Cuando
una joven decide entregar a Dios su vida, no por ello pierde su feminidad, al
contrario, es más mujer si cabe decirlo así. La mujer consagrada dona su amor a
Dios a través del Hombre-Dios, Jesucristo. Su amor va dirigido a este “Hombre”
y se realiza de forma más esponsal. La consagrada es la “mujer” que se enamora
de Jesús.
El
mejor modelo en el que se puede fundar la vida de las consagradas, es María, la
mujer por excelencia y que viviendo su condición de mujer, se entregó por
entero al plan de Dios sobre Ella, confiando totalmente a pesar de las
incertidumbres que pesan sobre Ella a partir del anuncio del Arcángel Gabriel.
La mujer que permaneciendo virgen según el proyecto de Dios, se vuelve la más
fecunda de todas las mujeres. ¿La Virgen María, Madre de Dios y Madre de los
hombres! ¿Cabe una fecundidad más grande?
Toda
mujer, por el hecho de serlo tiene una misión especial; portadora de ternura,
es el rostro más humano de Dios y de Su Presencia en el mundo. Cuando la mujer
decide donarse, sabe darse plenamente a Dios y por Él, a los hombres. Portadora
y transmisora de vida, la feminidad se hace más viva y se realiza más
plenamente en la mujer consagrada que debe llevar a un mundo donde impera la
muerte, la vida nueva que Dios nos ha regalado en Su Hijo Jesucristo. “La
fuerza moral de la mujer, su fuerza
espiritual se une con la consciencia de que Dios le confía de modo especial al
hombre, al ser humano…precisamente debido a su feminidad… Nuestro días atienden
la manifestación de la “genialidad” de la mujer que asegura la sensibilidad por
el hombre en cada circunstancia: por el hecho de que es hombre”.[1] Y, resumiendo, podemos desplegar esta misión
especial de la que acabamos de hablar, en dos misiones:
La mujer, es
por excelencia el ser de la dulzura y la tolerancia, posee un alma fuerte.
Mediante su feminidad, equilibra y humaniza el mundo; y además, tiene la misión
de ser esposa y madre en el sentido físico de la palabra o en otro más
espiritual y elevado, aunque no por eso menos real. Es un ser que vive en
estado de disponibilidad y de don; todo en ella ha sido ordenado por el Creador
a tal fin. Cuanto más completa y profundamente sea mujer, tanto más fiel será
su misión.
El campo en el que ha de desarrollar
su misión la mujer no tiene límites extendiéndose desde el estrecho círculo de
su familia hasta la entera sociedad y especialmente, la Iglesia.Hoy día, se
habla de “mujeres fuertes”, pero la mujer fuerte no es la mujer viril, sino la
que es tan fuerte que no renuncia a su propia naturaleza y que adquiere
precisamente la máxima perfección de la femineidad.
Por estar llamada a cumplir una misión especial, ante todo en el orden emotivo, la mujer es extremadamente sensible a las emociones alterocéntricas. De entre las mujeres, están las consagradas, consagradas de modo exclusivo al servicio de Dios, y éstas, no por eso, conservan – como ya hemos dicho antes – en grado menor el carácter femenino.
La perfección de la mujer es la femineidad, que es la realización total de la naturaleza de una mujer, y por tanto, de una monja. Lo más contrario a una vocación religiosa, es el olvido, la destrucción del propio carácter femenino. La religiosa puede destruir aquello que podría glorificar mejor a Dios en ella. Dios creó a la mujer para amar y ser amada. Le dio una naturaleza rica, ardiente, una capacidad de sufrimiento que le es absolutamente peculiar.
La auténtica razón de ser de la mujer es el amor. Esposa de Dios, tal es realmente, la religiosa que ama a Dios y a su inmensa familia de almas con todo el inmenso amor que ha contenido en su corazón de mujer. Una mujer consagrada a Dios, no pierde ninguna de sus cualidades femeninas naturales.
Vamos a ver
primeramente este sentimiento alteroemotivo que caracteriza al alma femenina.
En el alma femenina, por regla general, domina
de modo especial un sentimiento, la emoción. La emotividad femenina permite a
la mujer una participación más rica de las cualidades de las personas, de las
cosas y de las situaciones.
