EXPUESTO POR LA
CONSTITUCIÓN “LUMEN GENTIUM DEL CONCILIO VT II” (nnº 10-11)
1. Cristo clave
y razón del sacerdocio cristiano
Toda consideración acerca del sacerdocio cristiano presupone el
conocimiento de esta verdad fundamental, a saber: uno es el Mediador, uno el
sacerdote de la Nueva Ley según el orden de Melquisedec y por toda la
eternidad, Cristo Jesús[1]. Esta es la gran verdad de
que hay que partir para entender como es debido la gran realidad sacerdotal de
la Iglesia y ordenar como es debido las distintas participaciones sacerdotales.
De tal manera resume y personaliza Cristo el sacerdocio cristiano, que
fuera de él la realidad sacerdotal no tiene consistencia ni tiene sentido en la
Nueva Ley. Y la condición sacerdotal de Cristo es tan consustancial con él y
con su obra, que fuera de ella ni el Cristo histórico ni el Cristo místico
tienen explicación adecuada.
Toda la vida de Cristo y todos sus actos, comenzando desde la encarnación,
fueron cosa sacerdotal por la misión y el fin sacrificial que traía el
Hombre-Dios. De no ser por esta finalidad sacrificial, los actos del Dios
humanado, en cuanto teándricos sencillamente, no se dirían sacerdotales; ni el
verbo en cuanto encarnado sería sacerdote. Pero el sacrificio de la cruz, que
finaliza en un cierto sentido toda la obra redentora, hizo que Cristo, por el
mero hecho de ser fuese sacerdote sin carácter alguno sobreañadido y que todo
en su vida implicara una función sacerdotal por referencia al sacrificio de la
cruz.
Encarnado para redimirnos, la mediación ontológica, que naturalmente le
compete, se ordena y exige la mediación moral que se realiza por los actos
meritorios y satisfactorios puestos por el hombre-Dios, subordinados todos en
la economía presente al sacrifico de la cruz.
En consecuencia, Cristo, por el mismo camino que es mediador, es sacerdote,
y su sacerdocio es tan natural y consustancial con su ser personal como su
mediación.
Cierto que Cristo no es sacerdote en cuanto Dios, sino en cuanto hombre.
Pero bien entendido que la naturaleza humana no es más que el principio
inmediato de las operaciones sacerdotales que pone Cristo sacerdote. El sujeto
del sacerdocio es Cristo, la Persona del Verbo encarnado. Y por respeto a ella
es por lo que se dice que el sacerdocio de Cristo es eterno.
La sacerdotalidad está, pues, entrañada en todo el ser y el obrar de Cristo
y alcanza al “Christus totus”, al Cristo real o físico y al Cristo místico. La
Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tiene un nacimiento, una constitución y una
nervadura esencialmente sacerdotales. Y la sacerdotalidad eclesial la tiene el
sacerdocio personal de Cristo.
Cristo reina por su sacerdocio, culminante en el sacrificio de la cruz. Su
misión fue esencialmente sacerdotal. Para cumplir con ella se ofrece como
víctima al Padre y queda ungido sacerdote a la hora misma en que se encarna. Y
ya toda su obra será sacerdotal y todo lo que de El proceda traerá esta
impronta sacerdotal. Visto a esta luz, el título de sacerdote es el más augusto
y expresivo de Jesús.
2. La
participación del sacerdocio de Cristo
La esencia y plenitud del sacerdocio cristiano sólo en Cristo se realiza
perfectamente. Sólo El es sacerdote con toda propiedad, por naturaleza y
derecho propio. Todos los demás lo son por analogía, por voluntad suya y con
dependencia suya.
En orden a
Cristo sacerdote y al sacrificio sacerdotal por él puesto y por él instituido y
hecho permanentemente visible, aunque de un modo sacramental, en la Misa, es
como hay que hacer juicio de la participación sacerdotal, de su significación y
alcance y de la propiedad con que los participantes se denominan, en consecuencia,
sacerdotes. Así los bautizados todos tienen una auténtica participación
sacerdotal en el sacerdocio de Cristo, sacando de ella consecuencias en orden
al ejercicio de la vida cristiana[2].
Nuestro sacerdocio es cristiano porque deriva de Cristo y tiene
consistencia en Cristo. Como nuestra gracia se dice cristiana porque participa
de la gracia de Cristo, así se dice cristiano nuestro sacerdocio.
Pero esta comunión de sacerdocio se verifica de modo muy distinto en
Cristo, en los simples fieles y en los llamados por antonomasia sacerdotes.
Cristo no tiene un sacerdocio recibido o participado; nosotros, sí. Cristo no
es sacerdote por un carácter o accidente que sobrevenga a su ser personal;
nosotros sí. Cristo es el sacerdote por esencia; nosotros por participación;
Cristo es sustancialmente sacerdote de la misma manera y por lo mismo que es
sustancialmente santo o ungido por virtud de la unión hipostática.
La plenitud sacerdotal de Cristo tiene por razón hipostática, que le
consagra formalmente sacerdote, santificando también formalmente su humanidad,
porque de esa unión surge, como dote natural, la gracia capital que le
santifica.
