7 de junio de 2016

SACERDOCIO COMUN DE LOS CRISTIANOS EN LA 1 CARTA DE SAN PEDRO

 EXPUESTO POR LA CONSTITUCIÓN “LUMEN GENTIUM DEL CONCILIO VT II” (nnº 10-11)



1. Cristo clave y razón del sacerdocio cristiano

Toda consideración acerca del sacerdocio cristiano presupone el conocimiento de esta verdad fundamental, a saber: uno es el Mediador, uno el sacerdote de la Nueva Ley según el orden de Melquisedec y por toda la eternidad, Cristo Jesús[1]. Esta es la gran verdad de que hay que partir para entender como es debido la gran realidad sacerdotal de la Iglesia y ordenar como es debido las distintas participaciones sacerdotales.

De tal manera resume y personaliza Cristo el sacerdocio cristiano, que fuera de él la realidad sacerdotal no tiene consistencia ni tiene sentido en la Nueva Ley. Y la condición sacerdotal de Cristo es tan consustancial con él y con su obra, que fuera de ella ni el Cristo histórico ni el Cristo místico tienen explicación adecuada.

Toda la vida de Cristo y todos sus actos, comenzando desde la encarnación, fueron cosa sacerdotal por la misión y el fin sacrificial que traía el Hombre-Dios. De no ser por esta finalidad sacrificial, los actos del Dios humanado, en cuanto teándricos sencillamente, no se dirían sacerdotales; ni el verbo en cuanto encarnado sería sacerdote. Pero el sacrificio de la cruz, que finaliza en un cierto sentido toda la obra redentora, hizo que Cristo, por el mero hecho de ser fuese sacerdote sin carácter alguno sobreañadido y que todo en su vida implicara una función sacerdotal por referencia al sacrificio de la cruz.

Encarnado para redimirnos, la mediación ontológica, que naturalmente le compete, se ordena y exige la mediación moral que se realiza por los actos meritorios y satisfactorios puestos por el hombre-Dios, subordinados todos en la economía presente al sacrifico de la cruz.

En consecuencia, Cristo, por el mismo camino que es mediador, es sacerdote, y su sacerdocio es tan natural y consustancial con su ser personal como su mediación.

Cierto que Cristo no es sacerdote en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Pero bien entendido que la naturaleza humana no es más que el principio inmediato de las operaciones sacerdotales que pone Cristo sacerdote. El sujeto del sacerdocio es Cristo, la Persona del Verbo encarnado. Y por respeto a ella es por lo que se dice que el sacerdocio de Cristo es eterno.

La sacerdotalidad está, pues, entrañada en todo el ser y el obrar de Cristo y alcanza al “Christus totus”, al Cristo real o físico y al Cristo místico. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tiene un nacimiento, una constitución y una nervadura esencialmente sacerdotales. Y la sacerdotalidad eclesial la tiene el sacerdocio personal de Cristo.

Cristo reina por su sacerdocio, culminante en el sacrificio de la cruz. Su misión fue esencialmente sacerdotal. Para cumplir con ella se ofrece como víctima al Padre y queda ungido sacerdote a la hora misma en que se encarna. Y ya toda su obra será sacerdotal y todo lo que de El proceda traerá esta impronta sacerdotal. Visto a esta luz, el título de sacerdote es el más augusto y expresivo de Jesús.

2. La participación del sacerdocio de Cristo
La esencia y plenitud del sacerdocio cristiano sólo en Cristo se realiza perfectamente. Sólo El es sacerdote con toda propiedad, por naturaleza y derecho propio. Todos los demás lo son por analogía, por voluntad suya y con dependencia suya.

En orden a Cristo sacerdote y al sacrificio sacerdotal por él puesto y por él instituido y hecho permanentemente visible, aunque de un modo sacramental, en la Misa, es como hay que hacer juicio de la participación sacerdotal, de su significación y alcance y de la propiedad con que los participantes se denominan, en consecuencia, sacerdotes. Así los bautizados todos tienen una auténtica participación sacerdotal en el sacerdocio de Cristo, sacando de ella consecuencias en orden al ejercicio de la vida cristiana[2].

Nuestro sacerdocio es cristiano porque deriva de Cristo y tiene consistencia en Cristo. Como nuestra gracia se dice cristiana porque participa de la gracia de Cristo, así se dice cristiano nuestro sacerdocio.
Pero esta comunión de sacerdocio se verifica de modo muy distinto en Cristo, en los simples fieles y en los llamados por antonomasia sacerdotes. Cristo no tiene un sacerdocio recibido o participado; nosotros, sí. Cristo no es sacerdote por un carácter o accidente que sobrevenga a su ser personal; nosotros sí. Cristo es el sacerdote por esencia; nosotros por participación; Cristo es sustancialmente sacerdote de la misma manera y por lo mismo que es sustancialmente santo o ungido por virtud de la unión hipostática.

La plenitud sacerdotal de Cristo tiene por razón hipostática, que le consagra formalmente sacerdote, santificando también formalmente su humanidad, porque de esa unión surge, como dote natural, la gracia capital que le santifica.

En nosotros, la participación sacerdotal sólo analógicamente conviene con el sacerdocio de Cristo. El sacerdocio no nos compete por esencia o naturaleza, sino por virtud de un carácter que se nos da, pero que ni formalmente santifica ni exige la gracia de un modo connatural o como efecto resultante. De ahí que podamos recibir el carácter sin la gracia, y que participando de un sacerdocio santo, no seamos siempre santos.

Ello no obstante, la consagración sacerdotal que recibimos por el carácter está reclamando de nosotros la gracia y la santidad de vida para usar dignamente de nuestro sacerdocio.
El carácter sacramental es primordialmente una consagración del ser que deviene cristiano, un cuño o sello que se le imprime. Y es esta consagración la que impide reducir el carácter a algo puramente jurídico o de funcionalidad social.

3.         El sacerdocio como institución social

La razón de ser de Cristo, en consecuencia con los fines concretos de la encarnación, puede decirse que es una razón social. La gracia de unión fue ciertamente una gracia exclusivamente personal. Pero, dada la misión que traía el Verbo encarnado, misión recibida del Padre y por Cristo libremente aceptada, él  sujeto de tal gracia no sólo quedaba constituido mediador entre Dios y los hombres[3], jefe y representante de la humanidad, sino que, además, exigía, como tal Cabeza, una gracia adecuada a la solidaridad social con los miembros.

A esta posición y a esta misión características del Hombre-Dios corresponde, pues, una gracia del todo singularísima, la llamada gratia capitis o gracia capital, cuyo fundamento y raíz está en la gracia de la unión, pero que propiamente es la gracia habitual, santificante de la naturaleza humana asumida por el Verbo como representación de la humanidad. Es la gracia de Cristo en cuanto principio de santificación de los miembros del Cuerpo místico. Es su gracia personal, no en cuanto le santifica sustancialmente a él como individuo, sino como cabeza o jefe del género humano redimido. Gracia plena, gracia social, principio de mérito y de funciones mediadoras.
El Cuerpo místico de Cristo gran sacramento social destinado a prolongar y perpetuar la obra redentora de Cristo, supone unidad en el todo y diversidad en los miembros[4]. La Iglesia o cuerpo social cristiano no es un monolito funcional. Hay en ella una ordenación jerárquica, y los miembros que la integran reciben una estructuración y una configuración a tono con el puesto o función social que en el todo desempeñan. De esta estructuración o configuración están precisamente encargados los distintos caracteres sacramentales. La gracia debe llenar de vida esas estructuras.

Tanto gracia como carácter son una comunicación sacramental, pero con finalidad y virtualidad distintas. Lo distintivo del carácter es constituir y señalar al miembro de la comunidad cristiana, asignándole una función dentro de ella. En acertar a determinar exactamente lo que cada carácter significa y causa en cada cristiano que lo recibe está el mejor camino para resolver el problema de la discriminación social y de las diferencias funcionales de ese común sacerdocio que, por virtud del carácter, compete a todo cristiano. La existencia de un sacerdocio común para todos no excluye la de otro sacerdocio, privativo de algunos.

La Iglesia, como institución, doblaje social, místico y sacramental de Cristo, no tiene otro sacrificio que el de la Misa. Este es el único auténtico sacrificio cristiano, por orden al cual Cristo mismo instituyó un sacerdocio visible.

