14 de agosto de 2015

EN LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA

SAN ELREDO DE RIEVAL, SERMÓN 19


Introducción
Elredo de Rieval nació en Hexham, Northumberland (Yorkshire) (1110). Recibió la primera instrucción en el priorato de Durham[1], donde Eilaf, su padre, sacerdote de Hexham, iba a morir como oblato. A la edad de catorce años fue recibido en la corte del rey de Escocia, David I. Allí convivió con los príncipes reales, recibió una cultura anglo-normanda y siguió estudiando los clásicos latinos. Hacia los veinte años empezó a desempeñar un oficio palaciego, el de dapifer regis o senescal; por eso podía recordar a San Bernardo que procedía de las cocinas. En aquellos años, Waldef, hijo del rey, abandona la corte y se une a los canónigos regulares, aunque al final acabará siendo abad cisterciense en Melrose. Quizá esta decisión aceleró en él el deseo de hacerse monje.
Elredo es un representante de la denominada teología monástica, cultivada en los monasterios medievales, y que con la aparición de Císter experimentó un nuevo impulso, con autores como Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry, Guerrico de Igny y el mismo Elredo, todos ellos contemporáneos del siglo XII. Esta teología elaborada en los claustros cistercienses, a diferencia de la que se hacía en las escuelas de las catedrales y en las universidades, más especulativa, no separa la reflexión intelectual de la vida, el conocimiento del amor. Es una teología encarnada en la propia existencia y en la experiencia que brota del misterio de la fe, creído y vivido en la liturgia, y que se fundamenta en la lectura pausada y saboreada de la Sagrada Escritura. El deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra, y que debemos acoger, meditar y practicar, fue el que llevó a Elredo a profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.

Una de las tareas más importantes de un abad es la de dar a sus hermanos, los monjes que se le han confiado, la enseñanza espiritual de la Palabra de Dios, tarea que los abades cistercienses cumplían cada día en el Capítulo (Sala Capitular donde se reúnen diariamente para leer la Regla), y que nos ha valido un amplio repertorio de sermones de los más insignes abades de la Edad Media

La doctrina de Elredo está injertada en el árbol de Claraval, y su enseñanza es fruto de una experiencia personal, desarrollada en el campo bernardiano. Su modo de meditar la Escritura, de comentarla y exponer sus textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, de recurrir a su autoridad, se identifica en Elredo con la escuela del Doctor Melifluo, que sobresalía en el arte de extraer de la letra del texto bíblico la miel pura y sabrosa del sentido respecto a la experiencia de Dios, al gusto de Dios. Elredo es la figura señera de toda una generación cisterciense que, siguiendo la estela de San Bernardo, contribuye a la renovación de la ciencia sagrada.
Discípulo fiel y a la vez independiente de San Bernardo, desarrolla ciertas intuiciones del maestro, afirmando el equilibrio de su pensamiento. Dos actitudes representativas resaltan aspectos singulares en toda la producción literaria del Abad de Rieval, y ponen su acento propio en su aportación a la formación de una tradición espiritual.

También es fácil reconocer en sus escritos -particularmente en sus dos grandes obras, el Espejo de la caridad y La amistad espiritual- las líneas maestras del pensamiento de San Bernardo, al que llama amantísimo padre y señor mío[2]. Tanta fue esta influencia que ha podido afirmarse, a propósito del De amicitia spirituali, que Bernardo sobrevivió en las obras de su mejor discípulo[3].
Su doctrina monástica es fuerte, sin paliativos. Que nadie se engañe: somos los profesionales de la cruz de Cristo[4]. Me dirijo a vosotros, hermanos míos, hijos míos, no solo adoradores de la cruz de Cristo, sino también profesionales y amadores de su cruz...[5].

Elredo, no afirma la Asunción de María, ciertamente la Asunción de la Virgen María con el rigor teológico de la definición dogmática que hizo Pío XII el año 1950, sino que se limita prudentemente a dar su opinión: Aunque en este asunto con el cuerpo, como algunos creen, pero aunque no me atreva a afirmar esto porque no tengo en qué basarme, solo con dudas me atrevería a afirmar que en este día la bienaventurada Virgen…, subiría al cielo y recorrería toda aquella ciudad celeste con la rapidez de su espíritu.