En nosotros, la participación sacerdotal sólo analógicamente conviene con
el sacerdocio de Cristo. El sacerdocio no nos compete por esencia o naturaleza,
sino por virtud de un carácter que se nos da, pero que ni formalmente santifica
ni exige la gracia de un modo connatural o como efecto resultante. De ahí que
podamos recibir el carácter sin la gracia, y que participando de un sacerdocio
santo, no seamos siempre santos.
Ello no obstante, la consagración sacerdotal que recibimos por el carácter
está reclamando de nosotros la gracia y la santidad de vida para usar
dignamente de nuestro sacerdocio.
El carácter sacramental es primordialmente una consagración del ser que
deviene cristiano, un cuño o sello que se le imprime. Y es esta consagración la
que impide reducir el carácter a algo puramente jurídico o de funcionalidad
social.
3.
El sacerdocio como institución
social
La razón de ser de Cristo, en consecuencia con los fines concretos de la
encarnación, puede decirse que es una razón social. La gracia de unión fue
ciertamente una gracia exclusivamente personal. Pero, dada la misión que traía
el Verbo encarnado, misión recibida del Padre y por Cristo libremente aceptada,
él sujeto de tal gracia no sólo quedaba constituido mediador entre Dios y
los hombres[3], jefe y representante de la humanidad,
sino que, además, exigía, como tal Cabeza, una gracia adecuada a la solidaridad
social con los miembros.
A esta posición y a esta misión características del Hombre-Dios
corresponde, pues, una gracia del todo singularísima, la llamada gratia capitis
o gracia capital, cuyo fundamento y raíz está en la gracia de la unión, pero
que propiamente es la gracia habitual, santificante de la naturaleza humana
asumida por el Verbo como representación de la humanidad. Es la gracia de
Cristo en cuanto principio de santificación de los miembros del Cuerpo místico.
Es su gracia personal, no en cuanto le santifica sustancialmente a él como
individuo, sino como cabeza o jefe del género humano redimido. Gracia plena,
gracia social, principio de mérito y de funciones mediadoras.
El Cuerpo místico de Cristo gran sacramento social destinado a prolongar y
perpetuar la obra redentora de Cristo, supone unidad en el todo y diversidad en
los miembros[4]. La Iglesia o cuerpo social cristiano no
es un monolito funcional. Hay en ella una ordenación jerárquica, y los miembros
que la integran reciben una estructuración y una configuración a tono con el
puesto o función social que en el todo desempeñan. De esta estructuración o
configuración están precisamente encargados los distintos caracteres
sacramentales. La gracia debe llenar de vida esas estructuras.
Tanto gracia como carácter son una comunicación sacramental, pero con
finalidad y virtualidad distintas. Lo distintivo del carácter es constituir y
señalar al miembro de la comunidad cristiana, asignándole una función dentro de
ella. En acertar a determinar exactamente lo que cada carácter significa y
causa en cada cristiano que lo recibe está el mejor camino para resolver el
problema de la discriminación social y de las diferencias funcionales de ese
común sacerdocio que, por virtud del carácter, compete a todo cristiano. La
existencia de un sacerdocio común para todos no excluye la de otro sacerdocio,
privativo de algunos.
La Iglesia, como institución, doblaje social, místico y sacramental de
Cristo, no tiene otro sacrificio que el de la Misa. Este es el único auténtico
sacrificio cristiano, por orden al cual Cristo mismo instituyó un sacerdocio
visible.
4. Sacerdocio y poderes sacerdotales
El sacerdocio cristiano, según la epístola a los Hebreos, ha venido a
subrogar y sustituir al Levítico[5]. Y aún dentro de ese
sacerdocio, los ministros del altar se hallan en una línea jerárquica parecida
a la que ocupaban los levitas en el aaronítico[6].
Aunque en el Antiguo y Nuevo Testamento se hable, pues de todo el pueblo de
Dios como de un linaje sacerdotal[7], la rigurosa
denominación de sacerdotes no es aplicable al común de los cristianos.
Participan del sacerdocio y, sin embargo, son fruto de un sacerdocio, reciben
una estructura o configuración sacerdotal, insertos en el cuerpo sacerdotal cristiano,
pero no quedan por eso constituidos propiamente sacerdotes. El sacerdote en
cuanto tal es una preeminencia que le viene de la potestad que le confiere la
investidura sacerdotal u ordenación para actuar en nombre y con la
representación de Cristo; por consiguiente, en posición de superioridad sobre
la comunidad cristiana y de representante de la misma para ofrecer el
sacrificio.
El sacerdocio común y jerárquico, aunque participaciones del mismo
sacerdocio de Cristo, son esencialmente diferentes y la participación es
peculiar en cada uno. El sacerdocio ministerial, goza de potestad, modela y
rige a la comunidad, y, tocante al sacrificio eucarístico, lo hace en la
persona de Cristo y representando al pueblo. Los fieles, en cambio, en fuerza
de su regio ejercicio, concurren a la oblación de la eucaristía y ponen en
ejercicio su nota sacerdotal a lo largo de toda su vida cristiana.
