“¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. En el relato que Marcos ha dejado de la curación de Bar Timeo, el ciego de Jericó, puede apreciarse un esbozo del itinerario que todos hemos de recorrer para llegar a la plenitud de la vida de la fe, a través de las dudas y de las esperanzas, de las dificultades y de las llamadas de la gracia. Marcos recuerda que Bar Timeo, además de estar privado de la vista, era débil e indigente y andaba escaso de medios de subsistencia. Por eso lo describe sentado al borde del camino, pidiendo limosna, esperando encontrar algún caminante que, conmovido de su desgracia, le diese unas monedas para comer. Sólo el que es consciente de su miseria, de sus límites, puede esperar poder superarlos y llegar a la plenitud.
Pero el evangelista deja entender que el deseo del ciego no quedaba circunscrito a sus necesidades materiales. En el alma de aquel hombre ardía el deseo de superar sus límites, pues no se conformaba con sus tinieblas. Y así cuando oye que está por llegar Jesús, el maestro de Nazaret del que se contaban gestas admirables, su esperanza estalla con indomable fuerza y grita con toda su fuerza: “Hijo de David, ten compasión de mí”. En su grito hay algo más que el ansia de recurrir al curandero de turno, haciendo suyas las tradiciones y enseñanzas que había podido recibir los sábados en la Sinagoga. Va más alla de la persona física de Jesús, y apela a la misión de aquel hombre enviado por Dios.
Pero su entusiasmo no es compartido por los presentes, que le invitan a callar. Pero contra la voluntad de quienes le quieren silencioso en su miseria, Bar Timeo no cede, grita e insiste y su perseverancia obtiene que Jesús, que pasa, se detenga y diga: “Llamadlo”. Ahora aparecen almas buenas que le dicen al ciego: “Animo, levántate, que te llama”. Quizás eran los mismos que poco antes querían que callase, pero que ahora le animan, para aparecer ellos bajo nueva luz ante el Maestro.
Marcos constata que el ciego deja el manto. En la Biblia con el término “manto” se indica a menudo el reducido ajuar que podía poseer un pobre. Deja el manto como si quisiera cortar con todo su pasado. Da un salto, expresión de alegría y de disponibilidad ante Jesús. “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. El ciego, consciente de su limitación, se atreve a pedir la luz para sus ojos, pero sin duda desea también dejar las tinieblas de la falta de fe, para abrirse a nuevos horizontes.
Jesús, sin gestos solemnes capaces de suscitar la maravilla de los presentes, simplemente y casi excusándose dice: “Anda, tu fe te ha salvado”. Fijémonos bien: Dios ha actuado porque el hombre ha creído. La explicación del milagro hay que buscarla en la fe del pobre ciego, en la confianza, quizá titubeante, de aquel hombre que ha vivido en la oscuridad y el sufrimiento. A menudo cuando nos quejamos de que Dios no escucha nuestras plegarias, que parece sordo a nuestras súplicas, conviene recordar la palabra de Jesús: ”Tu fe te ha curado”.
Que la petición del ciego era algo más que un deseo de obtener la curación física, lo demuestra Marcos al decir que, inmediatamente, se puso a seguir a Jesús. El ciego se convierte en testigo decidido de la magnificencia de Dios que ha experimentado en sí mismo. El que que ha obtenido que los ojos de su espíritu recuperen la vista no puede dejar de ponerse al seguimiento de Jesús, ser de los suyos, acompañarle en su caminar aunque sea en dirección al calvario, a la cruz. Si queremos aprovecharnos de la gracia del paso de Jesús cerca de nosotros imitemos a Bar Timeo, diciendole, convencidos de nuestra ceguedad e impotencia, pero con confianza ilimitada: “Señor, que puedar ver”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario