrarse a sus tesoros de la tierra, a sus tesoros de arena, de polvo. Y así renunció a la alegría de su corazón, una alegría infinita y eterna que Dios le había reservado desde la eternidad: la alegría de estar con Cristo, de estar con Dios, no sólo en la tierra sino eternamente, en el Cielo.

    Pero es importante explorar lo que significa que nuestra alegría corresponde al tesoro en el cielo que Jesús nos promete. Esto no significa que en la tierra no podamos ser felices. La cuestión no es tanto dónde somos felices, sino qué felicidad, qué alegría nos es dado experimentar, tanto en la tierra como en el cielo, tanto durante esta vida como después de nuestra muerte. La cuestión es si queremos una alegría verdadera y eterna o una alegría que se acaba, que la polilla y el óxido consumen, que los ladrones nos roban[3].

    A veces, cuando abordo ciertos problemas con las comunidades, me doy cuenta de que, en el fondo, detrás de tantos discursos y discusiones, el verdadero problema es que la alegría del corazón de muchos monjes y monjas no es realmente el tesoro del cielo sino muchos tesoros de la tierra. Y la señal es la tristeza, que no se respira alegría, que la alegría del reino de los cielos no irradia de esa comunidad, ni de esas personas. 

    Por eso me parece cada vez más urgente, por el bien de nuestras comunidades y de la Orden, pero yo diría que sobre todo por el bien del mundo, que necesita que los cristianos den testimonio de tesoros que nada puede corromper, de alegrías que nada puede entristecer, es importante comprender cómo el joven rico pudo elegir



[1] Mt 16,26

[2] Mt 16,21

[3] cf. Mt 6,19



[1] Mt 6,33

[2] Mt 6,33

[3] cf. Mt 6,9- 13

[4] Mt 6,19-21

[5] Hechos 17, 25, 28

[6] Hechos 17, 25, 28

[7][7] Mt 19:21

[8] 19:22


5 de octubre de 2021

Curso de formación de la Orden Cisterciense sobre la oración, 27/10/2021 Capítulo 1

  

 1º Capítulo del Abad General Mauro-Giuseppe Lepori OCis

1. El espacio entre el corazón y Dios 

Comenzamos este curso de formación online de cinco días que se ofrece a toda la Orden, desde Asia hasta América pasando por Europa y África. Es como un pequeño curso de ejercicios espirituales que no sólo debe reunirnos para hablar y meditar sobre el tema de la oración, sino también reunirnos en la oración. Es un gesto y un signo de comunión que queremos vivir juntos en este momento tan especial de la historia del mundo en el que tantos contactos directos se han interrumpido o han sido difícil de implementar. Por eso agradezco a todos los que aceptan participar en este gesto, ya sea ofreciendo los cursos, ya sea organizándolos técnicamente, ya sea traduciendo, y también a todos los que participan individualmente o en comunidad, ciertamente no sin algún sacrificio.

Me pregunté desde qué punto de vista meditaría la oración. Está claro que me siento impulsado a hacerlo dentro de la preocupación pastoral con la que miro a la Orden, y por tanto desde la experiencia de las visitas y encuentros con las distintas comunidades, en las distintas culturas. Somos una Orden monástica y esto significa que la oración debe ser lo que más nos une, lo que nos une más profundamente. ¿Es esto cierto? ¿Y cómo se produce? Me parece una preocupación importante porque, al fin y al cabo, esto es válido para toda la Iglesia en todo el mundo y en todas las épocas de la historia. Y esto es así dentro de cada comunidad. ¿Están nuestras comunidades unidas en la oración? Para comprenderlo, tenemos que entender lo que significa “estar unidos en la oración”. Tal vez sea precisamente este tema el que es importante profundizar con vosotros para que este curso, enriquecido por el magisterio autorizado, y ciertamente mucho más conspicuo que el mío, de sor Manuela Scheiba y del padre Jordi-Agustí Piqué, ambos benedictinos y profesores del Pontificio Ateneo Sant'Anselmo, nos ayude a dar un salto de conciencia y también de conversión en el modo de vivir juntos nuestra vocación, nuestro carisma benedictino-cisterciense, aunque las circunstancias actuales hagan raros y difíciles nuestros encuentros.