Al hablar del sacerdocio de los fieles ha de mantenerse siempre este
presupuesto: los poderes y las funciones propiamente sacerdotales, sobre todo
con respecto a la eucaristía, único sacrificio cristiano propiamente dicho, son
privativos de una categoría especial de personas, los clérigos, como los fueron
en la Antigua Ley los de los levitas respecto de los sacrificios mosaicos.
El principal poder y función del sacerdote es ofrecer el único y
sublime sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Señor, el mismo que el
divino Redentor ofreció en la cruz de manera cruenta anticipándolo
incruentamente en la última cena, y que quiso se repitiera indefinidamente al
mandar a los apóstoles: haced esto en memoria mía[8].
Es, pues, a los apóstoles y no a todos los fieles a los que Cristo hizo y
constituyó sacerdotes dándoles potestad de sacrificar.
5. El carácter
sacramental, fundamento y razón de las diversas articipaciones sacerdotales.
Y es la diferente significación y causación de los caracteres sacramentales
lo que funda y explica la diferenciación sacerdotal del pueblo cristiano,
haciendo inconfundibles “laicado y jerarquía”, así como la diversidad de sus
funciones.
Todo sacramento
que da carácter nos hace participantes del ser sacerdotal y de la misión
cultual de Cristo metiéndonos en el todo sacerdotal del Cuerpo místico y
disponiéndonos personalmente para el culto cristiano. Y esto lo hace
significando y causando. Porque el sacramento no tiene sólo valor de símbolo
sino también de signo causativo, que produce lo que significa.
En un organismo social, como es la Iglesia, la realidad sacramental no es
sólo jurídica, sino también física. Los sacramentos son factor de conocimiento
y factor de ser. La ciudadanía cristiana es una auténtica naturalización, no
una simple legalización o estimación jurídica. La carta de nacionalidad dada a
un ciudadano extraño al país que lo nacionaliza no le hace nacer en ese país ni
le da su idiosincrasia, ni menos su sangre. Pero la carta de ciudadanía
cristiana, que se nos da por el carácter bautismal, sí que nos hace nacer de
nuevo espiritualmente[9], regenera en Cristo y para
Cristo, encajándonos de lleno en la estructura social del Cuerpo místico.
odo del cristiano, en virtud del carácter bautismal, entra a participar del
sacerdocio de Cristo, encajando en el cuerpo sacerdotal cristiano y
disponiéndonos en orden al culto divino. “Todos sacerdotes, porque miembros de
un sacerdote, Cristo”. Por la gracia puede usar debidamente de su sacerdocio,
apropiándose los sentimientos interiores de Jesús al ofrecer su sacerdocio. El
sacramento de la confirmación sigue en la línea del bautismo, al que corrobora.
Todo carácter mira de suyo a posibilitar y asegurar a quien lo recibe, un
puesto estable en el organismo del Cuerpo místico. Es signo de integración
cristiana y también de jerarquización cristiana. Pero los distintos caracteres
sacramentales: el bautismo, confirmación, y orden, cumplen de distinta manera
su finalidad, realizando el objetivo institucional de los mismos.
6. Sacerdocio
cristiano y sacrificio eucarístico
Hay pues, un sacerdocio común a todos los fieles, pero su esencia es otra
distinta de la del sacerdocio jerárquico. Sólo analógicamente pueden convenir
ambos sacerdocios.
Los seglares gozan del sacerdocio y son sujeto de atribución del mismo en
cuanto miembros de un todo sacerdotal, porque son fruto de un sacerdocio y
porque la comunidad formada por los participantes del carácter y la gracia
cristianos, o sea la Iglesia, está presidida por una jerarquía sacerdotal. El
régimen sacerdotal que preside y gobierna la Iglesia hace de todo el pueblo
cristiano un sacerdocio, y con toda propiedad decimos que la Iglesia es un
reino sacerdotal[10].
Pero todavía con mayor razón atribuimos la nota sacerdotal al pueblo
cristiano, porque ya no se trata sólo de un pueblo, cuya jerarquía rectora es
sacerdotal, sino que en el pueblo mismo, en cada uno de los cristianos, hay
estructura y vida sacerdotal, en fuerza del carácter que hace cristianos.
La formalidad última, definitoria del sacerdote cristiano, no consiste en
esa participación comunitaria del sacerdocio, sino en una participación
peculiarísima, que pone por encima de la comunidad, asimilando a Cristo Cabeza
y Sacerdote con preeminencia jerárquica y con poderes singularísimos en orden
al sacrificio de la Misa. “La misión específica y principal del sacerdote fue
siempre sacrificar, de manera que donde no hay verdadero poder de sacrificio
tampoco encontramos propiamente verdadero sacerdocio”. No sacrificando
verdaderamente los fieles en la Misa, tampoco son verdaderos sacerdotes.
