“Al anochecer de aquel día, el día
primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: Paz a vosotros”. El evangelio evoca de nuevo el
atardecer del día de Pascua, cuando Jesús se presentó en el cenaculo donde se
hallaban reunidos por miedo de los judíos sus discípulos. El desánimo y la
frustración que les había causado la pasión y muerte de Jesús, se transformó en
alegría y gozo inenarrables al constatar que el Maestro vivía, que estaba de
nuevo entre ellos. Jesús ha cumplido su misión y regresa al Padre, y, después
de comunicar a los suyos su paz, la paz que sólo Dios puede dar y que es muy
distinta de la que acostumbra a dar el mundo, encarga a quienes le han seguido
la misma misión que el Padre le había encomendado, la de anunciar a los hombres
que Dios ofrece el perdón de los pecados y que los perdona realmente.
Hablar de perdón de los pecados no
solamente no suscita excesivo interés, sino que puede parecer fuera de tono en
una solemnidad como la de Pentecostés. Pero los evangelios insisten en que
Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a los justos; que ha venido a
reconciliar al hombre con Dios, a introducirlo en la amistad e intimidad con el
Padre. La Escritura enseña que el hombre, desde el principio, no aceptó
obedecer a Dios y quedó separado de su amistad. Para reparar esta situación,
Dios ha mandado a su Hijo, a Jesús, para establecer el contacto y reanudar la amistad
entre Dios y los hombres, y también para crear un nuevo tipo de relación entre
los mismos hombres, al servicio de la verdad, de la justicia y del amor.
Y como remedio para vencer al
pecado, Jesús ofrece el don del Espíritu Santo, del mismo Espíritu de Dios, de
aquel Espíritu que en la creación planeaba sobre las aguas para suscitar la
vida en el universo; el Espíritu que, al llegar la plenitud de los tiempos, llevó
a cabo en el seno de María la encarnación del Hijo de Dios, el hombre Jesús.
Este mismo Espíritu de Dios transforma al hombre, lo purifica de sus pecados,
lo hace hijo de Dios, lo convierte en templo viviente, y por el Espíritu, el
mismo Dios gusta habitar en el hombre.
Este don del Espíritu, que los
discípulos recibieron en la tarde de Pascua, fue comunicado pública y
solemnemente cincuenta días después, precisamente en la mañana del domingo de
Pentecostés. Lucas recordaba en la primera lectura como la fuerza del Espíritu,
en forma de lenguas de fuego, llenó a los discípulos de Jesús. Aquellos hombres
débiles y temerosos que demostraron su pusilanimidad en el momento de la
pasión, ahora, vigorizados por el Espíritu y superado todo temor humano, no
dudan en lanzarse a predicar la buena nueva. El portento que Lucas insinúa como
acaecido en la mañana de Pentecostés por obra del Espíritu, se ha hecho
palpable en la construcción de la Iglesia, que hoy se extiende por todo el
mundo, prueba indiscutible de la acción del Espíritu.
Pero
esta estructura que llamamos Iglesia y que detenta una real influencia en el
mundo de los hombres sólo tiene sentido en la medida en que está animada por el
Espíritu de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, describía la Iglesia como
el cuerpo de Cristo, es decir, la asamblea de los que creen en Jesús, de
aquellos que han sabido abrir su corazón para acoger al Espíritu y se dejan
guiar por él. En esta iglesia, en esta asamblea, reconocía el apóstol, hay
diversidad de dones, de ministerios, de funciones. Toda esta variedad ha de
servir para bien de todos, pero la razón última, el motor que mantiene viva
esta realidad es el Espíritu de Dios. Y Pablo nos da como señal para que
podamos reconocer la presencia del Espíritu precisamente el hecho de confesar
que Jesús es el Señor, que es el Mesías enviado por el Padre para la salvación
del mundo.
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