Hasta la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, con la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, en la fiesta de la Asunción se leía el pasaje de la visita de Jesús a Marta y María. El hecho de que el texto de la Biblia Vulgata hablase de un “castillo”, dio lugar a Elredo para elaborar su sermón basado en los elementos constitutivos de un castillo: el foso, el muro y la torre que constituyen los elementos defensivos de un castillo, refiriéndose a las virtudes de la humildad, la castidad y la caridad.

Elredo aplica esta figura a María, una plaza fuerte completamente especial, en la que se dan a la perfección y simultáneamente la laboriosidad de Marta y la contemplación de María.

Como ocurre en todos sus sermones, Elredo deriva enseguida al sentido antropológico o moral, es decir, la aplicación a los monjes. Igualmente ellos deben dedicarse a la vita actualis, las vigilias, el ayuno, el trabajo, pero a la vez deben buscar tiempo para dedicarse exclusivamente a la contemplación, a estar como María a los pies de Jesús, pues como el mismo Señor ha dicho: “María ha escogido la mejor parte y no se le quitará”[6].

1.     Sermón 19, en la Asunción de Santa María
          1. 1    Jesús entró en casa de Marta y María
Entró Jesús en un castillo[7] -nos dice Elredo-, y una mujer, de nombre Marta, que tenía una hermana, que se llamaba María, lo acogió en su casa[8]. La alegría de María es grande por tener a tal huésped, al que agasaja, y en cuya atención estaba muy ocupada. Pero aún más grande fue el contento de María, al darse cuenta de la dignidad del huésped. Y al contrario que Marta, lo acogió atendiendo a su sabiduría y se recreó en su dulzura. Y tan atenta estaba a las palabras de Jesús, que no se preocupaba de lo que pasaba en la casa, de lo que Marta decía y de sus muchas ocupaciones[9].
1. 2    Acoger a Jesús espiritualmente
San Elredo, nos dice: ¿Quién de nosotros, si nuestro Señor estuviese en este mundo, y quisiese venir a él, no se alegraría de modo admirable e inefable? ¿Pues qué diremos, hermanos? ¿Porque no está físicamente, por eso no podemos recibirlo físicamente, por eso no podemos esperar que venga? Debemos preparar nuestras casas, y no dudar que Jesús vendrá a nosotros mejor que si viniese físicamente. Es cierto que estas dos mujeres tuvieron la dicha de recibirlo corporalmente, pero no nos debe caber la menor duda que fueron más dichosas de recibirlo espiritualmente.
En aquel tiempo muchos lo recibieron corporalmente, y comieron y bebieron con Él, pero como no lo acogieron espiritualmente siguieron siendo unos desgraciados. Pues, ¿quién más desgraciado que Judas? Él sirvió corporalmente al Señor. Y la Virgen María, cuya gloriosa Asunción hoy celebramos, aunque fue dichosa por recibir en su cuerpo al Hijo de Dios, lo fue mucho más por acogerlo en su alma. Así nos lo dice San Lucas en su Evangelio: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Y el Señor le contestó: Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen[10].

1. 3    Preparar un fortaleza espiritual
Hermanos, hemos de preparar, un castillo espiritual para que pueda venir a nosotros el Señor. Si María no hubiese preparado en sí esta morada fortificada, Jesús no hubiese venido a morar ni en su cuerpo ni en su espíritu, ni se leería hoy en esta solemnidad de María este Evangelio.

Debemos preparar este castillo donde se hacen tres cosas para que sea fuerte: el foso, la muralla y las torres. Primero el foso, después la muralla sobre el foso y por último la torre, que es más fuerte y sobresale por encima de todo. La muralla y el foso contribuyen a la vez a la defensa, ya que si no estuviese delante el foso, la gente podría, por medio de algún ingenio, llegar a socavar la muralla, y si la muralla no estuviese sobre el foso, podrían llegar hasta el foso y rellenarlo. La torre, por su parte, lo defiende todo porque sobresale por encima de todo.