La común participación sacerdotal no hace propiamente sacerdotes. El
sacerdote verdadero surge cuando llega el carácter de la ordenación
sacramental. Este carácter es el constitutivo de la jerarquía sacerdotal. Esta
jerarquía entra en la línea del sacerdocio de Cristo precisamente en cuanto
Jefe de la comunidad cristiana, porque en virtud del sacramento del orden ya no
nos hacemos simplemente miembros de un cuerpo sacerdotal, sino que nos
asimilamos a Cristo Cabeza y Señor de ese cuerpo por orden a su sacrificio, que
es la Misa. El sacerdote actúa, por título propio sacerdotal, en nombre y con
la representación personal de Cristo.
Esto es lo que separa profundamente, no sólo en grado, sino también en
especie, el sacerdocio jerárquico del sacerdocio laical o común. Este no puede
ni ofrecer ni sacrificar en persona de Cristo y de su Iglesia. Realmente no
sacrifica. Porque el sacrificio espiritual que puede poner todo cristiano no
llena los requisitos del auténtico sacrificio cristiano en la Nueva Ley, que es
el sacrificio de la Misa, en cuanto sustancialmente idéntico con el del
calvario.
El punto de partida para una exacta noción del sacerdocio debe ser siempre
el sacrificio. Pero no el sacrificio espiritual, sino el sacrificio real
eucarístico, si queremos definir con propiedad al sacerdote. Así lo exige la
concepción y realización social y sacramental de la Iglesia, como una religión
con su culto, del que el acto más perfecto es el sacrificio social y
visiblemente establecido. Sólo aquellos serán sacerdotes verdaderamente que se
hallen investidos de poderes sacerdotales en orden a poner el sacrificio
reconocido como acto público de religión en una comunidad determinada. Esto
vale para los sacerdotes no cristianos y vale también para los cristianos. Es
ley universal de sacerdocio.
7. Coordinación
entre sacerdocio común y sacerdocio jerárquico
El sacerdocio común de los fieles, diferenciándose profundamente del
sacerdocio jerárquico, guarda con él una íntima relación, “se ordena el uno
para el otro”.
Nace esto de la
unidad del Cuerpo místico de Cristo, del que ambos sacerdocios son
participación. Cuantos por el bautismo han sido incorporados a Cristo en su
Iglesia, deben cooperar juntos a la edificación del Cuerpo místico[11]. No es posible concebir desunidos, sin subordinación
ni cooperación recíproca, a los miembros de un mismo cuerpo[12].
El buen ser y perfeccionamiento del cuerpo social cristiano, cuerpo sacerdotal,
depende de la unión y subordinación que guarden entre sí sacerdote y fieles, o
el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.
La unidad viviente del organismo del Cuerpo místico comprende ambos
sacerdocios, y esa unidad se esencializa e integra por los dos aspectos
completivos del organismo social de la Iglesia: el pneumático o espiritual, y
el jurídico o visible. Sacerdotes y fieles han de cooperar al bien común de la
Iglesia guardando la constitución jerárquica de la Iglesia misma, no tratando
de arrogarse los unos las funciones de los otros, sino sencillamente siguiendo
la propia ley de vida y actuando en conformidad con su ser y la misión que les
compete en el conjunto moral del cuerpo místico.
Por consiguiente, consagrados los fieles todos, en casa espiritual y
sacerdocio santo en virtud del bautismo y por la unción del Espíritu Santo,
están en el deber de cumplir con su misión sacerdotal, ofreciendo sacrificios
por medio de todas las obras.
2. El ejercicio
del sacerdocio común en los sacramentos
2. 1. La plenitud eclesial del sacerdocio
El cristiano, en posesión de su sacerdocio, no puede perder nunca de vista
la realidad comunitaria en que está inmerso, y ha de tener conciencia de la
solidaridad de los miembros todos del Cuerpo místico a la hora en que trata de
vivir su sacerdocio. Es parte de un todo sacerdotal, y no puede perder nunca de
vista ni el interés de ese todo ni la constitución jerárquica del mismo.
Al mismo tiempo ha de procurar no caer en una especie de fetichismo
sacramental o litúrgico, olvidándose de la condición de medio o instrumento que
los sacramentos tienen, cifrando en la práctica litúrgica o sacramental toda la
sustancia y eficacia de su sacerdocio. Y lo más importante es siempre nuestro
encuentro personal con Dios, a base de fe, esperanza y caridad, aunque en la
presente economía, ese encuentro no puede ser a capricho, sino que supone
necesariamente el medio establecido por Dios, que es el sacramento de su
Iglesia y el uso de los otros sacramentos. Pero en esta participación
sacramental hay que poner mucha vida espiritual, mucha fe y mucho amor.
Cuantos entran a formar parte del sacramento social de la Iglesia y
participan de sus sacramentos deben estar penetrados y tener conciencia de la
dimensión social que los caracteriza. Su función individual, si es eclesial,
debe ser necesariamente social. Todos han de contribuir a la edificación y al
perfeccionamiento del Cuerpo místico de Cristo. Y deben contribuir como lo que
son, de modo humano; por consiguiente consciente y libremente, activamente.