4. Sacerdocio y poderes sacerdotales

El sacerdocio cristiano, según la epístola a los Hebreos, ha venido a subrogar y sustituir al Levítico[5]. Y aún dentro de ese sacerdocio, los ministros del altar se hallan en una línea jerárquica parecida a la que ocupaban los levitas en el aaronítico[6].

Aunque en el Antiguo y Nuevo Testamento se hable, pues de todo el pueblo de Dios como de un linaje sacerdotal[7], la rigurosa denominación de sacerdotes no es aplicable al común de los cristianos. Participan del sacerdocio y, sin embargo, son fruto de un sacerdocio, reciben una estructura o configuración sacerdotal, insertos en el cuerpo sacerdotal cristiano, pero no quedan por eso constituidos propiamente sacerdotes. El sacerdote en cuanto tal es una preeminencia que le viene de la potestad que le confiere la investidura sacerdotal u ordenación para actuar en nombre y con la representación de Cristo; por consiguiente, en posición de superioridad sobre la comunidad cristiana y de representante de la misma para ofrecer el sacrificio.

El sacerdocio común y jerárquico, aunque participaciones del mismo sacerdocio de Cristo, son esencialmente diferentes y la participación es peculiar en cada uno. El sacerdocio ministerial, goza de potestad, modela y rige a la comunidad, y, tocante al sacrificio eucarístico, lo hace en la persona de Cristo y representando al pueblo. Los fieles, en cambio, en fuerza de su regio ejercicio, concurren a la oblación de la eucaristía y ponen en ejercicio su nota sacerdotal a lo largo de toda su vida cristiana.
Al hablar del sacerdocio de los fieles ha de mantenerse siempre este presupuesto: los poderes y las funciones propiamente sacerdotales, sobre todo con respecto a la eucaristía, único sacrificio cristiano propiamente dicho, son privativos de una categoría especial de personas, los clérigos, como los fueron en la Antigua Ley los de los levitas respecto de los sacrificios mosaicos.
El principal poder y función del sacerdote es ofrecer el único  y sublime sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Señor, el mismo que el divino Redentor ofreció en la cruz de manera cruenta anticipándolo incruentamente en la última cena, y que quiso se repitiera indefinidamente al mandar a los apóstoles: haced esto en memoria mía[8]. Es, pues, a los apóstoles y no a todos los fieles a los que Cristo hizo y constituyó sacerdotes dándoles potestad de sacrificar.

5. El carácter sacramental, fundamento y razón de las diversas articipaciones sacerdotales.

Y es la diferente significación y causación de los caracteres sacramentales lo que funda y explica la diferenciación sacerdotal del pueblo cristiano, haciendo inconfundibles “laicado y jerarquía”, así como la diversidad de sus funciones.

Todo sacramento que da carácter nos hace participantes del ser sacerdotal y de la misión cultual de Cristo metiéndonos en el todo sacerdotal del Cuerpo místico y disponiéndonos personalmente para el culto cristiano. Y esto lo hace significando y causando. Porque el sacramento no tiene sólo valor de símbolo sino también de signo causativo, que produce lo que significa.

En un organismo social, como es la Iglesia, la realidad sacramental no es sólo jurídica, sino también física. Los sacramentos son factor de conocimiento y factor de ser. La ciudadanía cristiana es una auténtica naturalización, no una simple legalización o estimación jurídica. La carta de nacionalidad dada a un ciudadano extraño al país que lo nacionaliza no le hace nacer en ese país ni le da su idiosincrasia, ni menos su sangre. Pero la carta de ciudadanía cristiana, que se nos da por el carácter bautismal, sí que nos hace nacer de nuevo espiritualmente[9], regenera en Cristo y para Cristo, encajándonos de lleno en la estructura social del Cuerpo místico.

odo del cristiano, en virtud del carácter bautismal, entra a participar del sacerdocio de Cristo, encajando en el cuerpo sacerdotal cristiano y disponiéndonos en orden al culto divino. “Todos sacerdotes, porque miembros de un sacerdote, Cristo”. Por la gracia puede usar debidamente de su sacerdocio, apropiándose los sentimientos interiores de Jesús al ofrecer su sacerdocio. El sacramento de la confirmación sigue en la línea del bautismo, al que corrobora.

Todo carácter mira de suyo a posibilitar y asegurar a quien lo recibe, un puesto estable en el organismo del Cuerpo místico. Es signo de integración cristiana y también de jerarquización cristiana. Pero los distintos caracteres sacramentales: el bautismo, confirmación, y orden, cumplen de distinta manera su finalidad, realizando el objetivo institucional de los mismos.

6. Sacerdocio cristiano y sacrificio eucarístico

Hay pues, un sacerdocio común a todos los fieles, pero su esencia es otra distinta de la del sacerdocio jerárquico. Sólo analógicamente pueden convenir ambos sacerdocios.

Los seglares gozan del sacerdocio y son sujeto de atribución del mismo en cuanto miembros de un todo sacerdotal, porque son fruto de un sacerdocio y porque la comunidad formada por los participantes del carácter y la gracia cristianos, o sea la Iglesia, está presidida por una jerarquía sacerdotal. El régimen sacerdotal que preside y gobierna la Iglesia hace de todo el pueblo cristiano un sacerdocio, y con toda propiedad decimos que la Iglesia es un reino sacerdotal[10].

Pero todavía con mayor razón atribuimos la nota sacerdotal al pueblo cristiano, porque ya no se trata sólo de un pueblo, cuya jerarquía rectora es sacerdotal, sino que en el pueblo mismo, en cada uno de los cristianos, hay estructura y vida sacerdotal, en fuerza del carácter que hace cristianos.

La formalidad última, definitoria del sacerdote cristiano, no consiste en esa participación comunitaria del sacerdocio, sino en una participación peculiarísima, que pone por encima de la comunidad, asimilando a Cristo Cabeza y Sacerdote con preeminencia jerárquica y con poderes singularísimos en orden al sacrificio de la Misa. “La misión específica y principal del sacerdote fue siempre sacrificar, de manera que donde no hay verdadero poder de sacrificio tampoco encontramos propiamente verdadero sacerdocio”. No sacrificando verdaderamente los fieles en la Misa, tampoco son verdaderos sacerdotes.

La común participación sacerdotal no hace propiamente sacerdotes. El sacerdote verdadero surge cuando llega el carácter de la ordenación sacramental. Este carácter es el constitutivo de la jerarquía sacerdotal. Esta jerarquía entra en la línea del sacerdocio de Cristo precisamente en cuanto Jefe de la comunidad cristiana, porque en virtud del sacramento del orden ya no nos hacemos simplemente miembros de un cuerpo sacerdotal, sino que nos asimilamos a Cristo Cabeza y Señor de ese cuerpo por orden a su sacrificio, que es la Misa. El sacerdote actúa, por título propio sacerdotal, en nombre y con la representación personal de Cristo.
Esto es lo que separa profundamente, no sólo en grado, sino también en especie, el sacerdocio jerárquico del sacerdocio laical o común. Este no puede ni ofrecer ni sacrificar en persona de Cristo y de su Iglesia. Realmente no sacrifica. Porque el sacrificio espiritual que puede poner todo cristiano no llena los requisitos del auténtico sacrificio cristiano en la Nueva Ley, que es el sacrificio de la Misa, en cuanto sustancialmente idéntico con el del calvario.

El punto de partida para una exacta noción del sacerdocio debe ser siempre el sacrificio. Pero no el sacrificio espiritual, sino el sacrificio real eucarístico, si queremos definir con propiedad al sacerdote. Así lo exige la concepción y realización social y sacramental de la Iglesia, como una religión con su culto, del que el acto más perfecto es el sacrificio social y visiblemente establecido. Sólo aquellos serán sacerdotes verdaderamente que se hallen investidos de poderes sacerdotales en orden a poner el sacrificio reconocido como acto público de religión en una comunidad determinada. Esto vale para los sacerdotes no cristianos y vale también para los cristianos. Es ley universal de sacerdocio.

7. Coordinación entre sacerdocio común y sacerdocio jerárquico

El sacerdocio común de los fieles, diferenciándose profundamente del sacerdocio jerárquico, guarda con él una íntima relación, “se ordena el uno para el otro”.

