“Jesús, tomando los cinco panes y
los dos peces, pronunció la bendición, los partió y se los dió. Comieron todos
y se saciaron”. El relato del evangelio de Lucas aunque aparentemente adopta la
forma de crónica de lo que sucedió en aquel atardecer, de hecho trasciende los
hechos concretos y adopta un lenguaje que refleja las preocupaciones
teológicas, pastorales y litúrgicas de la comunidad a la que va dirigido el
texto. Más que una instantanea de lo sucedido, encontramos el esquema de las
celebraciones cristianas, que desde la Resurrección de Jesús se han ido
repitiendo hasta hoy. El gesto obrado por Jesús no pretende únicamente acallar
el hambre de aquella gente, ávida de sus enseñanzas, sino que es un signo para
inculcar de modo efectivo un mensaje válido también para nosotros.
Es interesante detenerse a examinar algunos
particulares que el evangelista ha transmitido. La indicación de la caída de la
tarde alude a la costumbre judía de la cena vespertina, recogida después por
los cristianos para celebrar la cena del Señor. La iniciativa de los apóstoles
de recordar a Jesús la hora avanzada y la necesidad de proveer a la refección
de la gente, da pie al consejo de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Ésta será
la misión específica primero de los apóstoles y después de los ministros de la
Iglesia: dar de comer, saciar el hambre del pueblo creyente, partir para él
tanto el pan de la palabra como el pan eucarístico. La invitación a sentarse en
grupos de cincuenta alude a los israelitas durante su éxodo por el desierto: el
nuevo Israel se prepara a realizar su pe-regrinaje hacia el Reino, alimentado
por un pan capaz de dar vida y no por un maná frágil y perecedero.
Celebrar la Eucaristía no puede
reducirse simplemente a un acto de culto. El rito eucarístico reclama ser
convertido en vida. Los que participamos de un único pan y de un único cáliz
estamos llamados a compartir todo lo demás, como expresión real del mandamiento
nuevo de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. A los cristianos de Corinto
que se reunían pa-ra celebrar la cena del Señor, mientras los ricos abundaban y
los pobres pasaban necesidad, san Pablo les decía claramente: “Así no tiene
sentido comer la cena del Señor”.
Lucas, en su relato, utiliza las
mismas fórmulas que, el Jueves Santo, Jesús utilizará en el Cenáculo, y,
después de él, la Iglesia ha repetido diariamente hasta hoy en sus
celebraciones: “Tomó el pan, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición,
se lo dio a los discípulos y comieron todos”. Aquella pradera anuncia el
Cenáculo, así como a tantos otros lugares de culto, ya se trate de espléndidas
iglesias, ya de sencillos oratorios, ya de rincones escondidos que, sobre todo
en momentos de persecución, han servido para el encuentro de los creyentes a
fin de repitir el rito cristiano de la fracción del pan, de la Eucaristía, que
es el centro de la vida de la Iglesia, su fuente y su fuerza, el gesto que hace
sacramentalmente la Iglesia.
Decía san Pablo: “Cada vez que
coméis este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor”. Jesús
salvó a los hombres de la muerte y del pecado muriendo en la Cruz y resucitando
del sepulcro. Esta realidad no es un hecho pasado. Está siempre activo. Celebrando
la Eucaristía, anunciamos, hacemos presente esta muerte y esta resurrección del
Señor, hasta que vuelva glorioso al final de los tiempos. La Eucaristía no es
un rito mágico sino un acto celebrativo que exige fe y participación, pide
adoración y compromiso de vida, que nos permite comulgar con la salvación que
Dios nos ofrece en su Hijo, asumirla para traducirla en vida en el quehacer
diario.
Sintiéndonos vinculados con Jesús
por la nueva y definitiva alianza que supone la Eucaristía, trabajemos para
establecer una comunión de paz, libertad, verdad y justicia con todos nuestros
hermanos, y, conscientes de formar parte del único cuerpo de Cristo, crezcamos
en la solidariedad con todos, especialmente con aquellos más necesitados. De
esta manera se hará realidad lo que significa el misterio de la Eucaristía, es
decir la fraternidad que Jesús quiere de todos los hombres por los cuales no ha
dudado en ofrecerse como víctima agradable a Dios.
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