2. 2. Sacerdocio cristiano y
sacramentos
Por medios exteriores y visibles quiere Dios que tengamos noticia y posesión de
lo espiritual e invisible. La virtud que nos salva brota en primer lugar de la
divinidad de Cristo, trámite su humanidad. En segundo lugar, de los
sacramentos. Ni la humanidad de Cristo ni los sacramentos obran a modo de causa
principal, sino simplemte instrumental. Pero son medios necesarios porque así
Dios lo ha establecido. Como medio es también la Iglesia.
Edificados sobre el fundamento de la fe, los sacramentos, por medio de
signos exteriores, nos meten en el torrente de la vida divina. Estas señales
visibles son garantía de una realidad invisible. Por los signos sacramentales
nos hacemos partícipes de los frutos del sacramento de la pasión de Cristo. La
pasión de Cristo, de hecho, y la fe en esa pasión, juntamente con la posición
de los signos sacramentales, es lo que da eficacia al sacramento. Los
sacramentos son medios objetivamente eficaces que, sin embargo, no excluyen,
sino que exigen también nuestra activa cooperación. Nuestro óbice voluntario
puede neutralizar su acción.
Por analogía con el primer gran sacramento cristiano, Cristo Jesús que dio
gloria a Dios y obró nuestra salvación haciéndose sacrificio y sacramento,
también los sacramentos tienen una finalidad cultual y otro salvífico. Dar
gloria a Dios y santificar al hombre, de ahí la doble finalidad sacramental. En
cuanto ordenados al bien del hombre, los signos salvíficos se dicen propiamente
sacramento; en cuanto ordenados a la gloria de Dios, son más bien sacrificio.
En el centro y ápice de toda la vida sacramental, que es la eucaristía, es
donde la doble vertiente sacramental aparece en toda su plenitud y
grandiosidad.
En última instancia es siempre Dios quien principalmente nos salva. Primero
por mediación del Hombre-Dios inmolándose visible y cruentamente sobre la cruz;
luego por mediación de su Iglesia, que perpetúa la acción mediadora de Cristo y
nos administra los sacramentos.
2. 3. Sacerdocio, bautismo y
confirmación
Todos los sacramentos pertenecen, al culto de Dios. Son, en efecto, de
institución religiosa y actos manifestativos del culto cristiano. En este
sentido, todo sacramento, incluso el que no imprime carácter, es participación
en el sacerdocio de Cristo, porque su recepción es ya un acto cultual que
recibe valor y eficacia del sacrificio sacerdotal de Cristo sobre la cruz.
El carácter bautismal nos configura con Cristo sacerdote, carácter
sustancial del Padre, autor y punto de referencia de todo el culto cristiano,
en orden al cual se nos dan los caracteres. Por eso se dice que, mediante el
carácter, entramos a participar del sacerdocio sacerdotal de Cristo.
El bautismo es, pues, el sacramento de nuestra pertenencia a Cristo y
supone nuestra fe en él. He ahí por qué todo bautizado, además de quedar por el
carácter incorporado al sacerdocio de Cristo, entrando en el cuerpo sacerdotal
de la Iglesia y quedando destinado, como dice el texto conciliar, al culto de
la religión cristiana, viene también obligado a “confesar delant de los hombres
la “fe que ha recibido de Dios por medio de la Iglesia. Porque sacramento y
virtudes deben ayudarse recíprocamente. El que ha sido consagrado cristiano y,
hasta cierto punto sacerdote, debe llevar vida santa y hacer de ella un
sacerdocio, glorificando a Dios y mirando por el bien de sus hermanos. El
carácter sacerdotal recibido está exigiendo en él el estado de gracia para
ejercer dignamente su sacerdocio.
Por el sacramento de la confirmación se vinculan los cristianos más
estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del
Espíritu Santo y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y
defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo[13].
En estas
palabras de la Constitución se resume la doctrina teológica corriente acera del
sacramento de la confirmación. Ellas indican que, por su carácter, la
confirmación mira, como ya la palabra misma lo indica, a ratificar y confirmar,
la acción sacramental del bautismo.
El carácter confirmante, en efecto, está en la misma línea del bautismo,
como lo está la gracia que confiere. Por tanto, no pone en el cristiano una
nueva especie de participación sacerdotal. Se limita a consolidar y hacer más
expedita y urgente la potencialidad sacerdotal recibida por el bautismo.
Pero crea una urgencia
mayor de desplegar una actividad cristiana, como de adulto, no de recién
nacido; como de soldado, no simplemente de ciudadano, para profesar la fe
privada y públicamente, defendiéndola contra sus enemigos y lanzándose de lleno
a las obras de apostolado. Mete oficialmente al cristiano en la vida pública y
le impele a una obra de acción y de conquista
2. 4. Sacerdocio y eucaristía
El sacerdocio común de los fieles es en el misterio eucarístico donde
recibe su máxima significación y debe actuarse de manera más cumplida y
eficiente.
