13 de abril de 2016

EN LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR


Guerrico de Igny (Sermón I)

Queremos ver a Jesús, oír hablar de Él

            1.¡Le dijeron a Jacob: José vive! Al oírlo, revivió su espíritu y dijo: Me basta, si José vive. Iré y lo veré antes de morir[1].

            Quizás me digáis: ¿y a qué viene esto? ¿Qué tiene que ver José con el gozo de este día, con la gloria de la resurrección de Cristo? ¡Es Pascua, y tú nos vienes con cosas de Cuaresma![2] Nuestra alma tiene hambre del Cordero pascual para el que se ha preparado con tan largos ayunos. Nuestro corazón está ardiendo en nuestro pecho por Jesús[3]. Queremos a Jesús, y si aún no merecemos verle, al menos querremos oír hablar de Él. Tenemos hambre de Jesús, no de José; del Salvador, no del soñador; del Dueño del cielo, no del de Egipto; no del que alimenta los vientres, sino las mentes de los que tienen hambre. Que tu sermón nos sirva al menos para darnos más hambre de aquél a quien ya tenemos. Pues está escrito: Dichosos los que tienen hambre, porque serán saciados[4]. Cuando oímos hablar aumenta nuestra hambre, lo mismo que quien hace elogios de los banquetes excita el hambre. Si oímos hablar de Jesús, nuestro oído tendrá gozo y alegría, y exultarán nuestros huesos humillados[5]. Nuestros huesos están humillados por la aflicción y el duelo de Cuaresma, y todavía más por el dolor de su Pasión, pero exultarán con el anuncio de su Resurrección. ¿Por qué, pues, nos presentas tú a José, cuando no nos sabe a nada cualquier cosa de que nos hables fuera de Jesús?[6] ¡Y tanto más hoy, cuando Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado![7]

Jesús, oculto en las Escrituras, camina hoy con los suyos y se las explica.

            2. Os he presentado, hermanos, un huevo o una nuez. Romped la cáscara y encontraréis el meollo. Examinad a José y encontraréis a Jesús, el Cordero pascual que queréis comer; el cual se come con tanto más gusto cuando se le busca oculto con mayor disimulo y cuidado, y se le encuentra más difícilmente. ¿Me preguntáis qué tiene que ver José con Cristo, la historia de la que os he hablado con este día? Mucho desde cualquier punto de vista[8]. Recordad la historia y enseguida se os revelará el misterio, con tal que toméis a Jesús como punto de referencia, que saliendo de la letra muerta camina hoy con los suyos y les explica las Escrituras[9]. ¿Quién, en efecto, entre todos los patriarcas y profetas, expresa con mayor claridad y nitidez la figura del Salvador que José? Lo contaré brevemente todo, como dice la Escritura: Da ocasión al sabio, y se aumentará su sabiduría[10]. Pero pensemos con fe y piedad en la interpretación de su nombre[11], y que era el más hermoso entre los hermanos y el de mejor prestancia[12]; que era inocente en el obrar y prudente en su inteligencia; que, vendido por sus hermanos, los libró de la muerte; que primero fue abatido hasta el calabozo, y luego exaltado hasta el trono; y finalmente, que por su conducta recibió un nombre nuevo y fue llamado por los paganos el Salvador del mundo[13]. Si pensamos todas estas cosas, repito, con piedad y fe, ¿no reconoceremos al momento con qué razón dijo el Señor: He sido representado en figura por medio de los profetas[14]?

Descubrir los misterios de Cristo en las Escrituras

            3. Si ahora vamos a aquellas palabras sacadas de esta historia, pienso que no se trata tanto de explicarlas cuanto de dejarnos mover a la admiración y al gozo. La Resurrección de Cristo está predicha tan evidentemente por la ley y los profetas[15], y la historia antigua habla con tanta precisión de los misterios nuevos, que cuando se lee a los profetas parece como que se está oyendo el evangelio, cambiando simplemente los nombres. El texto dice: Anunciaron a Jacob: ¡José vive![16] ¿Qué otra cosa puedo entender con esto sino: anunciaron a los Apóstoles y les dijeron; Jesús vive? Por Jacob no entiendo otra cosa que el colegio de los Apóstoles. Y creo que tengo razón. No sólo porque proceden de Jacob. No sólo porque han sido transformados de Jacob en Israel, al pasar de la lucha de la vida activa a la visión y al descanso de la vida contemplativa[17]. Sino también porque son padres de la muchedumbre de los creyentes, es decir de los verdaderos israelitas, así como aquél lo fue según la carne[18]. Lo mismo que aquél, éstos se lamentaron sin consuelo al pensar que habían perdido a su José, y al oír que vivía, lo creyeron tarde y con dificultad, y al reconocerlo se alegraron con un gozo sin medida.

            Anunciaron a Jacob: ¡José vive! Al oírlo, Jacob, como despertando de un sueño profundo, no quería creerles[19]. Me parece como que con otras palabras se dice lo que leemos en el evangelio: Ella, no otra que María Magdalena, lo anunció a sus compañeros que estaban tristes y llorando. Y ellos, al oír que vivía y que lo había visto, no la creyeron. Después se apareció a dos que iban de camino, y a su ver fueron y se lo comunicaron a los demás, que tampoco les creyeron[20]. Y lo mismo en San Lucas: Y volviendo de la tumba, contaron estas cosas a los once y a todos los demás, pero ellos lo tomaron como un delirio, y no les creyeron[21]. En realidad no acababan de despertar del gran sueño de la tristeza y desesperación.

            Pero prosigue el texto, al ver Jacob todo lo que le había enviado José, revivió su espíritu y dijo: Me basta si José, mi hijo, vive. Iré y lo veré antes de morir[22]. Lo mismo pasó con los Apóstoles. De poco sirvieron las palabras hasta que recibieron los dones. Jesús mismo, cuando se les apareció, no les persuadió  tanto mostrándoles su cuerpo cuanto insuflando sobre ellos el Don.

