“La alabanza
y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la
fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos”. El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, evocaba el servicio
cultual que tiene lugar en la presencia de Dios por parte de todos los que han
recibido de él la salvación y han sido admitidos a participar de su santidad.
Con la palabra santidad, la Biblia intenta decir de alguna manera lo indecible
de Dios, indicando que éste está muy por encima de todo lo normal y caduco que
forma el universo en que vivimos. Pero esta santidad Dios no se la reserva como
algo propio y exclusivo, y por eso encontramos en la Biblia la invitación: “Sed
santos como yo soy santo”. Es en este sentido que Juan, el discípulo amado,
afirma hoy: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de
Dios, pues lo somos”.
Consciente de esta realidad, la Iglesia de los creyentes, muy pronto aplicó el
epíteto de santo a aquellos bautizados que habían vivido su unión con Jesús de
forma plena no dudando incluso en ofrecer su misma vida para confesar su fe,
como fueron los mártires. Cuando la Iglesia alcanzó su pleno reconocimiento en
el mundo civil y político, el epíteto de santo se extendió también a otros
cristianos en los que se había manifestado de un modo especial la imagen del
mismo Jesús, hombres y mujeres de toda edad y condición.
El culto a los mártires primero y después el de los demás santos llamados
confesores, se localizaba sobre todo en el lugar de su sepultura, sobre el cual
muy pronto se edificaban iglesias o basílicas, en las que se congregaban los
fieles para la celebración de la eucaristía y de los demás sacramentos. Era toda la familia de los creyentes que se reunía alrededor del recuerdo
de aquel hermano o hermana que había dado un válido testimonio de su fe. Su aniversario se
celebraba precisamente o el mismo día de la muerte o el de su sepultura, y se
le llamaba día de su nacimiento para la vida eterna. La muerte de estos santos
se entendía como una entrada en la Jerusalén del cielo de la que habla tanto el
libro del Apocalipsis, en la cual los santos actúan de intercesores ante Dios
en favor del resto de los hermanos que continúan su lucha en el mundo. De este modo se fueron disponiendo los calendarios que establecían a lo
largo del año las diversas celebraciones.
En Roma y a comienzos del siglo VII, el papa Bonifacio IV quiso dedicar el
espléndido edificio circular que existe en el corazón de la ciudad eterna,
conocido como el Panteón, a Santa María y a todos los santos mártires, y el
aniversario de esta dedicación tenía lugar cada año el día 13 de mayo. En el
siglo VIII y en Inglaterra aparece una nueva celebración en honor de todos los
santos que tenía lugar el dia 1 de noviembre, y que se extendió rápidamente por
el imperio carolingio y más tarde por todo el occidente latino. En el siglo XI,
a esta celebración gozosa de los que habían participado plenamen-te en la
victora de Jesús, se añadió al día siguiente y, por obra del abad san Odilón de
Cluny, la conmemoración de todos los fieles difuntos. Es necesario evitar una
contraposición entre estas dos celebraciones como si a los difuntos no tuviesen
nada en común con los santos. Los santos son los que han sido oficialmente
presentados como tales, pero entre los que llamamos difuntos con toda seguridad
figuran personajes de una santidad extraordinaria, a pesar de que no hayan sido
proclamados tales.
Como dice el prefacio de hoy, caminemos alegres y guiados por la fe por la
senda que los santos nos han indicado, en espera de gozar con ellos de la
gloria que Dios ha prometido a todos los que lo amen y vivan según su voluntad.
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