La razón más profunda estriba en que la miseriosa realidad del Cuerpo
Místico, como perpetuación social de la obra redentora de Cristo, ha de
mantener la misma línea salvífica guardada en su actuación por el Cristo histórico
o personal. Esta línea discurre sobre el plano sacramental de la humanidad del
Verbo, ofreciéndose en sacrificio sobre el ara de la cruz, y mereciéndonos la
gracia que salva. La Eucaristía ha sido instituida por el mismo Cristo como
recuerdo vivo de su pasión[14]; es, frente a la
redención aplicada, lo que ha sido la pasión de Cristo frente a la redención
causada. La Iglesia, doblaje místico, tiene en el sacrificio de la Misa la
realización perenne del sacrificio del Calvario.
En los demás sacramentos fluye una partícula o gota de la gracia. En la
eucaristía es la misma fuente de la gracia la que se nos entrega. En aquellos,
Cristo se hace sentir con su acción; en esta se nos da en persona[15]. La realidad de este sacramento es la sustancia de
Cristo, mientras que la de los otros es un accidente cristiano. Por eso se dice
de la eucaristía que es la cifra y compendio de todos los sacramentos.
En ninguno como en él aparece la doble vertiente sacramental de la Iglesia:
la que hace vivo el sacrificio, que mira a la gloria de Dios y la que se
orienta al sacramento, que mira a los hombres, como medio de salvación.
En la Misa, no sólo el sacerdocio jerárquico, sino también el laical tienen
su más genuina y espléndida manifestación con las diferencias y características
que a cada cual compete. Para el sacerdocio laical, esa presencia y
participación en la Misa es ante todo y casi exclusivamente un rendir culto,
según la idea paulina de la epístola a los Hebreos, ofreciendo interna y
espiritualmente, en unión con el sacerdote, la víctima santa; para el
sacerdocio jerárquico, la actuación sacerdotal es sobre todo y formalmente un
“leiturgein”,el desempeño de una función propiamente sacerdotal, que no es un
simple rendir culto ni un ofrecer espiritualmente, sino un sacrificar de
verdad, poniendo funciones sacerdotales análogas a las que, con respecto a los
antiguos sacrificios, ponían los sacerdotes levitas.
Congregados en torno al altar, damos testimonio visible y público de
nuestra solidaridad cristiana participando en el más sublime y significativo
acto de culto religioso. Participación a un tiempo visible e invisible, donde
ofrecemos y nos ofrecemos, humillamos nuestro cuerpo y presentamos a Dios un
corazón obediente y contrito. No se puede honrar dignamente a Dios si en
nuestras prácticas sacramentales y litúrgicas no ponemos mucho espíritu
interior, trabajando por el perfeccionamiento de nuestra vida.
Por consiguiente, hay que sumar a la acción de Dios nuestra cooperación;
junto al rito sacramental nuestro esfuerzo personal; al mérito de nuestra obra
hay que añadir el del operante. Es necesario, que todos los fieles consideren
como su principal deber y mayor honor participar en el sacrificio eucarístico
no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y
fervor, que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote[16],
cumpliendo lo que dice el apóstol: Tener en vosotros los mismos sentimientos
que hubo en Cristo Jesús[17].
Los fieles deben sumarse activamente pues para ello les faculta su
sacerdocio, al ofrecimiento del Cuerpo místico, ofreciéndolo personalmente como
si fuera cosa propia. No es el suyo un ofrecimiento personalmente litúrgico,
pero es plenamente sacrificial en virtud de su sacerdocio. La Misa debe ser,
para todo cristiano comunidad de oración y comunidad de sacrificio, como debe
ser luego comunidad de vida por la comunión, que simboliza la unión de todos
los cristianos: porque el pan es uno, somos muchos en un solo cuerpo pues todos
participamos de ese único pan[18].
2. 5. El sacerdocio común y la
penitencia
En el Éxodo leemos: Los sacerdotes… que se acercan a Dios santifíquense
para que no los castigue[19]. Y en el profeta Joel:
Llorarán los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: perdona, Señor, a tu
pueblo[20]. Palabras que, aunque dirigidas
oportunamente a los sacerdotes propiamente dichos, pueden aplicarse
perfectamente también al sacerdocio común de los fieles. El sacerdocio es una
cosa santa y santamente debe ser llevada y tratada.
De ahí la necesidad de que todo fiel cristiano, en uso de su sacerdocio, se
sienta solidario del santo sacerdocio que en sí participa, llevando una vida
santa y llorando con penitencia los pecados contra Dios, que le hizo participar
del sacerdocio de Cristo.
Este
arrepentimiento y el perdón divino consiguiente quiere el Señor que se ajusten
al tenor sacramental de la economía de la gracia. Y para eso está el sacramento
de la penitencia. Al recibirlo, todo cristiano ha de saber convertirlo en un
verdadero acto de religión, en su aspecto sacrificial o de holocausto a Dios, y
en el propiamente sacramental, o de provecho propio, recuperando o acrecentando
la gracia por la acción sacramental puesta y las virtudes en ella concurrentes.