Sólo con la fuerza y en virtud del Espíritu se puede reconocer a Jesús

            4. Sabéis que, cuando vino a ellos estando cerradas las puertas y se presentó en medio de ellos, ellos turbados y llenos de espanto, creían ver un espíritu[23]. Pero cuando sopló sobre ellos, diciendo: Recibid el Espíritu Santo[24], o cuando envió desde el cielo al mismo Espíritu, como un nuevo don, éstos sí que fueron dones de la resurrección, y testimonios y pruebas seguras de la vida.
            Pues el Espíritu es el que testifica en el corazón de los santos, y por su boca, que Cristo es la verdad[25], la verdadera resurrección y la vida. Por eso los Apóstoles, que antes dudaban a pesar de verlo vivo, después de tener el gusto del Espíritu que vivifica, daban testimonio con gran valentía de la resurrección[26]. Es mucha más concebir a Jesús en el corazón que verlo con los ojos u oír hablar de él. Y la obra del Espíritu es mucho más poderosa en los sentidos del hombre interior que la de las cosas corporales en los del hombre exterior. ¿Qué lugar queda para la duda cuando el que testifica y aquél a quien se testifica son un mismo espíritu?[27] Si uno mismo es el espíritu, también lo será el sentimiento, e idéntico el consentimiento.

            Entonces verdaderamente, como se lee de Jacob, revivió su espíritu, que ya estaba casi muerto, por no decir sepultado en la desesperación. Entonces, si no me equivoco, cada uno de ellos decía: Me basta, si mi José vive, porque para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia[28]. Iré pues a Galilea, al monte que Jesús nos ha señalado[29], y lo veré, y lo adoraré antes de morir, para que así ya no muera nunca, ya que todo el que ve al Hijo, y cree en él, tiene vida eterna[30], y aunque haya muerto, vivirá[31].

Hemos de alegrarnos con la Resurrección de Cristo y decir: ¡Me basta, si Jesús vive!

            5. Ahora, pues, queridos hermanos, ¿el gozo de vuestro corazón da testimonio en vosotros del amor de Cristo? Yo creo, en vosotros veréis si está bien, que si alguna vez habéis amado a Jesús, vivo o muerto, o bien vuelto a la vida, hoy, cuando tan frecuentemente suenan y resuenan los anuncios de la resurrección, vuestro corazón rebosa de alegría y dice: me han dicho que Jesús, mi Dios, vive. Al oírlo, mi corazón, que estaba adormecido por la tristeza o angustiado por la tibieza, o ya casi muerto por la pusilanimidad, ha vuelto a la vida. Pues hasta de la muerte hace surgir a los criminales la gozosa voz de este anuncio. De lo contrario, hay que desesperar y dar por perdido en la sepultura aquel a quien Cristo, al volver del infierno, deja en lo más profundo del abismo. Podrás saber si tu corazón realmente ha vuelto la vida en Cristo, si puede decir plenamente convencido: ¡Me basta, si Jesús vive!

            ¡Qué grito tan fiel y verdaderamente digno de los amigos de Jesús! ¡Oh afecto purísimo el que así prorrumpe: me basta, si Jesús vive! Si vive, vivo, ya que mi alma depende toda de él. Más aún: él es mi misma vida, y mi todo. Pues, ¿qué me puede faltar si Jesús vive? No me importa que me falte todo lo demás, con tal de que Jesús viva. Que yo mismo desaparezca, si él lo quiere. Me basta con que viva él, aunque sólo sea para él. Cuando el amor de Cristo llena de tal modo todo el afecto del hombre, que olvidándose y perdiéndose a sí mismo, sólo le preocupa Cristo y lo que quiere Jesús, entonces creo que la caridad ha llegado en él a la perfección. Para quien siente tal afecto la pobreza no es una carga, no siente las injurias, se ríe de las humillaciones, desprecia los males, la muerte la considera como una ganancia[32]. Y ni siquiera piensa que vaya a morir, ya que sabe que más bien es un paso a la vida, y dice con confianza: ¡iré y lo veré antes de morir!

Cristo nos da los medios para ir a Él, y el reino en su encuentro

            6. En cuanto a nosotros, queridos hermanos, aunque veamos que no tenemos tanta pureza, no obstante vayamos a ver a Jesús en el monte de la Galilea celestial, que nos ha indicado. Yendo, crece el afecto y al menos al llegar, alcanzará su perfección. Al ir, se ensancha el camino que al principio es estrecho y difícil, y se aumenta la fuerza de los débiles. Pues para que, ni Jacob ni ningún otro de la casa de Jacob se excusase de hacer el viaje, a parte de otros dones, se le enviaron al pobre viejo los gastos y las carrozas, y así nadie se preocupase de su pobreza o debilidad. La carne de Cristo es el viático, el Espíritu es el vehículo. Él mismo es el alimento, la carroza de Israel y su guía[33]. Cuando llegues, será tuyo, no lo mejor de Egipto, sino del cielo. Tu José te ha preparado el mejor lugar del reino para tu descanso. El que primero envió a los ángeles, a las mujeres y a los apóstoles, co testigos y mensajeros de su resurrección ahora es él mismo el que te grita desde el cielo: ¡Aquí estoy yo, al que llorabais como un muerto, ciertamente, por vosotros, pero ved que ahora vivo[34], y se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra[35]! ¡Venid a mí todos los que sufrís por el hambre y yo os reanimaré![36] ¡Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os tengo preparado![37]  Que el que os llama, él mismo os lleve allí donde, con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por todos los siglos.



