Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante
ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su
solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de
Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio,
cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de
bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia,
del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino
porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado,
fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para
hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la
esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y
gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.
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