Nace esto de la unidad del Cuerpo místico de Cristo, del que ambos sacerdocios son participación. Cuantos por el bautismo han sido incorporados a Cristo en su Iglesia, deben cooperar juntos a la edificación del Cuerpo místico[11]. No es posible concebir desunidos, sin subordinación ni cooperación recíproca, a los miembros de un mismo cuerpo[12]. El buen ser y perfeccionamiento del cuerpo social cristiano, cuerpo sacerdotal, depende de la unión y subordinación que guarden entre sí sacerdote y fieles, o el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.

La unidad viviente del organismo del Cuerpo místico comprende ambos sacerdocios, y esa unidad se esencializa e integra por los dos aspectos completivos del organismo social de la Iglesia: el pneumático o espiritual, y el jurídico o visible. Sacerdotes y fieles han de cooperar al bien común de la Iglesia guardando la constitución jerárquica de la Iglesia misma, no tratando de arrogarse los unos las funciones de los otros, sino sencillamente siguiendo la propia ley de vida y actuando en conformidad con su ser y la misión que les compete en el conjunto moral del cuerpo místico.

Por consiguiente, consagrados los fieles todos, en casa espiritual y sacerdocio santo en virtud del bautismo y por la unción del Espíritu Santo, están en el deber de cumplir con su misión sacerdotal, ofreciendo sacrificios por medio de todas las obras.

2. El ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos

2. 1. La plenitud eclesial del sacerdocio

El cristiano, en posesión de su sacerdocio, no puede perder nunca de vista la realidad comunitaria en que está inmerso, y ha de tener conciencia de la solidaridad de los miembros todos del Cuerpo místico a la hora en que trata de vivir su sacerdocio. Es parte de un todo sacerdotal, y no puede perder nunca de vista ni el interés de ese todo ni la constitución jerárquica del mismo.

Al mismo tiempo ha de procurar no caer en una especie de fetichismo sacramental o litúrgico, olvidándose de la condición de medio o instrumento que los sacramentos tienen, cifrando en la práctica litúrgica o sacramental toda la sustancia y eficacia de su sacerdocio. Y lo más importante es siempre nuestro encuentro personal con Dios, a base de fe, esperanza y caridad, aunque en la presente economía, ese encuentro no puede ser a capricho, sino que supone necesariamente el medio establecido por Dios, que es el sacramento de su Iglesia y el uso de los otros sacramentos. Pero en esta participación sacramental hay que poner mucha vida espiritual, mucha fe y mucho amor.

Cuantos entran a formar parte del sacramento social de la Iglesia y participan de sus sacramentos deben estar penetrados y tener conciencia de la dimensión social que los caracteriza. Su función individual, si es eclesial, debe ser necesariamente social. Todos han de contribuir a la edificación y al perfeccionamiento del Cuerpo místico de Cristo. Y deben contribuir como lo que son, de modo humano; por consiguiente consciente y libremente, activamente.

2. 2.     Sacerdocio cristiano y sacramentos

            Por medios exteriores y visibles quiere Dios que tengamos noticia y posesión de lo espiritual e invisible. La virtud que nos salva brota en primer lugar de la divinidad de Cristo, trámite su humanidad. En segundo lugar, de los sacramentos. Ni la humanidad de Cristo ni los sacramentos obran a modo de causa principal, sino simplemte instrumental. Pero son medios necesarios porque así Dios lo ha establecido. Como medio es también la Iglesia.

Edificados sobre el fundamento de la fe, los sacramentos, por medio de signos exteriores, nos meten en el torrente de la vida divina. Estas señales visibles son garantía de una realidad invisible. Por los signos sacramentales nos hacemos partícipes de los frutos del sacramento de la pasión de Cristo. La pasión de Cristo, de hecho, y la fe en esa pasión, juntamente con la posición de los signos sacramentales, es lo que da eficacia al sacramento. Los sacramentos son medios objetivamente eficaces que, sin embargo, no excluyen, sino que exigen también nuestra activa cooperación. Nuestro óbice voluntario puede neutralizar su acción.

Por analogía con el primer gran sacramento cristiano, Cristo Jesús que dio gloria a Dios y obró nuestra salvación haciéndose sacrificio y sacramento, también los sacramentos tienen una finalidad cultual y otro salvífico. Dar gloria a Dios y santificar al hombre, de ahí la doble finalidad sacramental. En cuanto ordenados al bien del hombre, los signos salvíficos se dicen propiamente sacramento; en cuanto ordenados a la gloria de Dios, son más bien sacrificio. En el centro y ápice de toda la vida sacramental, que es la eucaristía, es donde la doble vertiente sacramental aparece en toda su plenitud y grandiosidad.

En última instancia es siempre Dios quien principalmente nos salva. Primero por mediación del Hombre-Dios inmolándose visible y cruentamente sobre la cruz; luego por mediación de su Iglesia, que perpetúa la acción mediadora de Cristo y nos administra los sacramentos.

2. 3.     Sacerdocio, bautismo y confirmación

Todos los sacramentos pertenecen, al culto de Dios. Son, en efecto, de institución religiosa y actos manifestativos del culto cristiano. En este sentido, todo sacramento, incluso el que no imprime carácter, es participación en el sacerdocio de Cristo, porque su recepción es ya un acto cultual que recibe valor y eficacia del sacrificio sacerdotal de Cristo sobre la cruz.

El carácter bautismal nos configura con Cristo sacerdote, carácter sustancial del Padre, autor y punto de referencia de todo el culto cristiano, en orden al cual se nos dan los caracteres. Por eso se dice que, mediante el carácter, entramos a participar del sacerdocio sacerdotal de Cristo.

El bautismo es, pues, el sacramento de nuestra pertenencia a Cristo y supone nuestra fe en él. He ahí por qué todo bautizado, además de quedar por el carácter incorporado al sacerdocio de Cristo, entrando en el cuerpo sacerdotal de la Iglesia y quedando destinado, como dice el texto conciliar, al culto de la religión cristiana, viene también obligado a “confesar delant de los hombres la “fe que ha recibido de Dios por medio de la Iglesia. Porque sacramento y virtudes deben ayudarse recíprocamente. El que ha sido consagrado cristiano y, hasta cierto punto sacerdote, debe llevar vida santa y hacer de ella un sacerdocio, glorificando a Dios y mirando por el bien de sus hermanos. El carácter sacerdotal recibido está exigiendo en él el estado de gracia para ejercer dignamente su sacerdocio.

Por el sacramento de la confirmación se vinculan los cristianos más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo[13].

En estas palabras de la Constitución se resume la doctrina teológica corriente acera del sacramento de la confirmación. Ellas indican que, por su carácter, la confirmación mira, como ya la palabra misma lo indica, a ratificar y confirmar, la acción sacramental del bautismo.

El carácter confirmante, en efecto, está en la misma línea del bautismo, como lo está la gracia que confiere. Por tanto, no pone en el cristiano una nueva especie de participación sacerdotal. Se limita a consolidar y hacer más expedita y urgente la potencialidad sacerdotal recibida por el bautismo.

Pero crea una urgencia mayor de desplegar una actividad cristiana, como de adulto, no de recién nacido; como de soldado, no simplemente de ciudadano, para profesar la fe privada y públicamente, defendiéndola contra sus enemigos y lanzándose de lleno a las obras de apostolado. Mete oficialmente al cristiano en la vida pública y le impele a una obra de acción y de conquista

2. 4.     Sacerdocio y eucaristía

El sacerdocio común de los fieles es en el misterio eucarístico donde recibe su máxima significación y debe actuarse de manera más cumplida y eficiente.

La razón más profunda estriba en que la miseriosa realidad del Cuerpo Místico, como perpetuación social de la obra redentora de Cristo, ha de mantener la misma línea salvífica guardada en su actuación por el Cristo histórico o personal. Esta línea discurre sobre el plano sacramental de la humanidad del Verbo, ofreciéndose en sacrificio sobre el ara de la cruz, y mereciéndonos la gracia que salva. La Eucaristía ha sido instituida por el mismo Cristo como recuerdo vivo de su pasión[14]; es, frente a la redención aplicada, lo que ha sido la pasión de Cristo frente a la redención causada. La Iglesia, doblaje místico, tiene en el sacrificio de la Misa la realización perenne del sacrificio del Calvario.