[1] Gn 45, 25-28. Citado según el responsorio XI del Domingo 3º de Cuaresma.
2 Es decir, las lecciones y responsorios para las Vigilias de la 3º semana de Cuaresma.
3 Lc 24, 32.
4 Mt 5, 6.
5 Sal 50, 10.
6 “Lo que escribas me sabrá a nada, si no encuentro el nombre de Jesús. Si en tus controversias y disertaciones no resuena el nombre de Jesús, nada me dicen”. S. BERNARDO, SC 15, 6 (Obras completas, 5).
7 1 Cor 5, 7.
 [8] Rm 3, 2.
[9] Lc 24, 32.
[10] Pr 9, 9.
[11] Gn 30, 24.
[12] Gn 39, 6.
[13] Gn 41, 45.
[14] Os 12, 10.
[15] Rm 3, 21.
[16] Gn 45, 26.
[17] Gn 32, 23-28.
[18] Gn 35, 11.
[19] Gn 45, 26.
[20] Mc 16, 10-13.
[21] Lc 24, 9. 11.
[22] Gn 45, 27-28.
[23] Se compone de Jn 20, 26 y Lc 24, 36-37.
[24] Jn 20, 22-23.
[25] 1 Jn 5,6.
[26] Hch 4, 33.
[27] 1 Jn 5, 6-10.
[28] Flp 1, 21.
[29] Mt 28, 16.
[30] Jn 6, 40.
[31] Jn 11, 25.
[32] Flp 1, 21.
[33] 2 R 2, 12.
[34] Ap 1, 18.
[35] Mt 28, 18.
[36] Mt 11, 28.
[37] Mt 25, 34.

9 de abril de 2016

DOMINGO III DE PASCUA (Ciclo C)


“Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos”. En una lectura rápida, esta página del evangelio de san Juan puede entenderse  como un sencillo encuentro familiar del Resucitado con un grupo de sus discípulos, con los que comparte una comida junto al lago de Galilea, y en el que Jesús, al final, aprovecha para hacer algunas recomendaciones a Pedro. Pero una lectura más atenta del texto hace descubrir que el relato contiene una serie de interesantes indicaciones que se refieren a la vida de la Iglesia y que son mensajes de perenne validez.

Pedro decide ir a pescar: algunos de los discípulos le siguen en su iniciativa. La Iglesia es cuerpo de Cristo y hay que actuar no individualmente, sino manteniendo la comunión en la fe y el amor. La decisión indivudual de ir a pescar sólo cosecha fracaso en tanto que no se siguen las indicaciones de Jesús. La Iglesia ha de contemplarse en su Salvador constantemente si quiere ser fiel a la misión recibida. Jesús se presenta discretamente, de tal modo que los discípulos no lo reconocen en un primer momento. En la descripción del juicio final según san Mateo, algunos que no supieron descubrir a Jesús de alguna manera presente en sus hermanos, dirán al juez, llenos de extrañeza: “¿Cuando te vimos hambriento, sediento, desnudo, enfermo o abandonado?”. Jesús es identificado sólo por el discípulo amado, cuando llega a entender el signo de la pesca abundante obtenida siguiendo las indicaciones del Resucitado. Por esto puede decir a los demás: “Es el Señor”. Hemos de aprender a leer los signos para poder vivir nuestra fe de modo auténtico.

Los apóstoles se hallan en el mar, Jesús en la orilla, en la tierra firme. Nosotros continuamos viviendo en este mundo que pasa, en el que nada es estable. Por esto conviene dejarnos dirigir por Aquél que está ya en la casa del Padre, donde ha ido a prepararnos la morada. Cuando los apóstoles desembarcan, son recibidos Jesús e invitados a un banquete en el que se distribuye pan y pescado asado, signos que aluden al sacrificio de la cruz y a su celebración ritual en la eucaristía, sacramentos que hacen la Iglesia.
Terminado el ágape, Jesús interroga a Simón Pedro por tres veces: “Pedro, ¿me amas?”. Sin lugar a dudas, se trata de una llamada al episodio de las negaciones que tuvieron lugar en la noche de la pasión. No se trata de reprochar, sino de confortar al interesado, para prepararlo para nuevos combates, que convendrá afrontar no contando solamente con las propias fuerzas, sino en la gracia del Espíritu.

Sigue la investidura de Pedro como guía y responsable de los hermanos. La misión que Jesús ha recibido del Padre y que ahora confía a sus apóstoles, no se entiende desde una perspectiva de dominio y de poder, sino desde una actitud hecha de amor y de servicio, del mismo modo que Jesús, el pastor del rebaño, no ha dudado en entregar su vida por su grey. El ejemplo del Maestro ha de ser seguido por sus discípulos, y con veladas palabras, Jesús hace comprender a Pedro que la misión que recibe y el testimonio que deberá dar no excluyen la prueba de las persecuciones ni el martirio cruento.


El fragmento del evangelio termina con un imperativo dirigido a Pedro: “Sígueme”. Este imperativo no es una cuestión meramente personal, sino que se refiere a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros. Jesús nos invita a seguirle, a dar testimonio de su resurrección, para demostrar nuestro amor hacia aquel que por nosotros se ha hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Los apóstoles entendieron este mensaje, como recuerda hoy la primera lectura, y confesaron con libertad y valentía a Jesús siempre que fueron convocados ante las autoridades que les pedían razón de su predicación: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Los que hemos aceptado su mensaje, que tratamos de mantener su fe, conviene que vivamos como ellos vivieron, fieles a Jesús y al evangelio que nos ha dejado.

2 de abril de 2016

II DIMINGO DE PASCUA (Ciclo c)


        “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. Todas las liturgias cristianas de Oriente y Occidente en el día de la octava de Pascua proclaman esta página del evangelio de san Juan, que describe dos apariciones de Jesús, una al aatardecer del mismo día de la resurrección y otra ocho días después. En esta página, el evangelista conduce al lector desde la actitud de desánimo y miedo que muestran los discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos, hasta la proclamación de la fe en el Resucitado, que hace de aquellos hombres débiles y apocados, decididos testigos de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, como expresa en nombre de todos el apóstol Tomás al saludarle como: “Señor mío y Dios mío”.