A esto le invita su sacerdocio. Ninguna ocasión mejor para ofrecerse a sí mismo
en sacrificio, humillándose ente Dios en la persona de su ministro, para obrar
una verdadera conversión o transmutación de su alma, pasándola de la
servidumbre del diablo a la de Cristo, de la tibieza al fervor, del alejamiento
de Dios a su acercamiento en el ministro de su Iglesia. Es Jesucristo el que ha
dispuesto que la autenticidad de nuestra penitencia y nuestra reconciliación
con Dios se sometan a la prueba y a la garantía de la posición del signo
sacramental que la Iglesia administra.
2. 6. Sacerdocio, unción de
enfermos y orden
Refiriéndose al sacramento de la unción de enfermos, el ejercicio del
sacerdocio común se hace sentir o se manifiesta en primer lugar en la materna
solicitud o cuidado, verdaderamente sacerdotal, con que la misma Iglesia se
interesa por los que sufren o enferman. Y en uso de su sacerdocio hace oración
por los que sufren encomendándoles de un modo especial a Cristo, que padeció y
fue luego glorificado. Y esto lo hace singularmente por la unción y la oración
de sus ministros o presbíteros[21].
Les exhorta, en consecuencia, a que, puesto que han sido configurados con
Cristo por la inserción en su sacerdocio, al quedar constituidos miembros del
cuerpo sacerdotal cristiano o cuerpo místico, que es la Iglesia, en su
enfermedad o última agonía viven ascéticamente esa su participación sacerdotal[22].
Cristo nos
salvó por el ejercicio de su sacerdocio, sacrificándose por nosotros sobre la
cruz. De esa su pasión ha brotado y toma fuerza la sacramentalidad del
sacerdocio cristiano. Luego es natural que quienes participan del sacerdocio de
Cristo lo vivan en constante referencia a esa pasión, ya por el recuerdo
afectivo, ya sobre todo por la asimilación vital, apropiándose los sentimientos
de Cristo en su pasión, ofreciéndose al Padre en beneficio de su Iglesia [23].
Además aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden sagrado
quedan destinados, en el nombre de Cristo, para apacentar la Iglesia con la
palabra y la gracia de Dios en nombre de Cristo[24].
Se señalan por estas palabras compendiosas las funciones características de
los que participan del sacerdocio jerárquico: predicar y administrar los
sacramentos. El ejercicio del sacerdocio común adquiere en ellos auténtica
jerarquía y doblado título de urgencia y ejemplaridad.
Y el Decreto Presbiterorum órdinis dice, refiriéndose a los presbíteros:
Por el sacramento del orden, los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote,
como miembros con la cabeza para construir y edificar todo su cuerpo, que es la
Iglesia, como cooperadores del orden episcopal[25].
En el misterio de Cristo histórico o personal, síntesis de lo divino y lo
humano, en unidad personal del Verbo, era y fue posible que nuestro gran
sacerdote, el sacerdote por esencia, hiciera al mismo tiempo las veces de
representante y de parte representada; estuviera como Cabeza de la humanidad
representada en la Cabeza.
Pero en el
Cristo social o místico, que es la Iglesia, esta síntesis personalista ya no es
posible. Precisamente por su condición social porque también el Cristo místico
sigue, como el Cristo histórico, concentrado en torno al mismo sacrificio, que
ahora se llama eucaristía o Misa.
Para poner este sacrifico, como obra sacerdotal del mismo Cristo, son
necesarios cristianos que puedan obrar en la persona de Cristo, haciendo lo
mismo que Cristo hizo, aunque de otra manera. Y esto sólo lo da el sacramento
del orden. Por él Cristo Nuestro Señor excogitó el medio apropiado para obtener
que en el Cuerpo místico o Cristo total perdurara la acción personal del mismo
Cristo, ofreciéndose por nosotros en sacrificio. El carácter de la ordenación
configura con el sacerdocio del jefe y hace que quienes lo reciben celebren el
sacrificio eucarístico como sacrificio a doble título: el sacrificio de Cristo
y el sacrificio de su Iglesia.
Como sacrificio
del cuerpo místico, el sacrificio de la Misa nos pertenece a todos los
cristianos, que, incorporados a la unidad de la Iglesia, con ella y en ella
sacrificamos participando del sacerdocio como partes de un todo sacerdotal y
fruto de un sacerdocio. Pero, como sacrificio de Cristo, sólo quienes pueden
tomar la representación personal de Cristo pueden poner personalmente y en la
persona de Cristo el sacrificio eucarístico. Estos son los sacerdotes, que para
eso precisamente reciben el carácter de su ordenación sacerdotal. Por él quedan
constituidos con entera verdad ministros o representantes de Cristo. Reciben
una configuración con Cristo Cabeza y una reputación oficial para actuar como
cabezas del pueblo cristiano.
2. 7. El sacerdocio común y el
matrimonio
Como no podía ser menos, tratándose del pueblo de Dios en general o del
común de los cristianos, el Concilio Vaticano II, consagra una atención
particular, hablando del ejército del sacerdocio común en los sacramentos, al
sacramento del matrimonio.