1. 4    El foso es la humildad
Ahora vayamos a nuestra alma y veamos cómo deben realizarse espiritualmente todas estas cosas en cada uno de nosotros. ¿Qué es el foso sino un hoyo? Ahondemos en nuestro corazón para encontrar allí lo que hay en el fondo, quitemos la tierra que está en el fondo y saquémosla fuera, ya que es como se hace el foso. La tierra que debemos coger y echar fuera es nuestra fragilidad. Y pensemos que no está escondida dentro, sino tengámosla siempre presente a nuestros ojos, para que haya un foso en nuestro corazón, es decir, tierra humilde y profunda. Ese foso, hermanos, es la humildad.

Hemos de recordar lo que nos dice aquel viñador del Evangelio del árbol que el amo de la viña quiso arrancar porque no encontró en él fruto: Señor, déjala este año, y yo cavaré en su alrededor y le echaré estiércol[11]. El Señor quiso hacer allí un foso, es decir, enseñar la humildad. Así debemos comenzar a construir este castillo, ya que si no empezamos por poner este foso en nuestro corazón, “una verdadera humildad”, solamente traeremos ruina sobre nosotros mismos.
La Virgen María ¡qué bien hizo este foso!, ya que miró más su propia fragilidad que toda la grandeza y la santidad que en ella había. Supo reconocer que, si era pobre, lo era por ella misma, y que si era santa, “Madre de Dios, Señora de los Ángeles, y templo del Espíritu Santo”, lo era por la gracia de Dios. Y así manifestó lo que era por ella misma: ¡He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra![12]. Y, de nuevo: Ha mirado la humildad de su esclava[13].

1. 5    La muralla espiritual es la castidad
A continuación del foso hemos de construir la muralla. Y esta muralla es la castidad; muralla verdaderamente fuerte, ya que mantiene incólume y sin mancilla la carne. Esta es la muralla que defiende el foso -del que hemos hablado- para que no puedan rellenarlo los enemigos, porque si perdemos la castidad, enseguida se llena el corazón de inmundicias e impurezas, y desaparece por completo del corazón el foso espiritual, la humildad. Y así como el foso es defendido por la muralla, también el muro ha de ser defendido por el foso, ya que el que pierde la humildad no puede tampoco mantener la castidad de la carne. Por esto sucede que la virginidad, mantenida desde la infancia hasta la ancianidad, se pierde a veces cuando el alma se mancha con la soberbia, y la carne a su vez se mancha con la lujuria.

María tuvo esta muralla con mayor perfección que cualquier otro, porque ella es santa, pura, y su virginidad, como una muralla firmísima, nunca pudo ser penetrada por la tentación del diablo. Fue virgen antes del parto, en el parto y después de él.

1. 6    La torre de la caridad
 Si imitamos a María y tenemos el foso de la humildad y la muralla de la castidad, debemos edificar la torre de la caridad.
La caridad es la “gran torre”, porque así como la torre suele ser la parte más alta del castillo, así la caridad está sobre todas las virtudes del edificio espiritual del alma. El apóstol San Pablo dice: Aún voy a mostraros un camino más excelente[14]. Diciendo esto se refería a la caridad, que es el camino más sublime que lleva a la vida[15]. El que se encuentra en esta torre no teme a sus enemigos, ya que la caridad perfecta expulsa el temor[16]. Sin esta torre -la caridad- se tambalea el castillo espiritual del que hemos hablado.

El que tiene seguro y fuerte el muro de la castidad, pero desprecia o juzga a su hermano, no tiene con él la caridad que debe, porque no tiene la torre, y el enemigo entra por la muralla y mata su alma. Igualmente, si parece humilde en su comportamiento: en el comer, en sus tendencias…, pero tiene por dentro un espíritu amargo para sus superiores y hermanos, el foso de la humildad no podrá defenderlo de sus adversarios.

1. 7    La caridad de María
Como nos dice Elredo: “¿Quién podría expresar lo perfecta que era la “torre” en la Virgen María? Si Pedro amó a su Señor, ¿cómo amaría Santa María a su Señor e Hijo?”[17]. Y cómo amaría ella a su prójimo, a los hombres, lo manifiestan tantos milagros y apariciones con los que el mismo Jesús se ha dignado hacer ver que ella intercede ante su Hijo por todo el género humano. Su caridad es tan grande que no cabe en mente alguna.
Este es el “castillo” en el que Jesús se digna entrar. Pero no nos cabe duda que son mucho más dichosos los que lo reciben en el castillo espiritual que los que lo recibieron en sus casas. No sabemos por qué el evangelista no nos ha dado el nombre del castillo, pues solo se contentó con decir que entró Jesús en un castillo. “Uno” expresa algo singular, y esto corresponde propiamente a nuestra Santísima Señora, ya que ella es el “castillo singular”, pues en nadie se halla tal humildad, tan perfecta castidad, tan extraordinaria caridad. María es, sin duda, el “castillo singular” que construyó el Padre, que santificó el Espíritu Santo, en el que entró el Hijo y toda la Trinidad como morada suya peculiar.

