“¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Recibid el Espíritu Santo”. Todas las liturgias cristianas de Oriente y
Occidente en el día de la octava de Pascua proclaman esta página del evangelio
de san Juan, que describe dos apariciones de Jesús, una al aatardecer del mismo
día de la resurrección y otra ocho días después. En esta página, el evangelista
conduce al lector desde la actitud de desánimo y miedo que muestran los
discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos, hasta la
proclamación de la fe en el Resucitado, que hace de aquellos hombres débiles y
apocados, decididos testigos de la victoria de Jesús sobre el pecado y la
muerte, como expresa en nombre de todos el apóstol Tomás al saludarle como:
“Señor mío y Dios mío”.
La situación espiritual de los discípulos en aquel día
queda expresada al decir que las puertas del cenáculo estaban cerradas y los
dicípulos llenos de miedo. Pero el Resucitado llama a la puerta de sus
corazones para que respondan creyendo. Se deja ver de aquellos hombres, que
reciben la paz pascual y el don del Espíritu Santo, don típico y característico
de la Pascua. A los apóstoles se les abrieron los ojos y vieron y
experimentaron el hecho de estar con el Resucitado. Las dudas expresadas por
Tomás han servido para inculcar de manera convincente que la misma realidad la
poseeran también los que crean sin haber visto, sin haber palpado. La
generación de los discípulos que vieron se esfumó en pocos años; las
generaciones de los que creemos sin haber visto llenan siglos de la historia de
los hombres.
La fe no es algo irracional, que se impone a la fuerza,
sino una propuesta que se dirige a la mente y al corazón. La fe no pertenece al
orden de las humanas «comprobaciones», sino que nace en el corazón iluminado
por la gracia de Dios. La palabra de Dios llama a ir más allá de las realidades
palpables para entrar de lleno en el misterio y creer firmemente en su Palabra.
Pero conviene recordar también que la fe no es una forma de propiedad adquirida
una vez por todas, que no se puede perder. La fe cristiana es un esfuerzo que
ha de durar toda la vida, un superar obstáculos, un abrir puertas y horizontes,
porque creer es dejarse llevar por el Espíritu de Dios, es mantener un diálogo
contínuo con el Señor. Sólo quien se abre al Espírítu y cree es dichoso de
verdad. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que otros no llegan a
ver.
La fe pascual creó
solidaridad y alegría en la primera comunidad cristiana. El Señor resucitado
fue reconocido por los primeros discípulos con gozo y alegría, y esta
experiencia les lleva a comunicarla a
los demás hombres para que puedan beneficiarse de su realidad. Del mismo modo
que el Padre ha enviado a su Hijo, éste comunica el Espíritu a sus discípulos y
los envía a proclamar la gracia y la salvación ofrecidas a todos. Esta será la
misión que la Iglesia deberá realizar hasta el final de los tiempos. Nuestra fe
en Jesús debe manifestarse no solamente con palabras sino mediante la vida de
cada día de quienes formamos la comunidad de los creyentes. La primera lectura
de hoy recuerda a los apóstoles anunciando a Jesús y la fuerza de su
resurrección con signos y prodigios. El ejemplo de los creyentes suscitaba
admiración: la gente que los observaba se hacía lenguas de ellos y sentían
temor a juntárseles. Se daban cuenta de la exigencia que suponía aceptar
aquella fe que transformaba a los individuos.
Somos la Iglesia de Jesús
en la medida en que creemos en el Señor resucitado, pero podemos preguntarnos
si nuestra vida responde de verdad a la fe de los apóstoles, si nos esforzamos
en vivir en comunión unos con otros. La fe, cuando es verdadera, sin
apariencias ni engaños, exige también esforzarse leal y seriamente para hacer
del precepro del amor, tal como nos lo propone Jesús, la norma de nuestra vida.
Sólo así podremos estar seguros de seguir al Señor resucitado. Hemos de salir
sin miedo del cómodo nido de nuestro egoísmo y convertirnos en testigos
convencidos del Resucitado, del que es el primero y el último, del que estaba
muerto pero que ahora vive, anunciándolo con nuestra vida entre los hombres
para que todos puedan participar de su victoria.
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