La situación espiritual de los discípulos en aquel día queda expresada al decir que las puertas del cenáculo estaban cerradas y los dicípulos llenos de miedo. Pero el Resucitado llama a la puerta de sus corazones para que respondan creyendo. Se deja ver de aquellos hombres, que reciben la paz pascual y el don del Espíritu Santo, don típico y característico de la Pascua. A los apóstoles se les abrieron los ojos y vieron y experimentaron el hecho de estar con el Resucitado. Las dudas expresadas por Tomás han servido para inculcar de manera convincente que la misma realidad la poseeran también los que crean sin haber visto, sin haber palpado. La generación de los discípulos que vieron se esfumó en pocos años; las generaciones de los que creemos sin haber visto llenan siglos de la historia de los hombres.

La fe no es algo irracional, que se impone a la fuerza, sino una propuesta que se dirige a la mente y al corazón. La fe no pertenece al orden de las humanas «comprobaciones», sino que nace en el corazón iluminado por la gracia de Dios. La palabra de Dios llama a ir más allá de las realidades palpables para entrar de lleno en el misterio y creer firmemente en su Palabra. Pero conviene recordar también que la fe no es una forma de propiedad adquirida una vez por todas, que no se puede perder. La fe cristiana es un esfuerzo que ha de durar toda la vida, un superar obstáculos, un abrir puertas y horizontes, porque creer es dejarse llevar por el Espíritu de Dios, es mantener un diálogo contínuo con el Señor. Sólo quien se abre al Espírítu y cree es dichoso de verdad. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que otros no llegan a ver.

            La fe pascual creó solidaridad y alegría en la primera comunidad cristiana. El Señor resucitado fue reconocido por los primeros discípulos con gozo y alegría, y esta experiencia les lleva a  comunicarla a los demás hombres para que puedan beneficiarse de su realidad. Del mismo modo que el Padre ha enviado a su Hijo, éste comunica el Espíritu a sus discípulos y los envía a proclamar la gracia y la salvación ofrecidas a todos. Esta será la misión que la Iglesia deberá realizar hasta el final de los tiempos. Nuestra fe en Jesús debe manifestarse no solamente con palabras sino mediante la vida de cada día de quienes formamos la comunidad de los creyentes. La primera lectura de hoy recuerda a los apóstoles anunciando a Jesús y la fuerza de su resurrección con signos y prodigios. El ejemplo de los creyentes suscitaba admiración: la gente que los observaba se hacía lenguas de ellos y sentían temor a juntárseles. Se daban cuenta de la exigencia que suponía aceptar aquella fe que transformaba a los individuos.


            Somos la Iglesia de Jesús en la medida en que creemos en el Señor resucitado, pero podemos preguntarnos si nuestra vida responde de verdad a la fe de los apóstoles, si nos esforzamos en vivir en comunión unos con otros. La fe, cuando es verdadera, sin apariencias ni engaños, exige también esforzarse leal y seriamente para hacer del precepro del amor, tal como nos lo propone Jesús, la norma de nuestra vida. Sólo así podremos estar seguros de seguir al Señor resucitado. Hemos de salir sin miedo del cómodo nido de nuestro egoísmo y convertirnos en testigos convencidos del Resucitado, del que es el primero y el último, del que estaba muerto pero que ahora vive, anunciándolo con nuestra vida entre los hombres para que todos puedan participar de su victoria.

26 de marzo de 2016

PASCUA DE RESURRECCIÓN - Ciclo C

          
             “Cuando Juan predicaba el bautismo, Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. El apóstol san Pedro resume el contenido de la fe cristiana, afirmando que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, murió por nosotros, y que fue constituído Señor y Mesías en virtud de su resurrección de entre los muertos. Jesús pasó haciendo el bien, fue  como el peregrino que pasa por este mundo, visitando a la humanidad en nombre de Dios, para traer la salvación. Pasaba haciendo el bien, y todo esto porque Dios estaba con él. Jesús es realmente el Emmanuel, el Dios con nosotros que se nos prometió en la Navidad.

            Los discípulos, al igual que fueron testigos de su actividad, de su doctrina, de sus milagros, fueron testigos también de su aparente fracaso, de su muerte en el patíbulo. Pero son también testigos de otra realidad que necesitan gritar a todo el que quiera escucharles: ¡Dios lo resucitó! No tiene miedo Pedro que le digan que está ebrio, que no sabe lo que dice, pero él y los demás discípulos, que han sido testigos de toda la vida del Maestro hasta su muerte infamante, ahora son llamados a ser testigos de su nueva vida, de su resurrección: “Dios nos lo hizo ver, hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. La iluminación que Jesús resucitado otorga a sus discípulos está destinada a todos los que creerán por medio de la palabra de los apóstoles.

            En la noche del jueves santo, en un arranque emotivo pudo decir a Jesús: “Yo estoy dispuesto a dar la vida por ti”, pero las tres negaciones le hicieron medir su limitación, le enseñaron a ser más prudente. Por esto, al ver la tumba vacia, las bendas y el sudario, no se deja llevar por una reacción rápida, que corre el riesgo de ser precipitada, y por esto el evangelista afirma que empieza a entender las Escrituras: que Jesús había de resucitar de entre los muertos. Es el primer paso para la fe auténtica. La tumba vacía de por sí es un argumento ambivalente, no basta para explicar la resurrección. Sólo aceptando la Escrituras, es decir aceptando la historia de las intervenciones de Dios en bien de la humanidad, se puede cree y confesar que ha resucitado de entre los muertos. Después Pedro y los demás apóstoles, recibieron una confirma-ción de su fe, al comer y beber con él. Con todo no podemos olvidar lo que Jesús dirá a Tomás: “Dichos los que crean sin haber visto”.

