14 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIIII DEL tIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

 
                “Verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Dado que el Jesús de Nazaret, que encontramos en los evangelios, no solamente evitó durante su vida todo triunfalismo, sino que trató también de cubrir con el silencio y la discreción los signos con los que confirmaba su misión, sorprende escuchar estas palabras con las que anuncia su futura venida. Para entender qué quiere insinuar Jesús conviene recordar que el pueblo de Israel, en medio de las dificultades que hubo de soportar a lo largo de su historia, supo mantener viva la esperanza en una futura intervención de Dios, que restablecería la justicia y la paz y colmaría los anhelos de su pueblo. Esta esperanza se fue concretando en la venida del Mesías, un personaje de contornos difuminados, prometido y  anunciado en los libros de la Escritura. Con sus enseñanzas Jesús intenta responder a esta inquietud llena de esperanza, precisando sus límites y evitando falsas interpretaciones.

El tema del final de este mundo ha figurado a menudo entre las preocupaciones de la humanidad, tanto desde perspectivas seculares como religiosas. Aún hoy, los medios de comunicación aluden a catástrofes cósmicas, a los peligros que puede provocar un uso abusivo de la energía atómica, de las consecuencias que pueden generar otras actividades humanas que alteran el equilibrio del planeta. Y hoy, según el evangelista Marcos, Jesús habla del tema desde la perspectiva de la fe, indicando: “Después de una gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Estas imágenes, que responden a un tipo de literatura en boga en su tiempo, sirven a Jesús para indicar que, un día, el mundo en que vivimos conocerá su fin, no para caer en el caos o en la destrucción, sino para abrirse a una nueva dimensión, confirmada con una promesa, que no es descrita en sus detalles. Que este final de los tiempos no será algo espantoso, lo confirma la seguridad de que el mismo Hijo del Hombre vendrá con potencia y majestad para convocar a todos los hombres, a sus elegidos, para que participen con él en una vida que ya no terminará jamás. Habrá pues un final del mundo actual, pero no un fin de la humanidad,  que está llamada a la intimidad de Dios.

             Jesús confirma esta realidad, pero no precisa el momento en el que tendrá lugar. Más aún, no duda en afirmar: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino el Padre”. Estas palabras quizás pueden decepcionar, pues la curiosidad de los humanos desearía certezas concretas. Conviene entender el mensaje de Jesús de que el destino está sólo en las manos de Dios. El que cree y vive según la Palabra de Dios está en manos del Padre, está en vela constante en espera de su llegada, descubre en los signos su presencia activa. La sencilla parábola de la higuera debería enseñarnos a interpretar los signos de los tiempos para entender el mensaje de Dios. El fin está presente entre nosotros, y al mismo tiempo es futuro. De alguna manera el fin ha comenzado ya, y al mismo tiempo el futuro está en el presente. Jesús nos enseña a esperar el futuro viviendo el presente. La vida cristiana se alimenta de la promesa del retorno de Jesús, pero su segunda venida no ha de producir ni miedo ni angustia, pues no es una amenaza sino una promesa de bien, de vida, de amor.

              Jesús habla de reunir a sus elegidos. Vale la pena atender al término utilizado. Reunir, convocar son verbos que subrayan una dimensión importante de la voluntad salvadora de Dios para con la humanidad. En efecto, desde la perspectiva cristiana, la salvación no es una cuestión que se resuelve entre Dios y cada uno de nosotros individualmente. Nadie es una isla, se ha dicho. La salvación supone convocación, supone participar en la asamblea de los que han escuchado la Palabra divina y la han puesto en práctica. En esta asamblea vige únicamente la ley del amor: “Que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti”.

 

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