“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras
de sombras, y una luz les brilló”. Estas palabras del profeta Isaías trataban
de reanimar la esperanza del pueblo, abrumado por la amenaza de Asiria, que
anunciaba muerte y destrucción. Pero Dios, por medio de su profeta anuncia un
mensaje de esperanza, el nacimiento de un niño que se sentará sobre el trono de
David y traerá la justicia, el derecho y una paz sin límites. Aunque las
palabras del oráculo se referían, en primer término, a la figura del rey
Ezequías, que pudo mantener su reino sin caer en manos asirias, la tradición
del pueblo judío primero y la Iglesia cristiana después, han visto en este
oráculo un anuncio de la llegada de la salvación divina que vendría de mano de
un descendiente de David, que se ha identificado con el Mesías esperado, para
nosotros Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María.
Lo que el profeta
anunciaba para un futuro lejano, san Lucas lo ha descrito en el evangelio como
realizado. Mientras las tinieblas de la noche cubrían la tierra, una luz que
viene de Dios acompaña el anuncio del nacimiento del Hijo de María, que es el
Salvador, el Mesías, el Señor. La contemplación del Nacimiento de Jesús en
Belén, acogido por María y José, cantado por los ángeles, adorado por los
pastores, puede convertirse para nosotros en evasión, olvidando, aunque sea por
unos momentos, la realidad concreta de cada día, con sus penas y trabajos, con
sus esperanzas y sus desilusiones. Celebrar la Navidad del Señor ha de abrirnos para aceptar en todas sus
consecuencias el don de Dios que hoy hace a los hombres: su Hijo único, que ha
asumido nuestra naturaleza humana.
En efecto, el Hijo de Dios
se ha hecho hombre, ha querido ser uno de nosotros, para hacer suyo todo lo que
supone la vida humana, sin excluir ni el sufrimiento ni la muerte. Y se ha
hecho hombre para manifestarnos el amor con el que Dios ama a todos los hombres
y con el que debemos amarnos unos a otros. La celebración de la Navidad nos
invita a entender este amor de Dios, que es don y servicio orientado al bien de
la humanidad, para obtener la liberación de toda suerte de esclavitud, para
reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, para formar lo que llamamos el
Reino de Dios, esta fraternidad universal en la que los hombres puedan vivir
según la voluntad de Dios.
Pero la luz y la alegría
de la Navidad no deben ni pueden impedirnos constatar que vivimos en un mundo
que está muy lejos de ser el paraiso que los profetas anunciaban junto con la
salvación de Dios. Para nosotros, cristianos, Jesús, el Mesías, nació hace dos
mil años y predicó un evangelio de amor, justicia y paz. Pero nuestro
mundo está dominado por la injusticia y
la ambición, que generan diferencia de clases, odio, guerra, violencia. Los
responsables de los pueblos trabajan para ofrecer un ambiente de bienestar y
tranquilidad, pero a veces no nos damos cuenta que este esfuerzo tiene un
precio sumamente alto, pues muchas personas quedan reducidas a la miseria, y a
penas pueden subsistir.
Celebrar la Navidad para
nosotros, creyentes en Jesús, ha de significar entender el inmenso amor que
Dios siente por los hombres y que lo ha demostrado haciéndose hombre a su vez. Es en este sentido hemos de interpretar las palabras de san
Pablo cuando invita a renunciar a una vida de impiedad, a una vida sin
religión, a una vida en la que la fe o queda marginada o incluso suprimida.
Como remedio propone llevar una vida sobria, una vida honrada, y una vida de
piedad para mantener viva nuestra rela-ción con Dios. Con esta actitud podremos esperar la gloriosa
aparición de nuestro Señor Jesucristo, cuando llegue al final de nuestra
existencia, aparición de la que es anuncio y prenda la celebración de esta
noche. Despertemos pues a una vida nueva, abramos nuestro es-píritu a la
esperanza, dejándonos salvar por Jesús.
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