            En la noche del Jueves Santo, el evangelista Juan pone en labios de Jesús esta plegaria: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. La resurrección com-porta para Jesús una vida nueva junto al Padre, que el pobre lenguaje humano expresa diciendo que está en lo alto, allá arriba, si más no, más allá de la muerte, de las deficiencias de nuestra naturaleza limitada. Jesús quiere que todos los que creemos en él, estemos con él, allá arriba, junto al Padre, compartiendo su trono. Y eso no sólo después que hayamos pa-sado como él por la muerte. San Pablo nos dice que, por la fe, hemos muerto con él, hemos resucitado con él, que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios y en consecuencia hemos de buscar los bienes de allá arriba. Celebremos pues la Pascua, no con levadura vieja sino con panes ázimos la sinceridad, la verdad, de justicia y de amor, y así trabajar para que el mundo sea una masa nueva en Cristo Jesús. 


"RESUCITÓ DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA" ¡ALELUYA!

VIGILIA PASCUAL - Ciclo C


          “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea”. Con estas expresiones se proclama el anuncio pascual, la noticia de la victoria de Jesús sobre la muerte. Nuestra sensibilidad habría deseado quizá una manifestación de Jesús en persona, mostrando su nuevo cuerpo glorioso, en el que las llagas serían pálido y eficaz recuerdo del misterio de la Pasión. En cambio, el mensaje angélico nos invita a entender en su justa dimensión la obra que Dios se ha dignado llevar a cabo para nuestra salvación: no es entre los muertos que hemos de buscar al que está vivo, no es mirando hacia atrás que podremos alcanzar a Jesús, porque ya no está escondido en el sepulcro. Ha resucitado. Esta afirmación nos lanza hacia adelante, porque inicia realmente una nueva etapa de la historia del mundo.

            Cada vez que recitamos el símbolo de los apóstoles, decimos que Jesús, al morir, bajó a los infiernos, es decir que bajó a la profundidad de la muerte, que asumió en toda su realidad lo que todos los humanos han de experimentar. Jesús quiso pasar por la muerte precisamente para asegurarnos que a los muertos se les ha dado posibilidad de oir la voz del Hijo de Dios y, oyéndola, pudiesen entrar de nuevo a la vida. Jesús no se queda en el infierno. Después de gustar la muerte, resucita, entra en un nuevo modo de existir, de modo que lo antiguo ha terminado, empieza una realidad que antes no existía. Por eso no puede quedarse en los estrechos límites del frio sepulcro y la tumba queda vacía, por eso se nos invita a no permanecer llorosos junto al sepulcro sino de buscarle precisamente en la vida.

            La resurrección de Jesús, la resurrección de entre los muertos, es algo completamente distinto de la reanimación de un cadáver. Resucitando, Jesús pasa del mundo de la corrupción al mundo nuevo de la gloria, y vive en plenitud y ofrece vida a todos. Faltan palabras para expresar esta nueva realidad que Pablo llama nuevo nacimiento, y Juan glorificación. Pero esta promesa de vida que supone la resurrección de Jesús no queda reservada para un mañana lejano. Pablo recordaba que el bautismo ha realizado de alguna manera nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo que un día recibimos nos ha incorporado a Jesús muerto y resucitado: es un signo que pide una respuesta comprometida de parte nuestra. Hoy la liturgia pascual invita a renovar nuestro compromiso, nuestra promesa de vivir la vida nueva que exige el bautismo cristiano entendido como participación en la resurrección del Señor resucitado.

            Por eso, celebrar la resurrección de Jesús no es simplemente volver los ojos hacia el pasado y afirmar lo que ocurrió en aquella noche pascual, que sólo ella conoció el momento en que Jesús salió de la tumba. En la celebración de esta noche, tanto las lecturas como las plegarias han insistido en el hecho de nuestro bautismo. Así como el pueblo escogido, atravesando las aguas del mar Rojo, de esclavo del faraón paso a ser pueblo de Dios, de modo semejante nosotros, por las aguas del bautismo, fuimos sepultados con Jesús en la muerte para vernos libres de la esclavitud del pecado, y así como Jesús fue despertado de entre los muertos para gloria del Padre, así nosotros hemos de andar en una vida nueva, es decir, hemos de vivir según la voluntad de Dios, dejando nuestros caminos equivocados, y trabajando para guardar los preceptos y mandatos de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

            En esta época de búsqueda ansiosa, de lucha, de violencia, de incertidumbre, pero también de sorpresa y de maravilla que es nuestro tiempo, asumamos la seguridad que nos ofrece la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, y descansando en el amor de Dios que salva, dispongámonos a trabajar con ilusión para que nuestro mundo sea cada vez más humano, más justo, más libre, más pacífico, iluminado por la gloria de Jesús resucitado. 


25 de marzo de 2016

SILENCIO CARGADO DE ESPERANZA


  Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio, cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia, del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado, fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.

VIERNES SANTO (Ciclo C)

       

    “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes; nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”. Estas palabras del libro de profeta Isaías probablemente describen las peripecias de un personaje contemporaneo al autor  y que más tarde sirvieron de pauta a las primeras generaciones cristianas para tratar de entender el escándalo de la cruz, el modo cruel como fue suprimido Jesús, el Maestro bueno que pasó haciendo el bien, que hablaba con autoridad, que trataba de hacer comprender la bondad de Dios por medio de sus palabras, corroboradas con sus milagros y curaciones.

            Muchos son los pobres, marginados, justos e injustos, jóvenes y ancianos, que mueren violentamente a diario, cuya desaparición no tiene más razón que la crueldad humana, la indiferencia, los prejuicios y las ambiciones que explican, pero no justifican, la trama de la historia de la humanidad. De algunas de estas personas se recuerda que existieron y se ensalza quizá su cometido, pero de la gran mayoría de ellos no se hace caso ni mención alguna. Pero el recuerdo de Jesús, permanece vivo y son legión quienes hablan de él, lo exaltan, lo admiran o incluso lo combaten o lo desprecian. Pero en todo caso lo recuerdan y mencionan.

            En la tarde del Viernes Santo los cristianos se reunen para recordar una vez más la muerte de Jesús. Con sobriedad austera, la celebramos con acentos de victoria y triunfo, precisamente porque creemos que su existencia no terminó ni en la dura madera de la cruz ni en la frialdad del sepulcro, y que la losa que se corrió sobre su entrada no puso punto final a su obra. El relato que Juan el evangelista hace de los detalles de la pasión de Jesús, junto con las reflexiones del libro de Isaías y del autor de la carta a los Hebreos muetra que, por su pasión y muerte, Jesús se ha convertido en autor de salvación eterna, para quienes aceptamos creer en él.