La mujer sitúa
infaliblemente en otro el centro de sus pensamientos, de sus ambiciones, de sus
actividades, de su dicha y perpetuamente se encuentra lanzada fuera de sí hacia
quienes puede amar y ayudar. El prójimo es su razón de ser y el objeto de su
vida.
Por ser
alterocéntrica, la mujer siente más vivamente las alegrías y los dolores
ajenos, más todavía que los suyos propios. Su lema es proporcionar alegría y
calmar pesares.
Su
característica más visible es tender hacia las personas mucho más que hacia las
cosas. “Jesucristo demostró conocer muy bien esta orientación de la mujer hacia
las personas. A dos hombres que le seguían, preguntó: ¿Qué buscáis?. Pero a una
mujer que lloraba, le preguntaría: ¿A
quién buscas?”[2].
El sentimiento
alteroemotivo que domina en la mujer es, por consiguiente, la íntima reacción
que le induce a situar el centro de su afectividad en los seres que ama y de
los que puede recibir amor. Ese sentimiento es, pues, la base del
alterocentrismo, la clave del alma femenina.
Y es que la
mujer, y cuánto más cuando es una mujer consagrada, está abierta a cuanto
pertenece al alma de los demás; puede decirse que interioriza la que su
sensibilidad capta del mundo exterior.
La mujer ha
recibido el don de esparcir en torno suyo encanto y dulzura, como afirmó el
Papa Pío XII al decir: “Con el sentido de la gracia y de la belleza, Dios ha
dado a la mujer, más que al hombre, el don de hacer amables y familiares las
cosas más sencillas”[3].
La vida
religiosa en virtud de la cual la virgen consagrada a Dios se entrega plenamente
a Su Amor dentro del servicio a la humanidad, ocupa un lugar preeminente entre
las vocaciones de la mujer. Y no es cierto que la vida religiosa mate en la
mujer sus dones o el patrimonio de su viva sensibilidad. Sino que lo afina, lo
libera de egoísmos, y lo impulsa hacia los demás con un movimiento que no deja
nada para ella.
La religiosa
es consciente de que la entrega para la
que está hecha la mujer no tiene sentido para ella si no es para una
donación total a un Amor más total.
Establece su centro de gravedad en una
relación amorosa con Cristo, y es ahí, donde ella encuentra el equilibrio
natural de su personalidad. En consecuencia, para que la religiosa se
expansione normalmente en su vocación, tiene que estar en ella lo espiritual
profundamente marcado por el sello de la unión mística con Cristo.
Es a partir
del Concilio Vaticano II, cuando en el ámbito eclesial y gracias a las
indicaciones ofrecidas por Juan XXIII, se ha comenzado a reflexionar en
términos innovadores sobre la identidad y vocación de la mujer en la Iglesia y
en la sociedad, ofreciendo pistas de reflexión y acción, que hoy en día,
todavía no se han asimilado adecuadamente.
Juan Pablo II
en Vita Consecrata, nos da unas
indicaciones sobre el papel de la mujer consagrada y su importancia vital:
“… Las mujeres
consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su
dedicación, vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios
hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la
cual es virgen, esposa y madre…. Es obligado reconocer igualmente que la nueva
conciencia femenina ayuda también a los
hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de auto-comprenderse, de
situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social,
política, económica, religiosa y eclesial”[4].
Sin embargo,
no podemos olvidar el papel que las mujeres consagradas han tenido a lo largo de la historia y no sólo en esta
época actual, aunque en tiempos anteriores, su labor no fuera reconocida. Por
tanto, podemos afirmar que a partir de los mártires y luego de las vírgenes de
la Iglesia, inauguraron un nuevo estilo de vida, que resultó contestatario de
la reducción de la mujer a las funciones domésticas y de su supuesta
subordinación a la autoridad masculina, paterna o marital.
Por su parte,
el monaquismo , primero oriental y luego occidental, evidencia los caminos
emancipadores de la fe, a disposición de las mujeres como de los hombres. Las
bibliotecas de los monasterios femeninos se convierten en veneros de obras de
arte, donde se conservan bordados, miniaturas, pinturas, esculturas y códigos
antiguos copiados con el cuidado de amanuenses inteligentes.