En los demás sacramentos fluye una partícula o gota de la gracia. En la eucaristía es la misma fuente de la gracia la que se nos entrega. En aquellos, Cristo se hace sentir con su acción; en esta se nos da en persona[15]. La realidad de este sacramento es la sustancia de Cristo, mientras que la de los otros es un accidente cristiano. Por eso se dice de la eucaristía que es la cifra y compendio de todos los sacramentos.

En ninguno como en él aparece la doble vertiente sacramental de la Iglesia: la que hace vivo el sacrificio, que mira a la gloria de Dios y la que se orienta al sacramento, que mira a los hombres, como medio de salvación.

En la Misa, no sólo el sacerdocio jerárquico, sino también el laical tienen su más genuina y espléndida manifestación con las diferencias y características que a cada cual compete. Para el sacerdocio laical, esa presencia y participación en la Misa es ante todo y casi exclusivamente un rendir culto, según la idea paulina de la epístola a los Hebreos, ofreciendo interna y espiritualmente, en unión con el sacerdote, la víctima santa; para el sacerdocio jerárquico, la actuación sacerdotal es sobre todo y formalmente un “leiturgein”,el desempeño de una función propiamente sacerdotal, que no es un simple rendir culto ni un ofrecer espiritualmente, sino un sacrificar de verdad, poniendo funciones sacerdotales análogas a las que, con respecto a los antiguos sacrificios, ponían los sacerdotes levitas. 

Congregados en torno al altar, damos testimonio visible y público de nuestra solidaridad cristiana participando en el más sublime y significativo acto de culto religioso. Participación a un tiempo visible e invisible, donde ofrecemos y nos ofrecemos, humillamos nuestro cuerpo y presentamos a Dios un corazón obediente y contrito. No se puede honrar dignamente a Dios si en nuestras prácticas sacramentales y litúrgicas no ponemos mucho espíritu interior, trabajando por el perfeccionamiento de nuestra vida.

Por consiguiente, hay que sumar a la acción de Dios nuestra cooperación; junto al rito sacramental nuestro esfuerzo personal; al mérito de nuestra obra hay que añadir el del operante. Es necesario, que todos los fieles consideren como su principal deber y mayor honor participar en el sacrificio eucarístico no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor, que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote[16], cumpliendo lo que dice el apóstol: Tener en vosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús[17]

Los fieles deben sumarse activamente pues para ello les faculta su sacerdocio, al ofrecimiento del Cuerpo místico, ofreciéndolo personalmente como si fuera cosa propia. No es el suyo un ofrecimiento personalmente litúrgico, pero es plenamente sacrificial en virtud de su sacerdocio. La Misa debe ser, para todo cristiano comunidad de oración y comunidad de sacrificio, como debe ser luego comunidad de vida por la comunión, que simboliza la unión de todos los cristianos: porque el pan es uno, somos muchos en un solo cuerpo pues todos participamos de ese único pan[18].

2. 5.     El sacerdocio común y la penitencia

En el Éxodo leemos: Los sacerdotes… que se acercan a Dios santifíquense para que no los castigue[19]. Y en el profeta Joel: Llorarán los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: perdona, Señor, a tu pueblo[20]. Palabras que, aunque dirigidas oportunamente a los sacerdotes propiamente dichos, pueden aplicarse perfectamente también al sacerdocio común de los fieles. El sacerdocio es una cosa santa y santamente debe ser llevada y tratada.

De ahí la necesidad de que todo fiel cristiano, en uso de su sacerdocio, se sienta solidario del santo sacerdocio que en sí participa, llevando una vida santa y llorando con penitencia los pecados contra Dios, que le hizo participar del sacerdocio de Cristo.

Este arrepentimiento y el perdón divino consiguiente quiere el Señor que se ajusten al tenor sacramental de la economía de la gracia. Y para eso está el sacramento de la penitencia. Al recibirlo, todo cristiano ha de saber convertirlo en un verdadero acto de religión, en su aspecto sacrificial o de holocausto a Dios, y en el propiamente sacramental, o de provecho propio, recuperando o acrecentando la gracia por la acción sacramental puesta y las virtudes en ella concurrentes. A esto le invita su sacerdocio. Ninguna ocasión mejor para ofrecerse a sí mismo en sacrificio, humillándose ente Dios en la persona de su ministro, para obrar una verdadera conversión o transmutación de su alma, pasándola de la servidumbre del diablo a la de Cristo, de la tibieza al fervor, del alejamiento de Dios a su acercamiento en el ministro de su Iglesia. Es Jesucristo el que ha dispuesto que la autenticidad de nuestra penitencia y nuestra reconciliación con Dios se sometan a la prueba y a la garantía de la posición del signo sacramental que la Iglesia administra.

2. 6.     Sacerdocio, unción de enfermos y orden

Refiriéndose al sacramento de la unción de enfermos, el ejercicio del sacerdocio común se hace sentir o se manifiesta en primer lugar en la materna solicitud o cuidado, verdaderamente sacerdotal, con que la misma Iglesia se interesa por los que sufren o enferman. Y en uso de su sacerdocio hace oración por los que sufren encomendándoles de un modo especial a Cristo, que padeció y fue luego glorificado. Y esto lo hace singularmente por la unción y la oración de sus ministros o presbíteros[21].

Les exhorta, en consecuencia, a que, puesto que han sido configurados con Cristo por la inserción en su sacerdocio, al quedar constituidos miembros del cuerpo sacerdotal cristiano o cuerpo místico, que es la Iglesia, en su enfermedad o última agonía viven ascéticamente esa su participación sacerdotal[22]

Cristo nos salvó por el ejercicio de su sacerdocio, sacrificándose por nosotros sobre la cruz. De esa su pasión ha brotado y toma fuerza la sacramentalidad del sacerdocio cristiano. Luego es natural que quienes participan del sacerdocio de Cristo lo vivan en constante referencia a esa pasión, ya por el recuerdo afectivo, ya sobre todo por la asimilación vital, apropiándose los sentimientos de Cristo en su pasión, ofreciéndose al Padre en beneficio de su Iglesia [23].

Además aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden sagrado quedan destinados, en el nombre de Cristo, para apacentar la Iglesia con la palabra y la gracia de Dios en nombre de Cristo[24].

Se señalan por estas palabras compendiosas las funciones características de los que participan del sacerdocio jerárquico: predicar y administrar los sacramentos. El ejercicio del sacerdocio común adquiere en ellos auténtica jerarquía y doblado título de urgencia y ejemplaridad. 

Y el Decreto Presbiterorum órdinis dice, refiriéndose a los presbíteros: Por el sacramento del orden, los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote, como miembros con la cabeza para construir y edificar todo su cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal[25].

En el misterio de Cristo histórico o personal, síntesis de lo divino y lo humano, en unidad personal del Verbo, era y fue posible que nuestro gran sacerdote, el sacerdote por esencia, hiciera al mismo tiempo las veces de representante y de parte representada; estuviera como Cabeza de la humanidad representada en la Cabeza.

Pero en el Cristo social o místico, que es la Iglesia, esta síntesis personalista ya no es posible. Precisamente por su condición social porque también el Cristo místico sigue, como el Cristo histórico, concentrado en torno al mismo sacrificio, que ahora se llama eucaristía o Misa.

Para poner este sacrifico, como obra sacerdotal del mismo Cristo, son necesarios cristianos que puedan obrar en la persona de Cristo, haciendo lo mismo que Cristo hizo, aunque de otra manera. Y esto sólo lo da el sacramento del orden. Por él Cristo Nuestro Señor excogitó el medio apropiado para obtener que en el Cuerpo místico o Cristo total perdurara la acción personal del mismo Cristo, ofreciéndose por nosotros en sacrificio. El carácter de la ordenación configura con el sacerdocio del jefe y hace que quienes lo reciben celebren el sacrificio eucarístico como sacrificio a doble título: el sacrificio de Cristo y el sacrificio de su Iglesia.

Como sacrificio del cuerpo místico, el sacrificio de la Misa nos pertenece a todos los cristianos, que, incorporados a la unidad de la Iglesia, con ella y en ella sacrificamos participando del sacerdocio como partes de un todo sacerdotal y fruto de un sacerdocio. Pero, como sacrificio de Cristo, sólo quienes pueden tomar la representación personal de Cristo pueden poner personalmente y en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico. Estos son los sacerdotes, que para eso precisamente reciben el carácter de su ordenación sacerdotal. Por él quedan constituidos con entera verdad ministros o representantes de Cristo. Reciben una configuración con Cristo Cabeza y una reputación oficial para actuar como cabezas del pueblo cristiano.

2. 7.     El sacerdocio común y el matrimonio

Como no podía ser menos, tratándose del pueblo de Dios en general o del común de los cristianos, el Concilio Vaticano II, consagra una atención particular, hablando del ejército del sacerdocio común en los sacramentos, al sacramento del matrimonio.

La razón es bien sencilla. Se trata del sacramento que podríamos decir más típico del estado seglar y donde el sacerdocio seglar tiene más oportunidad para expandirse y manifestarse en una serie de actuaciones que afectan profundamente no sólo a la vida familiar de cada casado, sino también de toda la Iglesia.

El sacramento del matrimonio, dice el Concilio, es como expresión y participación del misterio de la Iglesia, invocando palabras de San Pablo. El apóstol considera al matrimonio como el símbolo o sacramento de la unión de Cristo con su Iglesia. El marido, cabeza de la mujer, representa a Cristo cabeza de la Iglesia[26]. Su unión ha de hacerse a la luz de la misteriosa unión que tienen Cristo y su Iglesia. Este misterio (el del matrimonio) es grande, más yo lo digo en orden a Cristo y su Iglesia[27].

La sacramentalidad del matrimonio consiste en la significación sagrada que recibe el mismo contrato matrimonial, y en su elevación al orden sobrenatural por la gracia que el signo sacramental causa y la ordenación que a lo divino trae todo cristiano por su bautismo. La unión matrimonial de los cristianos es el signo sacramental de la unción de Cristo con su Iglesia. La gracia matrimonial consiste en hacer de los esposos, a través de su unión conyugal, seres más unidos entre sí estando más unidos a Dios. La alianza matrimonial debe ser un remedio de la alianza establecida por Cristo con su Iglesia. Los esposos la representan y deben vivirla. Para ello el rito sacramental les da una gracia particular.

Es por lo que han de valerse de su sacerdocio para hacer de su hogar una pequeña Iglesia, ofreciéndose en holocausto recíproco para santificarse mutuamente por la ordenación de su vida a Dios.

El ejercicio del sacerdocio común tiene tanta mayor razón de ser en la vivencia sacramental del matrimonio cuanto que éste es el único sacramento donde un simple fiel es ministro de su propio sacramento y lo administra como por derecho propio.

La tarea fundamental del matrimonio, como institución natural elevada por Cristo a la categoría de sacramento, consiste en proporcionar nuevos miembros al Cuerpo místico de Cristo, transmitiendo la vida que ha de entrar en comunión con ese Cuerpo por la fe y el sacramento de la regeneración cristiana, que es el bautismo. La sacramentalidad del matrimonio no depende del sacerdocio jerárquico. Es cosa inherente al mismo contrato natural del matrimonio cuando es puesto por hombres en posesión del sacerdocio común por el carácter bautismal. Los mismos contrayentes atraen sobre sí directamente de Cristo la gracia sacramental de su matrimonio o, por mejor decir, convierten su contrato en sacramento, actuando su sacerdocio bautismal. El matrimonio es el único sacramento que no cae directamente bajo el ministerio sacerdotal.

Los casados, por la virtud de su sacerdocio común y la gracia del mismo sacramento que reciben, han de dar un sentido sobrenatural a su unión conyugal y al acto procreador, ordenándolo a su debido fin. La prole es el primer bien del matrimonio. Da permanencia al acto pasajero conyugal.

Los casados, pues, han de saber conjugar en uno los fines todos del matrimonio, haciéndole servir para su propia santificación por la cooperación mutua, y para el bien de la Iglesia por la crianza y educación cristiana de los hijos. Todo a base de amor y espíritu de sacrificio. Así llevarán a pleno rendimiento el ejercicio sacerdotal de su vida cristiana y pondrán en ella la plenitud de significación sacramental y santificadora que tiene su matrimonio en el misterio de Cristo y su Iglesia.


Hna. Florinda Panizo



[1] Hb 5,6; 7,21; 8,6.
[2] 1 Pe 2,4-10.
[3] Hb 8,6.
[4] 1 Co 12,27-30.
[5] Hb 7,15-19.
[6] Sacerdocio puramente humano.
[7] Ex 19,5-6; 1 Pe 2,5.9; Ap 1,6; 5,9-10.
[8] Lc 22,19.
[9] Jn 3,5.
[10] 1 Pe 2,9.
[11] 1 Co 12,12-13.
[12] Ibid., 12,14-26; Ef 4,4-5.
[13] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium nº 11.
[14] Mt 26,26-28.
[15] 1 Co 11,23-25.
[16] Pío XII, Mediator Dei, nº 99.
[17] Fil 2,5.
[18] I Co 10,17; 12,12.
[19] Éx 19,22.
[20] Joel 2,17.
[21] St 5,14-16.
[22] Co 1,24; 1 Pe 4,13.
[23] Ro 8,17; 2 Tim 2,11-12.
[24] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium nº 11.
[25] Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum órdinis nº 12.
[26] Ef 5,23.
[27] Ibid., 5,32.

4 de junio de 2016

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


“Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mi, para que yo lo anunciara a los gentiles”. Así resume el apóstol Pablo la vocación y misión que recibió de Dios y que puso en obra a lo largo de su existencia, no obstante, los contratiempos y dificultades. Pero las palabras del Apóstol deberían también recordarnos que todos y cada uno de nosotros hemos sido objeto del inmenso amor de Dios, y que Él, desde siempre, nos ha escogido y nos ha llamado para confiarnos una misión o una tarea concreta en la vida y en la historia del mundo, sea cual sea su importancia o su modalidad.

Esta elección o/y misión, sin embargo, no supone la anulación de nuestra libertad, porque se trata siempre de una propuesta, de una invitación, que con toda libertad podemos aceptar para colaborar o podemos rechazar sin más. Pero siempre está ahí el amor de Dios que siempre nos sigue, nos acompaña y busca nuestro bien. Conviene insistir desde esta perspectiva, que lo importante no es la función o la tarea que Dios pueda ofrecernos, sino el modo como intentamos llevarla a cabo, aceptando la ayuda de Dios y procurando superar todos los obstáculos que puedan presentarse.

Desde esta perspectiva del proyecto de Dios para cada uno de nosotros, conviene leer hoy los relatos de la primera lectura y del evangelio. En la lectura del primer libro de los Reyes, encontramos al profeta Elías que, con intensa plegaria, solicita de Dios que devuelva la vida al hijo de la mujer de Sarepta, que tan generosamente le había acogido durante su exilio. En el evangelio, Jesús, en sus correrías por tierras palestinas, se cruza con un entierro y, conmovido por el dolor de una madre viuda, devuelve con un simple gesto, la vida al hijo de las lágrimas.

Los dos acontecimientos provocan acciones de gracias a Dios. La mujer de Sarepta dice con sencillez a Elías: «Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad». Mientras que la multitud que seguía a Jesús, sobrecogida, da gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». De hecho, los dos hijos de estas mujeres han sido objeto de un favor de Dios, que, al devolverles la vida temporal, les invita a ser testigos de la bondad divina y susciten un canto de agradecimiento al Dios siempre dispuesto a salvar. 

Cuando se habla de estos dos episodios a menudo se utiliza el término “resurrección”, pero, en realidad los dos jóvenes no “resucitaron” sino que recuperaron simplemente la vida temporal en espera de dejarla más adelante de nuevo y de modo definitivo, en espera de la verdadera resurrección que, gracias a Jesús, tendrá lugar al final de los tiempos.

No estará de más recordar que, para el cristiano la muerte mantiene, sin perder su densidad dra­mática, una real dimensión de esperanza en la resurrección. Fin de una vida, la muerte es también nacimiento a una nueva vida, de cualidad incompa­rablemente superior. Para entenderlo se puede pensar en lo que sucede al recién nacido que, al abandonar la vida escondida en el seno de su madre, abre sus ojos a la luz del día para iniciar una nueva vida superior. Jesús, para bien de todos los hombres, aceptó pasar por el sufrimiento y la muerte, para vencerlos y conducirnos con él a la vida que ya no tendrá fin.



28 de mayo de 2016

Solemnidad del Corpus Cristi -Ciclo C-


            “Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, pronunció la bendición, los partió y se los dió. Comieron todos y se saciaron”. El relato del evangelio de Lucas aunque aparentemente adopta la forma de crónica de lo que sucedió en aquel atardecer, de hecho trasciende los hechos concretos y adopta un lenguaje que refleja las preocupaciones teológicas, pastorales y litúrgicas de la comunidad a la que va dirigido el texto. Más que una instantanea de lo sucedido, encontramos el esquema de las celebraciones cristianas, que desde la Resurrección de Jesús se han ido repitiendo hasta hoy. El gesto obrado por Jesús no pretende únicamente acallar el hambre de aquella gente, ávida de sus enseñanzas, sino que es un signo para inculcar de modo efectivo un mensaje válido también para nosotros.

            Es interesante detenerse a examinar algunos particulares que el evangelista ha transmitido. La indicación de la caída de la tarde alude a la costumbre judía de la cena vespertina, recogida después por los cristianos para celebrar la cena del Señor. La iniciativa de los apóstoles de recordar a Jesús la hora avanzada y la necesidad de proveer a la refección de la gente, da pie al consejo de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Ésta será la misión específica primero de los apóstoles y después de los ministros de la Iglesia: dar de comer, saciar el hambre del pueblo creyente, partir para él tanto el pan de la palabra como el pan eucarístico. La invitación a sentarse en grupos de cincuenta alude a los israelitas durante su éxodo por el desierto: el nuevo Israel se prepara a realizar su pe-regrinaje hacia el Reino, alimentado por un pan capaz de dar vida y no por un maná frágil y perecedero.

            Celebrar la Eucaristía no puede reducirse simplemente a un acto de culto. El rito eucarístico reclama ser convertido en vida. Los que participamos de un único pan y de un único cáliz estamos llamados a compartir todo lo demás, como expresión real del mandamiento nuevo de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. A los cristianos de Corinto que se reunían pa-ra celebrar la cena del Señor, mientras los ricos abundaban y los pobres pasaban necesidad, san Pablo les decía claramente: “Así no tiene sentido comer la cena del Señor”.

            Lucas, en su relato, utiliza las mismas fórmulas que, el Jueves Santo, Jesús utilizará en el Cenáculo, y, después de él, la Iglesia ha repetido diariamente hasta hoy en sus celebraciones: “Tomó el pan, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, se lo dio a los discípulos y comieron todos”. Aquella pradera anuncia el Cenáculo, así como a tantos otros lugares de culto, ya se trate de espléndidas iglesias, ya de sencillos oratorios, ya de rincones escondidos que, sobre todo en momentos de persecución, han servido para el encuentro de los creyentes a fin de repitir el rito cristiano de la fracción del pan, de la Eucaristía, que es el centro de la vida de la Iglesia, su fuente y su fuerza, el gesto que hace sacramentalmente la Iglesia.

            Decía san Pablo: “Cada vez que coméis este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor”. Jesús salvó a los hombres de la muerte y del pecado muriendo en la Cruz y resucitando del sepulcro. Esta realidad no es un hecho pasado. Está siempre activo. Celebrando la Eucaristía, anunciamos, hacemos presente esta muerte y esta resurrección del Señor, hasta que vuelva glorioso al final de los tiempos. La Eucaristía no es un rito mágico sino un acto celebrativo que exige fe y participación, pide adoración y compromiso de vida, que nos permite comulgar con la salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, asumirla para traducirla en vida en el quehacer diario.


            Sintiéndonos vinculados con Jesús por la nueva y definitiva alianza que supone la Eucaristía, trabajemos para establecer una comunión de paz, libertad, verdad y justicia con todos nuestros hermanos, y, conscientes de formar parte del único cuerpo de Cristo, crezcamos en la solidariedad con todos, especialmente con aquellos más necesitados. De esta manera se hará realidad lo que significa el misterio de la Eucaristía, es decir la fraternidad que Jesús quiere de todos los hombres por los cuales no ha dudado en ofrecerse como víctima agradable a Dios.

20 de mayo de 2016

Domingo de la Santisima Trinidad -Ciclo C-

            
             “Estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Así el apóstol san Pablo, escribiendo a los cistianos de Roma, resumía el contenido de la fe en Dios, uno y trino, que profesamos los que nos llamamos cristianos. Pero, en la realidad en medio de la cual vivimos, confesarse cristiano y actuar según el evangelio de Jesús se hace cada vez más problemático. En efecto, la técnica, el progreso, el consumo y el bienestar ocupan preferentemente el pensamiento y el deseo de los hombres, reduciendo cada vez más el espacio que podría ser reservado para Dios.

            Quien conoce la historia de la humanidad sabe bien que, a lo largo de los siglos, los pueblos han rendido homenaje a divinidades de todo tipo. La Biblia, que los cristianos hemos heredado del pueblo israelita y que consideramos como palabra revelada de Dios, cuenta las vicisitudes del culto del único Dios, creador del universo. Como afirmamos los cristianos, el Dios único de Israel, ha enviado a su Hijo para que se hiciese hombre y ofreciese a los hombres poder ser hijos de Dios, enseñándoles que la plenitud de la voluntad divina se encuentra expresada en el precepto del amor. Este ha sido el mensaje que la Iglesia cristiana ha intentado comunicar a la humanidad, con más o menos éxito.

            En estos últimos siglos, la humanidad, al experimentar el aumento de su influencia en el dominio de la creación, ha sentido cada vez menos la necesidad de depender de un ser superior en cuyas manos estaría la suerte de todo y de todos. De esto resulta que, al mismo tiempo que se tiende a rechazar un Dios único y salvador, se experimenta la existencia de ídolos en el mundo a los que se dedica atención y tiempo, dinero y energía y ante los cuales muchos sacrifican incluso sus vidas.

            Por esta razón, urge plantearnos seriamente: ¿En qué Dios creemos, a quién adoramos? La fe no es un impulso ciego, que arrastra casi sin querer, ni tampoco se opone a la inteligencia. Conviene esforzarnos en percibir el objeto de nuestras creencias, el mensaje de vida y esperanza que puede proponernos y conformar nuestra vida a estas exigencias. Si aceptamos el Dios de la verdad, el que se ha revelado en el ámbito de Israel primero y de la Iglesia después, no podemos tratarlo como de pasada, superficialmente, dedicándole escasa atención y el menos tiempo posible Cuando no se cree en Dios de todo corazón, con todas las fuerzas, estamos abiertos a creer en otras realidades que no son capaces de salvar pero sí que esclavizan y dominan, a veces de modo despiadado.

            El que lee la Escritura, que contiene el plan de Dios para salvar a la humanidad por su Hijo Jesús, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, puede aceptar con gozo esta buena nueva y conformar su vida y actividad según el evangelio. Pero puede también examinar los libros sagrados con los métodos de la crítica textual y desmenuzarlos hasta diluir el mensaje salvífico. El que bucea en la historia de la humanidad puede discernir las intervenciones divinas que han ido configurando y orientando la vida y la actividad de los hombres, pero puede también rechazar cualquier dimensión transcendente y pretender reducir lo que es la acción del Espíritu a mera superstición retrógrada.

            Reflexionemos seriamente sobre nuestra fe. Tomemos una vez por todas una determinación, y contando con la gracia divina, confesemos con la mente y el corazón el Dios uno y trino, que es el Dios verdadero, el Dios que ama, el Dios que salva a los que creen en él.


14 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


         “Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros”. El evangelio evoca de nuevo el atardecer del día de Pascua, cuando Jesús se presentó en el cenáculo donde se hallaban reunidos por miedo de los judíos sus discípulos. El desánimo y la frustración que les había causado la pasión y muerte de Jesús, se transformó en alegría y gozo inenarrables al constatar que el Maestro vivía, que estaba de nuevo entre ellos. Jesús ha cumplido su misión y regresa al Padre, y, después de comunicar a los suyos su paz, la paz que sólo Dios puede dar y que es muy distinta de la que acostumbra a dar el mundo, encarga a quienes le han seguido la misma misión que el Padre le había encomendado, la de anunciar a los hombres que Dios ofrece el perdón de los pecados y que los perdona realmente.

            Hablar de perdón de los pecados no solamente no suscita excesivo interés, sino que puede parecer fuera de tono en una solemnidad como la de Pentecostés. Pero los evangelios insisten en que Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a los justos; que ha venido a reconciliar al hombre con Dios, a introducirlo en la amistad e intimidad con el Padre. La Escritura enseña que el hombre, desde el principio, no aceptó obedecer a Dios y quedó separado de su amistad. Para reparar esta situación, Dios ha mandado a su Hijo, a Jesús, para establecer el contacto y reanudar la amistad entre Dios y los hombres, y también para crear un nuevo tipo de relación entre los mismos hombres, al servicio de la verdad, de la justicia y del amor.

            Y como remedio para vencer al pecado, Jesús ofrece el don del Espíritu Santo, del mismo Espíritu de Dios, de aquel Espíritu que en la creación planeaba sobre las aguas para suscitar la vida en el universo; el Espíritu que, al llegar la plenitud de los tiempos, llevó a cabo en el seno de María la encarnación del Hijo de Dios, el hombre Jesús. Este mismo Espíritu de Dios transforma al hombre, lo purifica de sus pecados, lo hace hijo de Dios, lo convierte en templo viviente, y por el Espíritu, el mismo Dios gusta habitar en el hombre.

            Este don del Espíritu, que los discípulos recibieron en la tarde de Pascua, fue comunicado pública y solemnemente cincuenta días después, precisamente en la mañana del domingo de Pentecostés. Lucas recordaba en la primera lectura como la fuerza del Espíritu, en forma de lenguas de fuego, llenó a los discípulos de Jesús. Aquellos hombres débiles y temerosos que demostraron su pusilanimidad en el momento de la pasión, ahora, vigorizados por el Espíritu y superado todo temor humano, no dudan en lanzarse a predicar la buena nueva. El portento que Lucas insinúa como acaecido en la mañana de Pentecostés por obra del Espíritu, se ha hecho palpable en la construcción de la Iglesia, que hoy se extiende por todo el mundo, prueba indiscutible de la acción del Espíritu.

            Pero esta estructura que llamamos Iglesia y que detenta una real influencia en el mundo de los hombres sólo tiene sentido en la medida en que está animada por el Espíritu de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, describía la Iglesia como el cuerpo de Cristo, es decir, la asamblea de los que creen en Jesús, de aquellos que han sabido abrir su corazón para acoger al Espíritu y se dejan guiar por él. En esta iglesia, en esta asamblea, reconocía el apóstol, hay diversidad de dones, de ministerios, de funciones. Toda esta variedad ha de servir para bien de todos, pero la razón última, el motor que mantiene viva esta realidad es el Espíritu de Dios. Y Pablo nos da como señal para que podamos reconocer la presencia del Espíritu precisamente el hecho de confesar que Jesús es el Señor, que es el Mesías enviado por el Padre para la salvación del mundo.

7 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO


¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. San Lucas, al recordar la Ascensión de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda que los discípulos, cuando perdieron de vista a Jesús, se quedaron mirando al cielo, pero recibieron la amonestación de no quedarse en el pasado, sino abrirse a la realidad nueva que comienza. En efecto, la Ascensión de Jesús invita a vencer tanto la tentación de una nostalgia del pasado y la de una  idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de mantenerla. Desde ahora no podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. Por otra parte, la manifestación futura del reino y las características de su realización son un secreto que el Padre se ha reservado. A nosotros nos queda la tarea del presente, la de continuar anunciando con la vida y las palabras el misterio de  Jesús, ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios nos ofrece.

            Cuando se trata de describir la realidad de la Ascensión de Jesús, san Lucas se muestra sobrio, ahorrando detalles que quizás podríamos desear. “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”, decía el texto de los Hechos de los Apóstoles. “Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo”, indicaba el evangelio. En realidad, lo que interesa al evangelista es lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, Lucas recuerda como Jesús se entretiene con sus discípulos, dándoles pruebas de que, a pesar de su muerte en cruz, está vivo. Les habla del reino de Dios, y les explica cómo las Escrituras anunciaban el misterio de su muerte y re-surrección y les prepara para la misión que les había encomendado. Su retorno al Padre comporta el término de su presencia tangible en medio de sus discípulos, pero la tristeza que causará la separación será compensada por la fuerza de lo alto con que han de ser revestidos, el don del Espíritu, el bautismo de fuego que han de recibir, para ser sus testigos y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todos los hombres.

            Con la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, terminado el tiempo de la visión, inicia el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la fe. Ahora, en efecto ya no vemos al Señor de forma visible, pero sabemos que Jesús continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo. Su anterior presencia, visible y familiar, se transforma en invisible y santificadora. Jesús está presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, donde se proclama su Palabra, donde se celebran sus sacramentos, donde se ora al Padre en espíritu y verdad, donde se ejerce la caridad, donde hay fe y esperanza, donde se trabaje para construir un mundo más humano y justo. Cambia la modalidad de la presencia, pero no la realidad que es la misma, si bien sólo se percibe con los ojos de la fe.

            El mundo en el que vivimos, con sus alegrías y con sus dramas, con sus exigencias y sus problemas, focaliza la atención de todos, y parece que no queda margen para hablar del cielo. Decir que Jesús sube al cielo, no es una evasión, no es un alejarse de las preocupaciones reales de cada día, sino que es una forma de profesar nuestra fe, de afirmar que Él es Dios y está junto al Padre, y que nos aguarda para compartir con nosotros su vida y su gloria, en la medida en que nos comprometamos a trabajar, viviendo en la fidelidad al Evangelio, en la construcción de un mundo más humano y más justo.


30 de abril de 2016

DOMINGO VI DE PASCUA -Ciclo C-



    "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Con estas palabras los responsables de la naciente Iglesia ponían término a un un problema serio que se había planteado con la evangelización de los no judíos y que encerraba serias consecuencias para el futuro del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre para salvar a la humanidad, había nacido en Israel, y había asumido las características de aquel pueblo. Jesús nació y vivió como judío y los valores culturales y religiosos de Israel jugaron un papel importante en su vida y  también en la actividad de sus primeros discípulos.

            Pero la fuerza del Evangelio empezó a propagarse entre los paganos, hubo quien pretendió imponer a los que se convertían del paganismo la práctica de la ley mosaica. De haber prevalecido esta pretensión el futuro de la Iglesia hubiera quedado hipotecado. La reunión de Jerusalén ratificó el abandono de costumbres y leyes judías, garantizando así la libertad cristiana. Así la Iglesia pudo cumplir la misión propia que se le había asignado para ofrecer a todos el don de la salvación.

            Este episodio de la historia cristiana debería initarnos a revisar nuestra mentalidad, para salvaguardar la verdadera libertad cristiana y saber dejar sin nostalgias cuanto pueda ser caduco por no ser esencial. No siempre se ha hecho así y la Iglesia ha sufrido por ello, al dar importancia a elementos accidentales, descuidando la esencia del mensaje de Jesús. Ésto puede ayudar a entender mejor lo que Jesús proclama con énfasis en el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Estas palabras de Jesús son una magnífica aunque exigente definición del discípulo de Jesús. Los cristianos hemos sido escogidos para amar y para dar testimonio del mandamiento del amor en medio del mundo.

            Vivimos en un mundo en el cual reina el egoismo, el odio entre hermanos, las guerras que matan, las violencias que desgarran, el hambre que destroza tantas vidas, las enfermedades que desfiguran cuerpos y almas, y tantas y tantas injusticias que provocan lágrimas y sufrimientos innecesarios. A lo largo de la historia, los cristianos a menudo hemos olvidado la misión que nos ha sido confiada de ser heraldos del amor. Muchas veces, por defender ciertos modos de opinar, por querer que los demás sigan nuestra propia interpretación del evangelio, hemos conculcado el precepto del amor, hemos elevado murallas que separan en lugar de remover obstáculos y crear espacios abiertos, en los que, fundamentados en la verdad y el amor, podamos trabajar todos juntos para llegar a la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.

            Ser heraldos del amor de Jesús es un ideal exigente pero no imposible, en cuanto contamos con el Espíritu de Jesús que se nos da como don. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, dice Jesús. Encontramos a veces personas quemadas por las dificultades de la vida, que se sienten incapaces de esperar, que se resisten a creer que quede aún la posibilidad de algo nuevo, positivo. Hemos de vencer nuestra desconfianza y apostar por ser cristianos y por lo tanto de seguir el camino que Jesús nos ha señalado, de asumir las exigencias del bautismo que hemos recibido, de dejarnos guiar por el Espíritu que puede enseñárnoslo todo y recordarnos todo lo que Jesús predicó y prometió. La paz que Jesús nos ofrece nos asegura la fuerza para ser testigos del verdadero amor entre los hombres nuestros hermanos, para vivir en toda su plenitud y significado la libertad con que Jesús nos ha libertado con su muerte y su ressurrección.

23 de abril de 2016

DOMINGO V DE PASUA -Ciclo C-


“Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. Este fragmento del Apocalipsis, que leemos en este domingo, es un mensaje de esperanza, destinado a hacer comprender cuánto Dios quiere realizar en bien de la humanidad, para lo que reclama y espera nuestra colaboración. La nueva creación aparece como obra llevada a cabo por el mismo Dios, como expresión de su amor por la humanidad, como superación de todo lo caduco y adverso que pueda oscurecer la vida en esta tierra. Dios quiere renovar el mundo, la vida, los hombres y para ellos ha puesto en marcha el misterio de Jesús, que es el principio que hace posible toda renovación. Sería una equivocación pensar que esta nueva realidad vendrá de golpe, sin esfuerzo de nuestra parte. Nada más lejos de la realidad. Las otras dos lecturas ayudan a entender la dinámica de esta obra renovadora de Dios.

            Cuando Judas sale del cenáculo para entregar a los sacerdotes y demás autoridades judías al Maestro, éste, consciente de lo que le espera, trata de explicar a los apóstoles la auténtica dimensión de lo que se avecina: será entregado en manos de sus enemigos, juzgado y torturado, para terminar clavado en la cruz, en la que consumará su vida y su ministerio. Jesús interpreta estos hechos de modo muy diferente de como los veríamos nosotros. La pasión de Jesús no es un final ignominioso sino el paso de la muerte a la vida. Como hombre temblará ante esta hora, y en la oración del huerto llegará a pedir que aparte este cáliz: pero acepta el designio del Padre y se abandona en sus manos, porque está seguro de que el Padre le ama con un amor capaz de triunfar incluso sobre la misma muerte y, al mismo tiempo sabe que su entrega es necesaria para la salvación de los hombres, por quienes se ha hecho hombre. Esta entrega sin límites confirma la palabra con que Jesús indica la novedad que puede y debe cambiar al mundo, el gran don que Dios hace a la humanidad: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”.

            La muerte de Jesús en la cruz crea una situación nueva para aquellos que han creído en él. Han sido escogidos, llamados para transformar el mundo, como levadura que ha de hacer fermentar la masa, no como individuos aislados, sino como grupo compacto, como Iglesia, cuerpo de Jesús. Y como única fuerza para llevar a cabo esta tarea se les da el mandamiento del amor: “Amaos unos a otros”. El nuevo mandamiento del amor es la fuerza que les ayudará a contemplar y asumir el escándalo de la cruz, así como las dudas de la resurrección. Por esta fuerza habrán de lanzarse a la predicación del mensaje de Jesús, sabiendo, como Pablo y Bernabé decían a las comunidades que habían organizado, que hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.


            Es para renovar el mundo que Jesús dice: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros”. Desde una lógica humana, el concepto de mandamiento no encaja demasiado con el del amor, ya que el amor entraña libertad, espontaneidad. Nadie, ni el más potente dictador de la historia, ha imaginado que podía imponer el amor por ley, por norma, porque el amor no puede ser una obligación impuesta desde fuera. Pero Jesús se atreve a decirnos que nos deja el mandamiento del amor. Y añade una precisión importante: “Como yo os he amado”. Nuestro Dios no nos hace violencia, no nos fuerza con armas o con condicionamientos psicológicos: simplemente nos deja su ejemplo, marcha ante nosotros con su amor, nos señala un camino, respetando nuestra libertad. Si queremos ser sus discípulos hemos de vivir según esta norma, siguiendo este ejemplo. Entonces, y solo entonces podrá aparecer esta realidad nueva que Jesús ha venido a inaugurar entre los hombres. 


16 de abril de 2016

DOMINGO IV DE PASUA -Ciclo C -



       “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen”. La imagen del pastor aparece a menudo en el Antiguo Testamento para mostrar el interés y el cuidado con que Dios se ocupa de su pueblo. Y la Iglesia, desde los primeros siglos ha visto plasmada en este símbolo la realidad del misterio pascual de Jesús, que dio su vida por sus ovejas. Sin embargo es necesario recordar que el Pastor bíblico no asemeja en nada a las dulzonas representaciones a que estamos acostumbrados, mostrando un hombre de bucles dorados llevando entre sus brazos una blanca oveja. Nuestro Pastor es algo mucho más serio y exigente.

            El fragmento del evangelio de san Juan que leemos hoy contiene unas afirmaciones densas de contenido. Tres se refieren a las ovejas: escuchan mi voz - me siguen - no perecerán para siempre, y tres que se refieren al pastor: Las conozco - les doy la vida eterna - nadie las arrebatará de mi mano. Estas sentencias definen la relación entre Jesús y quienes creen en él.

            En primer lugar se afirma que las ovejas escuchan la voz del Pastor. En la Escritura, escuchar significa algo más que el hecho material de oir una palabra pronunciada. Se puede oir sin escuchar. Escuchar en sentido bíblico lleva consigo una aceptación, significa responder a la palabra pronunciada. Quien quiere ser oveja de Jesús cree en su palabra, se compromete a seguirlo, no se deja engañar por las voces de otros que intentan hacerse pasar por pastores pero que no son sino ávidos mercenarios que sólo desean aprovecharse de las incautas ovejas. Y el que sigue a Jesús, el que le da la mano y se fía de sus palabras, no se perderá, pues es Dios mismo que garantiza el éxito de esa confianza.

            Y Jesús, para confirmar esta confianza dice que él conoce a sus ovejas. De nuevo hay que recurrir a la Biblia para comprender toda la fuerza del término conocer. No se trata de un conocimiento superficial, anecdótico, sino que reclama una relación, una comunidad de vida hecha de amor y donación mutua. Jesús nos conoce porque nos ha llamado a la vida, nos mantiene en la existencia y quiere completar esta obra ofreciéndonos la vida eterna, aquella vida que permanece más allá de la muerte. Por esto, nadie ni nada puede arrebatar de la mano de Jesús, de la mano del mismo Padre, a quienes, por gracia de Dios, han sabido responder a la invitación del Pastor supremo.

            La lectura del Apocalipsis repite el mismo mensaje en una visión rica de imágenes y colorido. Una multitud inmensa, de toda nación, raza, pueblo y lengua, revestida con blancos ropajes, sigue al Cordero que es a la vez pastor, hacia las fuentes de aguas vivas, después de haber superado las tribulaciones de la vida en virtud de la sangre derramada por Jesucristo.

            Aceptar el mensaje de Jesús Buen Pastor no es una invitación a vivir una experiencia de idilio bucólico, sino a participar en un rudo combate que supone confrontarse constante con la palabra de Dios, aceptando la renuncia de cuanto se opone a la misma, ser testigo fiel y audaz, por la fuerza y la valentía que comunica el mismo Espíritu Santo, sin temer incluso, cuando se presente, la persecución. En este caminar no estamos solos: Jesús, a la vez Cordero y Pastor, nos guía, nos señala el camino, nos conforta.

            Una última reflexión: Hablar de pastores y rebaños encierra un peligro, ya que es fácil relacionar el término “pastor” conun cierto  autoritarismo y el término “rebaño” entenderlo en modo peyorativo, como si se tratase de conculcar el valor de la persona. Nuestro Pastor no busca dominar: se entrega para salvar. Ser oveja de Jesús no es renunciar a la razón o a la personalidad, sino que es respuesta hecha de amor y entrega libre al designio de salvación querido por Dios Padre, que no busca otra cosa que el bien y la felicidad de todos los hombres.