            La reunión litúrgica del viernes santo comporta un homenaje a la Cruz, el instrumento de la muerte de Jesús. Los Padres de la Iglesia, así como muchos poetas, han cantado las excelencia del madero que aguantó el cuerpo de Cristo, que fue altar de la ofrenda de su vida. El evangelio recuerda que los mismos discípulos huyeron, se dispersaron, ante el espectáculo de la Cruz. Las primeras generaciones cristianas tuvieron que luchar con todas sus fuerzas, hasta el momento en que la cruz se convirtió en simbolo de honor y dignidad. La Cruz se ha convertido en signo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el pecado, en signo de la voluntad de comunión y de obediencia a la voluntad del Padre.

            Desde esta perspectiva, la Cruz ha sido cantada por los santos como objeto de amor y de deseo. Pero hemos de ser realistas y no olvidar que la Cruz aparece también en el lenguaje corriente, como símbolo de todo lo que mortifica al hombre, de lo que lo entristece, de lo que lo que puede embrutecerlo. No siempre sabemos apreciar el aspecto válido de la Cruz: demasiado a menudo tratamos de huir de ella, de volverle la espalda en cuanto posible. Los cristianos no adoramos la Cruz movidos por una actitud enfermiza, replegada sobre el dolor y el sufrimiento como si éstos tuviesen valor por sí mismos. La adoración de la cruz no va dirigida a la materialidad del leño, sino a Aquél que por medio de tal instrumento consumó su obra. Prestar homenaje o adorar a la cruz exteriormente, servirá de bien poco si no suscita en nosotros una decisión de adherir a Jesús y a su evangelio, de convertir en vida cuanto nos enseñó de palabra y obra. 

23 de marzo de 2016

JUEVES SANTO (Ciclo C)


“Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre. Hoy, la lectura del libro del Exodo, recordaba cómo Moisés, antes de salir de Egipto, invitó al pueblo a sacrificar una res y a comerla en familia con panes sin fermentar y hierbas amargas. El antiquísimo rito, propio de pueblos de pastores nómadas, recibe en aquel momento un significado nuevo, pues la sangre de la víctima será signo de liberación cuando la última plaga hiera los primogénitos de Egipto. Se trata de la institución de un rito nuevo, del rito de la Pascua, es decir del Paso del Señor que quiere salvar a su pueblo. Este rito de la Pascua Israel lo celebró en la vigilia de dejar Egipto y ha continuado a celebrarlo cada año hasta hoy, como memorial de cuanto Dios ha hecho, hace y hará por su pueblo.

            Jesús, como todo buen israelita celebró cada año la cena de la Pascua. Pero en el momento en que estaba para iniciar el éxodo de su pasión y muerte, quiso comerla con sus discípulos y el venerable rito, por explícita voluntad de Jesús, adquiere un nuevo sentido, como afirmaba san Pablo en la segunda lectura. En lugar del habitual cordero inmolado, Jesús distribuye el pan diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El pan se convierte en signo de la carne del nuevo y definitivo Cordero que el Viernes santo será inmolado en la Cruz. En lugar de la sangre del cordero, Jesús entrega la copa del vino diciendo: “Este cáliz es la nueva Alianza sellada en mi sangre”, la sangre que será derramada en la Cruz. El antiguo rito pascual, renovado por Jesús, anticipa sacramentalmente la realidad de salvación que tendrá lugar en la Cruz, y, después de la resurrección de Jesús, quedará como rito memorial que, repetido cada día, permite a la Iglesia anunciar la muerte y la resurrección de Jesús hasta que vuelva al final de los tiempos.

            En este contexto hay que entender el relato del evangelio, en el que el evangelista indicaba que había llegado la hora de Jesús, es decir el momento para dejar este mundo y volver al Padre, para enfrentarse con la muerte. Y Jesús acompaña sus palabras con gestos concretos: lava los pies de sus discípulos. El signo es descrito  subrayando el uso de los verbos dejar y tomar, aplicados tanto a los vestidos como a la vida. El hecho de que Jesús lave los pies de los apóstoles no es un simple ejemplo de humilde servicio a los hermanos. Es todo un signo que substituye en el cuarto Evangelio a la misma institución de la Eucaristia.


            El texto expresa que Jesús, siendo Dios, se ha hecho hombre por amor a los hombres; y en llegando el momento, es decir su hora, no duda en despojarse de su cuerpo y entregarse a sí mismo a la muerte por amor al Padre y por amor nuestro, para librarnos así del pecado y de la misma muerte. Después retomará su cuerpo para manifestarlo glorioso en la victoria de la resurrección, asociándonos a su victoria. La nueva vida que Jesús nos obtiene con su misterio pascual comporta para nosotros exigencias de amor y servicio para con Dios pero también y sobre todo para con los hermanos: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. El hecho de ser cristianos comporta una práctica sacramental, - somos bautizados, confirmados, tomamos parte en la eucaristía y en la penitencia -, pero esto no basta. Es necesario un esfuerzo para traducir en la vida lo que celebramos en el rito: hay que ponerse al servicio de los hermanos, asumiendo las exigencias de la justicia y la caridad, cada uno en el lugar que le corresponde, comprometéndonos a trabajar a fin de que el mundo y la sociedad, respondan cada vez mejor a la voluntad de Dios, manifestada para nosotros en Jesús. 

20 de marzo de 2016

Tránsito de San benito 21 de Marzo


La familia benedictina celebra hoy 21 de marzo, el Tránsito de San Benito de Nursia, nuestro Fundador y Legislador. Es el tránsito de esta vida a la eterna, es decir, paso de su vida mortal a la gloria de Dios. Vivió, como se asume tradicionalmente, entre los años 480 y 547 y sin embargo aún está muy vivo en este mundo en todos y cada uno de los que seguimos sus pasos en la vida monástica que él legisló.