El breve
itinerario recorrido ha puesto de manifiesto la exigencia de una nueva identidad
femenina, y la urgencia de tematizar esa identidad con el fin también de
promover nuevos perfiles humanos que respeten más la nueva conciencia madurada
por las mujeres y por los hombres.
Las mujeres
consagradas están hoy particularmente interesadas en el desarrollo de esta
tarea histórica. Hoy son más sensibles a las instancias y exigencias
provenientes de ese movimiento cultural y están abiertas a la confrontación con
otras mujeres en orden a un enriquecimiento recíproco y a trabajar juntas en la
promoción del crecimiento de una humanidad más solidaria.
La mujer consagrada, precisamente por ser
mujer es imprescindible en los ámbitos eclesiales y sociales: “La Iglesia que
ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo proféticamente, promoviendo una mentalidad y
una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto la mujer
consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia,
puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al
pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a
la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer
consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su
misión, su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el
futuro de la nueva evangelización, come
de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada
aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas”[5].
Las mujeres
consagradas postulan en particular una teología de la vida consagrada
apostólica femenina, pues advierten el malestar de una teología circunscrita
quizás a la experiencia monástica masculina, aplicada sin tener en cuenta su
vivencia particular.
La indicación
teológica que debería dar la Iglesia, y, en ella sobre todo las mujeres
consagradas, es el testimonio de nuestro optimismo religioso, y
consiguientemente el anuncio existencial de la alegría cristiana. Sabemos que
Dios está presente en la historia, y que lleva a cabo nuestra salvación.
La
consagración es el signo de este advenimiento salvífico de Dios, de este hoy
Suyo. Las mujeres consagradas proclaman con alegría: “¡Cuánta suerte hemos
tenido! ¡Cristo nos ha encontrado y nos ha llamado a Su seguimiento!”.
Prolongan el Magnificat de María, el saltar de Su corazón por la enorme
satisfacción de estar con el Señor, a Su servicio en el servicio de sus
hermanos. Es la “exultatio” eucarística traducida en vida. Por algo en la vida
consagrada ocupan un puesto particular la presencia de la Eucaristía y de la
Virgen María.
En la “Lumen
Pentium” 65 se subraya que “la Virgen en su vida fue modelo de aquel amor materno del que deben estar
animados todos aquellos que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan a la
regeneración del mundo”. En la Iglesia no existe servicio que no brote del
ágape; toda vocación y ministerio nacen de la Eucaristía, donde la comunión
cristiana nace continuamente y madura en su identidad de esposa fecunda del
Señor, que conserva íntegra y virgen su fe. “Mulieris dignitatem” subraya el
papel peculiar de la mujer en el testimonio del amor, presentando a María como
la patentización del misterio femenino. Son dos indicaciones interesantes,
porque indican un sendero por el cual las mujeres consagradas han desarrollado
con audacia y creatividad su misión en beneficio de toda la humanidad,
especialmente de la doliente.
Con decisión,
y a veces incluso sin ayudas espirituales suficientes, las mujeres consagradas
profundizan su realidad no de modo
intimista, sino situándose en relación. En particular advierten la exigencia de
la escucha asidua de la Palabra, de la vuelta a los fundadores, de la apertura
al mundo, y en concreto al mundo femenino.
Son conscientes
de su responsabilidad histórica, y por tanto de la necesidad de una nueva
comprensión de las exigencias de la llamada, y de traducirlas en nuevos
perfiles femeninos más coherentes con la fuerza liberadora del Evangelio y, en
consecuencia, más legibles en su carga profética. Las mujeres consagradas
pueden crear hilos y tejer relaciones entre la Iglesia, - acusada a menudo por
el mundo laico de machismo – y el mundo femenino.
Podemos
recapitular recogiendo un texto de “Vita Consecrata”: “Hay motivos para esperar que un reconocimiento
más hondo de la misión de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada
femenina una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la
causa del Reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades, como
el compromiso por la evangelización, la misión educativa, la participación en
la formación de los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la
animación de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual y la
promoción de los bienes fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo
a las mujeres consagradas y a su extraordinaria capacidad de entrega, la
admiración y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que
vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la
insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy”[6].
[1] Juan pablo ii, Mulieris dignitatem 31
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