Hablar de perdón de los pecados no solamente no suscita excesivo interés, sino
que puede parecer fuera de tono en una solemnidad como la de Pentecostés. Pero
los evangelios insisten en que Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a
los justos; que ha venido a reconciliar al hombre con Dios, a introducirlo en
la amistad e intimidad con el Padre. La Escritura enseña que el hombre, desde
el principio, no aceptó obedecer a Dios y quedó separado de su amistad. Para
reparar esta situación, Dios ha mandado a su Hijo, a Jesús, para establecer el
contacto y reanudar la amistad entre Dios y los hombres, y también para crear
un nuevo tipo de relación entre los mismos hombres, al servicio de la verdad,
de la justicia y del amor.
Y como remedio para vencer al pecado, Jesús ofrece el don del Espíritu Santo,
del mismo Espíritu de Dios, de aquel Espíritu que en la creación planeaba sobre
las aguas para suscitar la vida en el universo; el Espíritu que, al llegar la
plenitud de los tiempos, llevó a cabo en el seno de María la encarnación del
Hijo de Dios, el hombre Jesús. Este mismo Espíritu de Dios transforma al
hombre, lo purifica de sus pecados, lo hace hijo de Dios, lo convierte en
templo viviente, y por el Espíritu, el mismo Dios gusta habitar en el hombre.
Este don del Espíritu, que los discípulos recibieron en la tarde de Pascua, fue
comunicado pública y solemnemente cincuenta días después, precisamente en la
mañana del domingo de Pentecostés. Lucas recordaba en la primera lectura como
la fuerza del Espíritu, en forma de lenguas de fuego, llenó a los discípulos de
Jesús. Aquellos hombres débiles y temerosos que demostraron su pusilanimidad en
el momento de la pasión, ahora, vigorizados por el Espíritu y superado todo
temor humano, no dudan en lanzarse a predicar la buena nueva. El portento que
Lucas insinúa como acaecido en la mañana de Pentecostés por obra del Espíritu,
se ha hecho palpable en la construcción de la Iglesia, que hoy se extiende por
todo el mundo, prueba indiscutible de la acción del Espíritu.
Pero esta estructura que llamamos Iglesia y que detenta una real influencia en
el mundo de los hombres sólo tiene sentido en la medida en que está animada por
el Espíritu de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, describía la Iglesia
como el cuerpo de Cristo, es decir, la asamblea de los que creen en Jesús, de
aquellos que han sabido abrir su corazón para acoger al Espíritu y se dejan
guiar por él. En esta iglesia, en esta asamblea, reconocía el apóstol, hay
diversidad de dones, de ministerios, de funciones. Toda esta variedad ha de
servir para bien de todos, pero la razón última, el motor que mantiene viva
esta realidad es el Espíritu de Dios. Y Pablo nos da como señal para que
podamos reconocer la presencia del Espíritu precisamente el hecho de confesar
que Jesús es el Señor, que es el Mesías enviado por el Padre para la salvación
del mundo.
Gracias por estas Excelentes reflexiones, y que El Espíritu Santo que se nos revela, cómo la Tercera Persona de la Santísima Trinidad me conceda sus Frutos.
ResponderEliminarAmén
Tercera persona
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