Nos llena de alegría esta fiesta, porque vemos cómo la existencia terrena de nuestro Padre  en  la  vida  monástica  llega  a  su  término  llena  de  frutos  de  santidad  y  de irradiación del Evangelio. San Benito que vivió enseñándonos que la única meta del hombre es el Cielo. Este vivir para alcanzarlo, colma sus ansias y lo libera del peso de lo material para entregarse al Amor de la Eternidad, Dios. Él, con su ejemplo de vida manifestado a su vez en su Regla que a nosotros nos marca el camino que conduce al Cielo,  nos enseña a entender lo que es esa “Meta”, y a desearla crecientemente a medida que lo vamos experimentando ya en este mundo. Y si alguien lo ha deseado ardientemente, ése, era él mismo.

S.  Benito cumplió  su tarea, la misión que un día en medio del silencio de Subiaco, Dios le encomendó. Amado de Dios, en intimidad constante, supo de su pronta partida. Avisó de su muerte a algunos de los suyos, prohibiéndoles manifestar a todos la noticia para no entristecerlos anticipadamente. Él mismo, seis días antes de su tránsito, mandó abrir su sepulcro. Quien vivía inmerso en Dios y en las realidades sobrenaturales, no tenía miedo de la muerte. Cuando se acercaba el momento de partida se hizo llevar por sus discípulos a la Iglesia, donde confortado con el Cuerpo y Sangre de Cristo y sostenido entre los brazos de sus hijos de religión, de pie con las manos extendidas hacia el Cielo, exhaló el último aliento entre palabras de oración.

            En el mismo día de su tránsito, dos de sus discípulos que se hallaban uno en el monasterio y otro lejos de él, tuvieron una misma e idéntica revelación. Vieron en efecto, un camino adornado de tapices y resplandeciente de innumerables lámparas, que por la parte de oriente, desde su monasterio, se dirigía derecho hasta el cielo. En la cumbre, un personaje de aspecto venerable y resplandeciente les preguntó si sabían qué era aquel camino que estaban contemplando. Ellos contestaron que lo ignoraban. Y entonces les dijo: "Este es el camino por el cual el amado del Señor Benito ha subido al cielo".

            San Benito dejaba una Orden llena de vitalidad que será uno de los más sobresalientes medios para extender el Evangelio y la cultura. La herencia de San Benito llenará al mundo de esperanza.

            A poco que pensemos nos damos cuenta de que la vida de los que triunfan del mundo y del mal, siguiendo los caminos del Señor, como lo hizo con heroísmo San Benito, no termina nunca sino que sigue en la Eternidad para ser mensaje y lección permanente de que nuestra meta es el Reino de los Cielos.

Para comenzar a vivir y disfrutar esa vida ya de alguna forma, aunque no en plenitud,  debemos pedir el desearlo con la mayor intensidad posible como él y como todos los santos lo han pedido y deseado. Si no lo deseamos, difícilmente daremos pasos para obtenerlo. Y, además de desearlo, como hemos dicho, debemos pedirlo también sinceramente en la oración, porque avanzar por el camino del amor perfecto y disfrutar de la felicidad eterna es un don de Dios. Pero, también debemos trabajar con la ayuda de la gracia; si no lo trabajamos tampoco lo obtendremos.  Debemos  trabajar  espiritualmente  para  llegar  tanto  como  nos  sea posible a la plenitud del amor evangélico y así poder participar de la gloria de Cristo. Lo tenemos fácil: San Benito, en su Regla, nos enseña cómo debemos hacer este trabajo que conduce a la plenitud.

            Por eso hoy es el día de acercarnos a su memoria y en la plegaria le preguntamos qué tenemos que hacer para amar a Dios sobre todas las cosas y alcanzar la Felicidad plena, y entonces recibiremos de sus manos la Santa Regla, y con ella aprenderemos las monjas, los monjes y todos los creyentes, que la vida es para “Amar al Amor”, es Él que dirige nuestras palabras, alabanzas, esfuerzos, silencio y austeridad hacia Fiesta Eterna con el que lo es Todo para nosotros, es nuestro Único Vivir: Cristo.

          Con vosotros que visitáis nuestro Blog y nos reconocéis como hermanos, unimos a la nuestra, vuestra acción de gracias, en esta Fiesta del Tránsito de S. Benito, por este don de la llamada a seguir al Señor por distintos caminos hacia la misma Meta, y le pedimos que Él, siga siendo la fuente donde sepamos beber y encontremos cada día el coraje, para recorrer con Él, cada uno desde su punto de partida, el camino que Él mismo marcó y recorrió.

Hna. MJP

19 de marzo de 2016

Domingo de ramos 2016

      


“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto”. San Lucas pone en labios de la multitud que acoge a Jesús en su entrada en Jerusalén esta aclamación. No era la primera vez que visitaba la ciudad santa, pero en aquella ocasión quiso dar una solemnidad inusitada a su ingreso. Podría pensarse que el ministerio por tierras palestinas estaba dando su fruto y que llegaba finalmente el reconocimiento público y solemne de Jesús como Mesías enviado por Dios, pero no era así. Jesús quiso este ingreso triunfal a modo de último aviso, para que el pueblo abriera sus oídos a la palabra de Dios y su corazón a la fe que salva. El fervor popular alrededor de Jesús sentado sobre un asno iba a ser breve: a los pocos días las mismas voces reclamarán de Pilato que el Maestro sea crucificado, como un vulgar delincuente perturbador del pueblo, que ponía en peligro su estabilidad religiosa y política.

