12 de marzo de 2016

V DOMINGO DE CUARESMA (Ciclo C)


«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Jesús, mientras adoctrinaba al pueblo, se ve acosado por un grupo de letrados y fariseos que le presentan una mujer sorprendida en adulterio y desean saber su parecer sobre el caso. Si bien la ley de Moisés imponía a los adúlteros la pena de muerte, la intención de los interlocutores de Jesús no era recta, pues buscaban comprometerle y acabar con él. Si Jesús, permaneciendo fiel a su mensaje de perdón y misericordia, no se declaraba partidario de aplicar la Ley podía ser acusado de conculcar los preceptos que el pueblo creía haber recibido de Dios. Si, por el contrario, se declaraba en favor del rigor de la pena, su enseñanza sobre el amor de Dios que busca al pecador para perdonarlo, quedaba en meras palabras.

            Jesús no puede aprobar el pecado ni contradecir a la ley. Pero, al mismo tiempo, quiere hacer comprender que el juez es Dios y que los hombres no pueden usurpar su función. Y así con calma soberana, Jesús adopta una actitud de silencio ante quienes le interrogan. El evangelista lo presenta inclinado, trazando signos con el dedo en la tierra. Era un modo de demostrar que no estaba de acuerdo con el modo como habían planteado la cuestión y que no quería entrar en su juego. Pero aquellos hombres no cejan, insisten, quieren una respuesta. Con breves palabras Jesús da su opinión: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

            El celo por la fidelidad a la ley de Dios si no va acompañado de una clara conciencia del propio pecado, puede llegar a convertir a los hombres en crueles verdugos de sus hermanos. Jesús plantea la aplicación de la ley a nivel personal, invitando a vigilar sobre los motivos que nos mueven en el momento de exigir para los demás todo el rigor de la ley. ¿Cómo pueden todos y cada uno de los hombres y mujeres, que estamos cargados de pecados, exigir que se aplique la ley a uno de nuestros semejantes, sin preguntarnos sobre nuestra responsabilidad ante esta misma ley? En otro lugar del Evangelio Jesús afirmará: “Con la misma medida con que medís, seréis medidos”, y también: “No hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo”.

            Con fina ironía, el evangelista recuerda que los acusadores, uno tras otro, empezando por los más viejos, fueron desfilando hasta dejar a Jesús solo con la adúltera. La euforia de aquellos hombres, deseosos de apedrear a una infeliz que cedió al pecado, se esfuma cuando Jesús los encara con su propia conciencia. Todos, sin excepción, sienten el peso de las propias culpas. La justicia de ley de Dios hemos de aplicarla, ante todo, a nosotros mismos.

            La adúltera, sola en la presencia del Señor, espera su juicio. Jesús quiere ser el heraldo de la misericordia de Dios y le concede el perdón, recomendándole apartarse del pecado. No es que Jesús no dé importancia al pecado. Jesús no ha venido para exigir el precio de los errores cometidos, sino para invitar a la reconciliación. A la mujer adúltera se le otorga la misericordia de Dios para que en el futuro evite el pecado y, en adelante no peque más.

La justicia de la ley había sido el ideal seguido por Pablo, y, para defender la ley de los padres, no dudó en combatir a los discípulos de Jesús. Pero en el camino de Damasco Dios le hizo conocer a Jesús, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, y por esto afirma en la segunda lectura que la justicia de la ley la estima una pérdida, comparada con la excelencia del conocimiento de Jesús y la justicia que viene de la fe. La actitud de Jesús nos asegura que hemos sido rescatados de nuestros pecados, para que, olvidando lo que queda atrás, nos lancemos hacia lo que está por delante, para que corramos hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba nos llama en Cristo Jesús.


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