La razón es bien sencilla. Se trata del sacramento que podríamos decir más
típico del estado seglar y donde el sacerdocio seglar tiene más oportunidad
para expandirse y manifestarse en una serie de actuaciones que afectan
profundamente no sólo a la vida familiar de cada casado, sino también de toda
la Iglesia.
El sacramento del matrimonio, dice el Concilio, es como expresión y
participación del misterio de la Iglesia, invocando palabras de San Pablo. El
apóstol considera al matrimonio como el símbolo o sacramento de la unión de
Cristo con su Iglesia. El marido, cabeza de la mujer, representa a Cristo
cabeza de la Iglesia[26]. Su unión ha de hacerse a la
luz de la misteriosa unión que tienen Cristo y su Iglesia. Este misterio (el
del matrimonio) es grande, más yo lo digo en orden a Cristo y su Iglesia[27].
La sacramentalidad del matrimonio consiste en la significación sagrada que
recibe el mismo contrato matrimonial, y en su elevación al orden sobrenatural
por la gracia que el signo sacramental causa y la ordenación que a lo divino
trae todo cristiano por su bautismo. La unión matrimonial de los cristianos es
el signo sacramental de la unción de Cristo con su Iglesia. La gracia
matrimonial consiste en hacer de los esposos, a través de su unión conyugal,
seres más unidos entre sí estando más unidos a Dios. La alianza matrimonial
debe ser un remedio de la alianza establecida por Cristo con su Iglesia. Los
esposos la representan y deben vivirla. Para ello el rito sacramental les da
una gracia particular.
Es por lo que han de valerse de su sacerdocio para hacer de su hogar una
pequeña Iglesia, ofreciéndose en holocausto recíproco para santificarse
mutuamente por la ordenación de su vida a Dios.
El ejercicio del sacerdocio común tiene tanta mayor razón de ser en la
vivencia sacramental del matrimonio cuanto que éste es el único sacramento
donde un simple fiel es ministro de su propio sacramento y lo administra como
por derecho propio.
La tarea fundamental del matrimonio, como institución natural elevada por
Cristo a la categoría de sacramento, consiste en proporcionar nuevos miembros
al Cuerpo místico de Cristo, transmitiendo la vida que ha de entrar en comunión
con ese Cuerpo por la fe y el sacramento de la regeneración cristiana, que es
el bautismo. La sacramentalidad del matrimonio no depende del sacerdocio
jerárquico. Es cosa inherente al mismo contrato natural del matrimonio cuando
es puesto por hombres en posesión del sacerdocio común por el carácter
bautismal. Los mismos contrayentes atraen sobre sí directamente de Cristo la
gracia sacramental de su matrimonio o, por mejor decir, convierten su contrato
en sacramento, actuando su sacerdocio bautismal. El matrimonio es el único
sacramento que no cae directamente bajo el ministerio sacerdotal.
Los casados, por la virtud de su sacerdocio común y la gracia del mismo
sacramento que reciben, han de dar un sentido sobrenatural a su unión conyugal
y al acto procreador, ordenándolo a su debido fin. La prole es el primer bien
del matrimonio. Da permanencia al acto pasajero conyugal.
Los casados, pues, han de saber conjugar en uno los fines todos del
matrimonio, haciéndole servir para su propia santificación por la cooperación
mutua, y para el bien de la Iglesia por la crianza y educación cristiana de los
hijos. Todo a base de amor y espíritu de sacrificio. Así llevarán a pleno
rendimiento el ejercicio sacerdotal de su vida cristiana y pondrán en ella la
plenitud de significación sacramental y santificadora que tiene su matrimonio
en el misterio de Cristo y su Iglesia.
Hna. Florinda Panizo
[1] Hb 5,6; 7,21; 8,6.
[2] 1 Pe 2,4-10.
[3] Hb 8,6.
[4] 1 Co 12,27-30.
[5] Hb 7,15-19.
[6] Sacerdocio puramente humano.
[7] Ex 19,5-6; 1 Pe 2,5.9; Ap 1,6; 5,9-10.
[8] Lc 22,19.
[9] Jn 3,5.
[10] 1 Pe 2,9.
[11] 1 Co 12,12-13.
[12] Ibid., 12,14-26; Ef 4,4-5.
[13] Concilio Vaticano II,
Constitución Lumen Gentium nº 11.
[14] Mt 26,26-28.
[15] 1 Co 11,23-25.
[16] Pío XII, Mediator Dei,
nº 99.
[17] Fil 2,5.
[18] I Co 10,17; 12,12.
[19] Éx 19,22.
[20] Joel 2,17.
[21] St 5,14-16.
[22] Co 1,24; 1 Pe 4,13.
[23] Ro 8,17; 2 Tim 2,11-12.
[24] Concilio Vaticano II,
Constitución Lumen Gentium nº 11.
[25] Concilio Vaticano II, Decreto
Presbyterorum órdinis nº 12.
[26] Ef 5,23.
[27] Ibid., 5,32.
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