Sabemos que San Benito nos pide que empecemos todo con la oración: “Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a término”[1]. Este modo de expresarse me parece un eco de lo que San Pablo escribe a los Colosenses: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres: sabiendo que recibiréis del Señor en recompensa la herencia. Servid a Cristo Señor”.[2]

“Hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor”. ¿Qué significa esto? Significa que entre nuestra alma, nuestro corazón y Dios hay, por así decirlo, un espacio por llenar, un espacio en el que nuestra libertad está llamada a elegir lo que quiere poner ahí, o cómo quiere vivirlo. Ahora bien, cuando San Benito nos pide que recemos antes de iniciar todo el camino de nuestra vocación, es como si fuera consciente de que, si queremos que toda nuestra vida sea algo bueno, algo bien hecho, algo bien vivido (quidquid agendum… bonum) entre nuestro corazón y Dios, es necesario, en primer lugar, llenar este espacio con la oración. La oración con la que nuestra libertad clama con gran insistencia, es decir, siempre, significa preparar para nuestra vida, para todo lo que vivimos y todo lo que sucede y sucederá, un espacio entre nuestro corazón y el Señor. Mejor: un espacio para nuestro corazón que es el Señor, porque no hay espacio fuera de Él. Nuestro corazón, nuestra alma, están hechos para respirar en un espacio infinito, y este espacio es el Corazón de Dios, es decir, un Dios que es Amor y que nos ama personalmente, hasta el punto de saber cuántos cabellos tenemos en la cabeza[3].

“Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres”. San Pablo, como San Benito, y sobre todo como el mismo Jesús, nos advierte que el espacio entre nuestro corazón y los hombres es demasiado limitado para contener toda la vida, todo lo que estamos llamados a vivir, a hacer, a desear. Siempre tenemos la tendencia a vivir sólo en una dimensión horizontal, una dimensión “plana”, bidimensional. Pablo habla aquí sólo de la relación entre los seres humanos, pero también podría añadir que no debemos vivir sólo para las cosas, para los bienes, para nuestro cuerpo y, en última instancia, ni siquiera para nuestro corazón, porque todo lo que es sólo horizontal no crea un espacio adecuado para vivir nuestra vida. Vivir sólo entre nuestro corazón y las cosas, entre nuestro corazón y nuestro corazón, o entre nuestro corazón y nuestro cuerpo, bueno, este espacio sería demasiado limitado para contener toda la vida, todo lo que estamos llamados a vivir, a hacer, a desear. Sólo el espacio entre el corazón y Dios, entre nuestro corazón y el Corazón de Dios, es adecuado para nuestra vocación humana, porque Dios creó nuestro corazón a imagen y semejanza del suyo y para Él.

Entendemos inmediatamente una cosa: que no se trata tanto de poner un poco de oración en nuestra vida, sino de poner nuestra vida en la oración. Se trata de volcar toda nuestra vida y la vida del mundo en la oración, en la relación con el Señor. Se nos invita así a cultivar una concepción grande, dilatada, universal, infinita de la oración, aunque se exprese en nuestros corazones y en nuestras comunidades, que siempre nos parecen pequeños y frágiles. La oración, como tensión entre nuestro corazón y el Señor, es un aliento infinito dado a nuestra miseria y fragilidad.

Cuando Jesús, y después de él toda la tradición cristiana y monástica, nos pide “orar siempre, sin desfallecer”(4), antes de llamarnos a una práctica, quiere educarnos para tener una conciencia justa y verdadera de nosotros mismos, de nuestra vida, de toda la realidad. Orar siempre, pedir siempre, significa vivir todo dentro de la relación del corazón con el Señor, y por lo tanto poner y vivir todo en su justo lugar, en la verdad. Puedo realizar una acción heroica, pero sin la conciencia de que todo se hace por Dios y para Dios. Así, esta acción heroica es menos verdadera, menos humana, menos santa que un pequeño gesto, incluso ordinario y cotidiano, hecho y vivido con la conciencia de la relación con el Señor, es decir, en la oración. La oración se nos da y se nos pide para vivir todo con verdad. Porque la verdad de nosotros mismos, de todos y de todo es la relación con un Dios que nos crea, que nos ama, que es la plenitud de nuestra vida.



[1] RB Prol. 4

[2] Col 3,23-24

[3] cfr. Mt 10,29- 31

Lc 18,1