“Estamos en paz con Dios,
por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Así el apóstol
san Pablo, escribiendo a los cistianos de Roma, resumía el contenido de la fe
en Dios, uno y trino, que profesamos los que nos llamamos cristianos. Pero, en
la realidad en medio de la cual vivimos, confesarse cristiano y actuar según el
evangelio de Jesús se hace cada vez más problemático. En efecto, la técnica, el
progreso, el consumo y el bienestar ocupan preferentemente el pensamiento y el
deseo de los hombres, reduciendo cada vez más el espacio que podría ser
reservado para Dios.
Quien conoce la historia
de la humanidad sabe bien que, a lo largo de los siglos, los pueblos han
rendido homenaje a divinidades de todo tipo. La Biblia, que los cristianos
hemos heredado del pueblo israelita y que consideramos como palabra revelada de
Dios, cuenta las vicisitudes del culto del único Dios, creador del universo.
Como afirmamos los cristianos, el Dios único de Israel, ha enviado a su Hijo
para que se hiciese hombre y ofreciese a los hombres poder ser hijos de Dios,
enseñándoles que la plenitud de la voluntad divina se encuentra expresada en el
precepto del amor. Este ha sido el mensaje que la Iglesia cristiana ha
intentado comunicar a la humanidad, con más o menos éxito.
En estos últimos siglos, la
humanidad, al experimentar el aumento de su influencia en el dominio de la
creación, ha sentido cada vez menos la necesidad de depender de un ser superior
en cuyas manos estaría la suerte de todo y de todos. De esto resulta que, al
mismo tiempo que se tiende a rechazar un Dios único y salvador, se experimenta
la existencia de ídolos en el mundo a los que se dedica atención y tiempo,
dinero y energía y ante los cuales muchos sacrifican incluso sus vidas.
Por esta razón, urge
plantearnos seriamente: ¿En qué Dios creemos, a quién adoramos? La fe no es un
impulso ciego, que arrastra casi sin querer, ni tampoco se opone a la
inteligencia. Conviene esforzarnos en percibir el objeto de nuestras creencias,
el mensaje de vida y esperanza que puede proponernos y conformar nuestra vida a
estas exigencias. Si aceptamos el Dios de la verdad, el que se ha revelado en
el ámbito de Israel primero y de la Iglesia después, no podemos tratarlo como
de pasada, superficialmente, dedicándole escasa atención y el menos tiempo
posible Cuando no se cree en Dios de todo corazón, con todas las fuerzas,
estamos abiertos a creer en otras realidades que no son capaces de salvar pero
sí que esclavizan y dominan, a veces de modo despiadado.
El que lee la Escritura,
que contiene el plan de Dios para salvar a la humanidad por su Hijo Jesús,
muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, puede aceptar con gozo
esta buena nueva y conformar su vida y actividad según el evangelio. Pero puede
también examinar los libros sagrados con los métodos de la crítica textual y
desmenuzarlos hasta diluir el mensaje salvífico. El que bucea en la historia de
la humanidad puede discernir las intervenciones divinas que han ido configurando
y orientando la vida y la actividad de los hombres, pero puede también rechazar
cualquier dimensión transcendente y pretender reducir lo que es la acción del
Espíritu a mera superstición retrógrada.
Reflexionemos seriamente
sobre nuestra fe. Tomemos una vez por todas una determinación, y contando con
la gracia divina, confesemos con la mente y el corazón el Dios uno y trino, que
es el Dios verdadero, el Dios que ama, el Dios que salva a los que creen en él.
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