23 de marzo de 2016

JUEVES SANTO (Ciclo C)


“Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre. Hoy, la lectura del libro del Exodo, recordaba cómo Moisés, antes de salir de Egipto, invitó al pueblo a sacrificar una res y a comerla en familia con panes sin fermentar y hierbas amargas. El antiquísimo rito, propio de pueblos de pastores nómadas, recibe en aquel momento un significado nuevo, pues la sangre de la víctima será signo de liberación cuando la última plaga hiera los primogénitos de Egipto. Se trata de la institución de un rito nuevo, del rito de la Pascua, es decir del Paso del Señor que quiere salvar a su pueblo. Este rito de la Pascua Israel lo celebró en la vigilia de dejar Egipto y ha continuado a celebrarlo cada año hasta hoy, como memorial de cuanto Dios ha hecho, hace y hará por su pueblo.

            Jesús, como todo buen israelita celebró cada año la cena de la Pascua. Pero en el momento en que estaba para iniciar el éxodo de su pasión y muerte, quiso comerla con sus discípulos y el venerable rito, por explícita voluntad de Jesús, adquiere un nuevo sentido, como afirmaba san Pablo en la segunda lectura. En lugar del habitual cordero inmolado, Jesús distribuye el pan diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El pan se convierte en signo de la carne del nuevo y definitivo Cordero que el Viernes santo será inmolado en la Cruz. En lugar de la sangre del cordero, Jesús entrega la copa del vino diciendo: “Este cáliz es la nueva Alianza sellada en mi sangre”, la sangre que será derramada en la Cruz. El antiguo rito pascual, renovado por Jesús, anticipa sacramentalmente la realidad de salvación que tendrá lugar en la Cruz, y, después de la resurrección de Jesús, quedará como rito memorial que, repetido cada día, permite a la Iglesia anunciar la muerte y la resurrección de Jesús hasta que vuelva al final de los tiempos.

            En este contexto hay que entender el relato del evangelio, en el que el evangelista indicaba que había llegado la hora de Jesús, es decir el momento para dejar este mundo y volver al Padre, para enfrentarse con la muerte. Y Jesús acompaña sus palabras con gestos concretos: lava los pies de sus discípulos. El signo es descrito  subrayando el uso de los verbos dejar y tomar, aplicados tanto a los vestidos como a la vida. El hecho de que Jesús lave los pies de los apóstoles no es un simple ejemplo de humilde servicio a los hermanos. Es todo un signo que substituye en el cuarto Evangelio a la misma institución de la Eucaristia.


            El texto expresa que Jesús, siendo Dios, se ha hecho hombre por amor a los hombres; y en llegando el momento, es decir su hora, no duda en despojarse de su cuerpo y entregarse a sí mismo a la muerte por amor al Padre y por amor nuestro, para librarnos así del pecado y de la misma muerte. Después retomará su cuerpo para manifestarlo glorioso en la victoria de la resurrección, asociándonos a su victoria. La nueva vida que Jesús nos obtiene con su misterio pascual comporta para nosotros exigencias de amor y servicio para con Dios pero también y sobre todo para con los hermanos: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. El hecho de ser cristianos comporta una práctica sacramental, - somos bautizados, confirmados, tomamos parte en la eucaristía y en la penitencia -, pero esto no basta. Es necesario un esfuerzo para traducir en la vida lo que celebramos en el rito: hay que ponerse al servicio de los hermanos, asumiendo las exigencias de la justicia y la caridad, cada uno en el lugar que le corresponde, comprometéndonos a trabajar a fin de que el mundo y la sociedad, respondan cada vez mejor a la voluntad de Dios, manifestada para nosotros en Jesús. 

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