“Aquel que
me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar
a su Hijo en mi, para que yo lo anunciara a los gentiles”. Así resume el
apóstol Pablo la vocación y misión que recibió de Dios y que puso en obra a lo
largo de su existencia, no obstante, los contratiempos y dificultades. Pero las
palabras del Apóstol deberían también recordarnos que todos y cada uno de
nosotros hemos sido objeto del inmenso amor de Dios, y que Él, desde siempre, nos
ha escogido y nos ha llamado para confiarnos una misión o una tarea concreta en
la vida y en la historia del mundo, sea cual sea su importancia o su modalidad.
Esta
elección o/y misión, sin embargo, no supone la anulación de nuestra libertad, porque
se trata siempre de una propuesta, de una invitación, que con toda libertad
podemos aceptar para colaborar o podemos rechazar sin más. Pero siempre está
ahí el amor de Dios que siempre nos sigue, nos acompaña y busca nuestro bien. Conviene
insistir desde esta perspectiva, que lo importante no es la función o la tarea
que Dios pueda ofrecernos, sino el modo como intentamos llevarla a cabo,
aceptando la ayuda de Dios y procurando superar todos los obstáculos que puedan
presentarse.
Desde esta
perspectiva del proyecto de Dios para cada uno de nosotros, conviene leer hoy
los relatos de la primera lectura y del evangelio. En la lectura del primer
libro de los Reyes, encontramos al profeta Elías que, con intensa plegaria,
solicita de Dios que devuelva la vida al hijo de la mujer de Sarepta, que tan
generosamente le había acogido durante su exilio. En el evangelio, Jesús, en
sus correrías por tierras palestinas, se cruza con un entierro y, conmovido por
el dolor de una madre viuda, devuelve con un simple gesto, la vida al hijo de
las lágrimas.
Los dos
acontecimientos provocan acciones de gracias a Dios. La mujer de Sarepta dice con
sencillez a Elías: «Ahora reconozco que eres un
hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad». Mientras que
la multitud que seguía a Jesús, sobrecogida, da gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido
entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». De hecho, los dos hijos de estas
mujeres han sido objeto de un favor de Dios, que, al devolverles la vida temporal,
les invita a ser testigos de la bondad divina y susciten un canto de
agradecimiento al Dios siempre dispuesto a salvar.
Cuando se
habla de estos dos episodios a menudo se utiliza el término “resurrección”, pero,
en realidad los dos jóvenes no “resucitaron” sino que recuperaron simplemente
la vida temporal en espera de dejarla más adelante de nuevo y de modo definitivo,
en espera de la verdadera resurrección que, gracias a Jesús, tendrá lugar al
final de los tiempos.
No estará de
más recordar que, para el cristiano la muerte mantiene, sin perder
su densidad dramática, una real dimensión de esperanza en la resurrección. Fin
de una vida, la muerte es también nacimiento a una nueva vida, de cualidad
incomparablemente superior. Para entenderlo se puede pensar en lo que sucede al
recién nacido que, al abandonar la vida escondida en el seno de su madre, abre
sus ojos a la luz del día para iniciar una nueva vida superior. Jesús, para
bien de todos los hombres, aceptó pasar por el sufrimiento y la muerte, para vencerlos
y conducirnos con él a la vida que ya no tendrá fin.
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