            Con el recuerdo de esta solemne entrada en Jerusalén, la liturgia de este domingo de Ramos inaugura la Semana Santa, la semana en la cual, como creyentes, trataremos de seguir paso a paso las últimas vicisitudes de Jesús, el Maestro bueno, que pasó haciendo el bien, y que terminó clavado en una cruz, condenado a muerte por delitos no cometidos. La cruz, sin embargo, no fue conclusión de una amarga experiencia, sino que, por la reali-dad de la resurrección que siguió, fue comienzo de algo tan extraordinario como es el fenómeno humano y espiritual que llamamos cristianismo.

            Las lecturas de este domingo invitan a considerar la realidad de la Pasión desde distintos ángulos: el anuncio profético de la primera lectura del Antiguo Testamento, la descripción detallada de los momentos culminantes de la pasión de Jesús en el evangelio, así como la interpretación teológica del hecho mismo del abajamiento de Jesús en su muerte. La historia de la pasión y muerte de Jesús la hemos aprendido desde niños y la recordamos cada año. En cierto modo podemos afirmar que estamos familiarizados con ella. Pero si somos sinceros hemos de reconocer que es duro aceptar sin más este drama sangriento. El desenlace de la existencia de Jesús, con la muerte más terrible de aquella época, reservada sólo a esclavos y terroristas, es consecuencia de su vida, por haber vivido como había vivido. La figura y la palabra de Jesús, que ha querido ser hombre con los hombres, que sobreponía la misericordia hacia el hermano sobre un culto frío y formalista, que invitaba a una seria conversión para vivir según la voluntad de Dios, suponían una amenaza para todos los bienestantes de aquella sociedad, y una decepción para los que, en el comienzo de su actividad, se habían entusiasmado con aquel Maestro que hablaba con autoridad. Aquellos hombres intuyeron pronto que el Reino de Dios y el Dios del Reino anunciados por Jesús, suponían el fin de sus privilegios. Y rápidamente tomaron la decisión de acabar con él. Quizá porque nada vuelve al ser humano más agresivo ni más innoble con sus propios hermanos que el pánico.


            Jesús, aunque Hijo de Dios, aprendió en sus propios sufrimientos y en su propia historia humana, que la plenitud del hombre sólo se alcanza en aquella actitud de aceptación y confianza que se llama obediencia. En esta Semana Santa no nos limitemos a ver, a contemplar la Pasión del Señor. Tratemos de despojarnos de todo lo que pueda impidirnos el tomar la cruz, como el Cirineo, y acompañar a Jesús hasta el Calvario, para morir con él, para vivir con él.


12 de marzo de 2016

V DOMINGO DE CUARESMA (Ciclo C)


«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Jesús, mientras adoctrinaba al pueblo, se ve acosado por un grupo de letrados y fariseos que le presentan una mujer sorprendida en adulterio y desean saber su parecer sobre el caso. Si bien la ley de Moisés imponía a los adúlteros la pena de muerte, la intención de los interlocutores de Jesús no era recta, pues buscaban comprometerle y acabar con él. Si Jesús, permaneciendo fiel a su mensaje de perdón y misericordia, no se declaraba partidario de aplicar la Ley podía ser acusado de conculcar los preceptos que el pueblo creía haber recibido de Dios. Si, por el contrario, se declaraba en favor del rigor de la pena, su enseñanza sobre el amor de Dios que busca al pecador para perdonarlo, quedaba en meras palabras.

            Jesús no puede aprobar el pecado ni contradecir a la ley. Pero, al mismo tiempo, quiere hacer comprender que el juez es Dios y que los hombres no pueden usurpar su función. Y así con calma soberana, Jesús adopta una actitud de silencio ante quienes le interrogan. El evangelista lo presenta inclinado, trazando signos con el dedo en la tierra. Era un modo de demostrar que no estaba de acuerdo con el modo como habían planteado la cuestión y que no quería entrar en su juego. Pero aquellos hombres no cejan, insisten, quieren una respuesta. Con breves palabras Jesús da su opinión: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

            El celo por la fidelidad a la ley de Dios si no va acompañado de una clara conciencia del propio pecado, puede llegar a convertir a los hombres en crueles verdugos de sus hermanos. Jesús plantea la aplicación de la ley a nivel personal, invitando a vigilar sobre los motivos que nos mueven en el momento de exigir para los demás todo el rigor de la ley. ¿Cómo pueden todos y cada uno de los hombres y mujeres, que estamos cargados de pecados, exigir que se aplique la ley a uno de nuestros semejantes, sin preguntarnos sobre nuestra responsabilidad ante esta misma ley? En otro lugar del Evangelio Jesús afirmará: “Con la misma medida con que medís, seréis medidos”, y también: “No hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo”.

            Con fina ironía, el evangelista recuerda que los acusadores, uno tras otro, empezando por los más viejos, fueron desfilando hasta dejar a Jesús solo con la adúltera. La euforia de aquellos hombres, deseosos de apedrear a una infeliz que cedió al pecado, se esfuma cuando Jesús los encara con su propia conciencia. Todos, sin excepción, sienten el peso de las propias culpas. La justicia de ley de Dios hemos de aplicarla, ante todo, a nosotros mismos.

            La adúltera, sola en la presencia del Señor, espera su juicio. Jesús quiere ser el heraldo de la misericordia de Dios y le concede el perdón, recomendándole apartarse del pecado. No es que Jesús no dé importancia al pecado. Jesús no ha venido para exigir el precio de los errores cometidos, sino para invitar a la reconciliación. A la mujer adúltera se le otorga la misericordia de Dios para que en el futuro evite el pecado y, en adelante no peque más.

La justicia de la ley había sido el ideal seguido por Pablo, y, para defender la ley de los padres, no dudó en combatir a los discípulos de Jesús. Pero en el camino de Damasco Dios le hizo conocer a Jesús, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, y por esto afirma en la segunda lectura que la justicia de la ley la estima una pérdida, comparada con la excelencia del conocimiento de Jesús y la justicia que viene de la fe. La actitud de Jesús nos asegura que hemos sido rescatados de nuestros pecados, para que, olvidando lo que queda atrás, nos lancemos hacia lo que está por delante, para que corramos hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba nos llama en Cristo Jesús.