“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha
resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea”. Con estas
expresiones se proclama el anuncio pascual, la noticia de la victoria de Jesús
sobre la muerte. Nuestra sensibilidad habría deseado quizá una manifestación de
Jesús en persona, mostrando su nuevo cuerpo glorioso, en el que las llagas
serían pálido y eficaz recuerdo del misterio de la Pasión. En cambio, el
mensaje angélico nos invita a entender en su justa dimensión la obra que Dios
se ha dignado llevar a cabo para nuestra salvación: no es entre los muertos que
hemos de buscar al que está vivo, no es mirando hacia atrás que podremos
alcanzar a Jesús, porque ya no está escondido en el sepulcro. Ha resucitado.
Esta afirmación nos lanza hacia adelante, porque inicia realmente una nueva
etapa de la historia del mundo.
Cada vez que recitamos el
símbolo de los apóstoles, decimos que Jesús, al morir, bajó a los infiernos, es
decir que bajó a la profundidad de la muerte, que asumió en toda su realidad lo
que todos los humanos han de experimentar. Jesús quiso pasar por la muerte
precisamente para asegurarnos que a los muertos se les ha dado posibilidad de
oir la voz del Hijo de Dios y, oyéndola, pudiesen entrar de nuevo a la vida.
Jesús no se queda en el infierno. Después de gustar la muerte, resucita, entra
en un nuevo modo de existir, de modo que lo antiguo ha terminado, empieza una
realidad que antes no existía. Por eso no puede quedarse en los estrechos
límites del frio sepulcro y la tumba queda vacía, por eso se nos invita a no permanecer
llorosos junto al sepulcro sino de buscarle precisamente en la vida.
La resurrección de Jesús,
la resurrección de entre los muertos, es algo completamente distinto de la
reanimación de un cadáver. Resucitando, Jesús pasa del mundo de la corrupción
al mundo nuevo de la gloria, y vive en plenitud y ofrece vida a todos. Faltan
palabras para expresar esta nueva realidad que Pablo llama nuevo nacimiento, y
Juan glorificación. Pero esta promesa de vida que supone la resurrección de
Jesús no queda reservada para un mañana lejano. Pablo recordaba que el bautismo
ha realizado de alguna manera nuestra participación en la muerte y resurrección
de Jesús. El bautismo que un día recibimos nos ha incorporado a Jesús muerto y
resucitado: es un signo que pide una respuesta comprometida de parte nuestra.
Hoy la liturgia pascual invita a renovar nuestro compromiso, nuestra promesa de
vivir la vida nueva que exige el bautismo cristiano entendido como
participación en la resurrección del Señor resucitado.
Por eso, celebrar la
resurrección de Jesús no es simplemente volver los ojos hacia el pasado y
afirmar lo que ocurrió en aquella noche pascual, que sólo ella conoció el
momento en que Jesús salió de la tumba. En la celebración de esta noche, tanto
las lecturas como las plegarias han insistido en el hecho de nuestro bautismo.
Así como el pueblo escogido, atravesando las aguas del mar Rojo, de esclavo del
faraón paso a ser pueblo de Dios, de modo semejante nosotros, por las aguas del
bautismo, fuimos sepultados con Jesús en la muerte para vernos libres de la
esclavitud del pecado, y así como Jesús fue despertado de entre los muertos
para gloria del Padre, así nosotros hemos de andar en una vida nueva, es decir,
hemos de vivir según la voluntad de Dios, dejando nuestros caminos equivocados,
y trabajando para guardar los preceptos y mandatos de Dios, el Padre de nuestro
Señor Jesucristo.
En esta época de búsqueda
ansiosa, de lucha, de violencia, de incertidumbre, pero también de sorpresa y
de maravilla que es nuestro tiempo, asumamos la seguridad que nos ofrece la
victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, y descansando en el amor de Dios
que salva, dispongámonos a trabajar con ilusión para que nuestro mundo sea cada
vez más humano, más justo, más libre, más pacífico, iluminado por la gloria de
Jesús resucitado.
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