“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y
gloria en lo alto”. San Lucas pone en labios de la multitud que acoge a Jesús
en su entrada en Jerusalén esta aclamación. No era la primera vez que visitaba
la ciudad santa, pero en aquella ocasión quiso dar una solemnidad inusitada a
su ingreso. Podría pensarse que el ministerio por tierras palestinas estaba
dando su fruto y que llegaba finalmente el reconocimiento público y solemne de
Jesús como Mesías enviado por Dios, pero no era así. Jesús quiso este ingreso
triunfal a modo de último aviso, para que el pueblo abriera sus oídos a la
palabra de Dios y su corazón a la fe que salva. El fervor popular alrededor de
Jesús sentado sobre un asno iba a ser breve: a los pocos días las mismas voces
reclamarán de Pilato que el Maestro sea crucificado, como un vulgar delincuente
perturbador del pueblo, que ponía en peligro su estabilidad religiosa y
política.
Con el recuerdo de esta solemne
entrada en Jerusalén, la liturgia de este domingo de Ramos inaugura la Semana
Santa, la semana en la cual, como creyentes, trataremos de seguir paso a paso
las últimas vicisitudes de Jesús, el Maestro bueno, que pasó haciendo el bien,
y que terminó clavado en una cruz, condenado a muerte por delitos no cometidos.
La cruz, sin embargo, no fue conclusión de una amarga experiencia, sino que,
por la reali-dad de la resurrección que siguió, fue comienzo de algo tan
extraordinario como es el fenómeno humano y espiritual que llamamos cristianismo.
Las lecturas de este domingo invitan
a considerar la realidad de la Pasión desde distintos ángulos: el anuncio
profético de la primera lectura del Antiguo Testamento, la descripción
detallada de los momentos culminantes de la pasión de Jesús en el evangelio,
así como la interpretación teológica del hecho mismo del abajamiento de Jesús
en su muerte. La historia de la pasión y muerte de Jesús la hemos aprendido
desde niños y la recordamos cada año. En cierto modo podemos afirmar que
estamos familiarizados con ella. Pero si somos sinceros hemos de reconocer que
es duro aceptar sin más este drama sangriento. El desenlace de la existencia de
Jesús, con la muerte más terrible de aquella época, reservada sólo a esclavos y
terroristas, es consecuencia de su vida, por haber vivido como había vivido. La
figura y la palabra de Jesús, que ha querido ser hombre con los hombres, que
sobreponía la misericordia hacia el hermano sobre un culto frío y formalista,
que invitaba a una seria conversión para vivir según la voluntad de Dios,
suponían una amenaza para todos los bienestantes de aquella sociedad, y una
decepción para los que, en el comienzo de su actividad, se habían entusiasmado
con aquel Maestro que hablaba con autoridad. Aquellos hombres intuyeron pronto
que el Reino de Dios y el Dios del Reino anunciados por Jesús, suponían el fin
de sus privilegios. Y rápidamente tomaron la decisión de acabar con él. Quizá
porque nada vuelve al ser humano más agresivo ni más innoble con sus propios
hermanos que el pánico.
Jesús, aunque Hijo de Dios, aprendió
en sus propios sufrimientos y en su propia historia humana, que la plenitud del
hombre sólo se alcanza en aquella actitud de aceptación y confianza que se
llama obediencia. En esta Semana Santa no nos limitemos a ver, a contemplar la
Pasión del Señor. Tratemos de despojarnos de todo lo que pueda impidirnos el
tomar la cruz, como el Cirineo, y acompañar a Jesús hasta el Calvario, para
morir con él, para vivir con él.
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