¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha
dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. San Lucas,
al recordar la Ascensión de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles
recuerda que los discípulos, cuando perdieron de vista a Jesús, se quedaron
mirando al cielo, pero recibieron la amonestación de no quedarse en el pasado,
sino abrirse a la realidad nueva que comienza. En efecto, la Ascensión de Jesús
invita a vencer tanto la tentación de una nostalgia del pasado y la de una idealización del futuro. El pasado, incluso
el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia
visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil
tratar de mantenerla. Desde ahora no podemos tener una relación con Jesús que
no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental
de la Iglesia. Por otra parte, la manifestación futura del reino y las
características de su realización son un secreto que el Padre se ha reservado.
A nosotros nos queda la tarea del presente, la de continuar anunciando con la
vida y las palabras el misterio de Jesús,
ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre, para que todos los hombres
puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios nos
ofrece.
Cuando se trata de describir la
realidad de la Ascensión de Jesús, san Lucas se muestra sobrio, ahorrando
detalles que quizás podríamos desear. “Lo vieron levantarse hasta que una nube
se lo quitó de la vista”, decía el texto de los Hechos de los Apóstoles. “Y
mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo”, indicaba el
evangelio. En realidad, lo que interesa al evangelista es lo que precede y
sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente
dicha, Lucas recuerda como Jesús se entretiene con sus discípulos, dándoles
pruebas de que, a pesar de su muerte en cruz, está vivo. Les habla del reino de
Dios, y les explica cómo las Escrituras anunciaban el misterio de su muerte y
re-surrección y les prepara para la misión que les había encomendado. Su
retorno al Padre comporta el término de su presencia tangible en medio de sus
discípulos, pero la tristeza que causará la separación será compensada por la
fuerza de lo alto con que han de ser revestidos, el don del Espíritu, el
bautismo de fuego que han de recibir, para ser sus testigos y anunciar la
conversión y el perdón de los pecados a todos los hombres.
Con la exaltación de Jesús a la
derecha del Padre, terminado el tiempo de la visión, inicia el tiempo de la
Iglesia, el tiempo de la fe. Ahora, en efecto ya no vemos al Señor de forma
visible, pero sabemos que Jesús continua presente entre nosotros con su poder
de salvación, con la acción del Espíritu Santo. Su anterior presencia, visible
y familiar, se transforma en invisible y santificadora. Jesús está presente
allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, donde se proclama su Palabra,
donde se celebran sus sacramentos, donde se ora al Padre en espíritu y verdad,
donde se ejerce la caridad, donde hay fe y esperanza, donde se trabaje para
construir un mundo más humano y justo. Cambia la modalidad de la presencia,
pero no la realidad que es la misma, si bien sólo se percibe con los ojos de la
fe.
El mundo en el que vivimos, con sus
alegrías y con sus dramas, con sus exigencias y sus problemas, focaliza la
atención de todos, y parece que no queda margen para hablar del cielo. Decir
que Jesús sube al cielo, no es una evasión, no es un alejarse de las preocupaciones
reales de cada día, sino que es una forma de profesar nuestra fe, de afirmar
que Él es Dios y está junto al Padre, y que nos aguarda para compartir con
nosotros su vida y su gloria, en la medida en que nos comprometamos a trabajar,
viviendo en la fidelidad al Evangelio, en la construcción de un mundo más
humano y más justo.
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