1. 8    Jesús entró con la puerta cerrada
Este es el “castillo” en el que entró Jesús. Como profetizó Ezequiel, entró con la puerta cerrada y salió con la puerta cerrada cuando dice: Y me condujo a la puerta que da al Oriente, y estaba cerrada[18]. Esa puerta oriental es María Santísima, pues la puerta que da a Oriente, es la primera que recibe la luz del sol; y así, María, que siempre se dirigía hacia el Oriente, es decir, a la luz de Dios, recibió los primeros rayos; y más aún, todo el resplandor del verdadero Sol, el del Hijo de Dios, como nos dice Zacarías: “Nos ha visitado el Oriente, que procede de lo alto”[19].

Esa puerta estaba cerrada y bien defendida, no pudiendo el enemigo encontrar ningún acceso ni resquicio[20]. Estaba cerrada y sellada con el sello de la castidad, que no se rompió al entrar el Señor, sino que la confirmó y afianzó, porque de Él es de quien recibimos la virginidad; con su presencia no la eliminó, sino más bien la confirmó. Así es como Jesús entró en este “castillo”. Si nosotros tenemos este “castillo espiritual”, sin duda que Jesús entrará espiritualmente en nosotros. En María, entró espiritual y corporalmente, ya que en ella y de ella tomó el cuerpo.

1. 9    En la misma casa han de vivir Marta y María
Y una mujer de nombre Marta, que tenía una hermana que se llamaba María, lo acogió en su casa[21]. Si nuestra alma se ha convertido en un castillo, conviene que vivan en ella dos mujeres: una que esté a los pies de Jesús para escuchar su palabra; la otra para servirlo y alimentarlo. Porque si solo estuviese María en aquella casa, no habría quien alimentase al Señor; si solo estuviese Marta, no habría quien se recreara con sus palabras y presencia.
Marta simboliza el trabajo con el que el hombre se afana por Cristo, y María, en cambio, el ocio en el que deja sus trabajos corporales y se recrea con la dulzura de Dios, ya sea por la lectio, la oración o la contemplación. En tanto que Cristo es pobre, anda por la tierra, pasa hambre, sed, y sufre la tentación, es inevitable que estas dos mujeres habiten en la misma casa, es decir, que ambas actividades se den en la misma alma.

Mientras nosotros estemos en la tierra, si somos sus miembros, Él está en la tierra. Y mientras que los que son miembros suyos pasan hambre, sed, y son tentados, Cristo también. Por eso Él dirá en el día del juicio: Siempre que lo hicisteis a uno de mis más pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis[22]. Es necesario que en esta miserable y penosa vida esté Marta en nuestra casa, que nos dediquemos a los trabajos manuales, pues mientras necesitamos comer y beber, debemos trabajar. Pero cuando sintamos la tentación del deleite, hemos de controlar nuestro cuerpo con las vigilias, el ayuno. Esta es la parte de Marta.

1. 10  Actividades espirituales y corporales
En nuestra alma también debe estar María, que es el ejercicio espiritual, porque no debemos dedicarnos siempre a los trabajos corporales, sino dejarnos para ver qué bueno, qué dulce es el Señor[23], estar a los pies de Jesús y escuchar su palabra. No debemos descuidar nunca a María por Marta, ni tampoco a Marta por María, pues si descuidamos a Marta, ¿quién alimentará a Jesús? Y, si descuidamos a María, ¿de qué nos servirá que Jesús entre en nuestra casa, si no gustamos nada de su dulzura?

Debemos tener presente que estas dos mujeres nunca deben estar separadas en esta vida. Llegará el momento en que Jesús ni será pobre, ni pasará hambre, ni sed, ni será tentado, entonces solo María, es decir, la actividad espiritual, llenará nuestra casa, nuestra alma. Todo esto, San Benito lo captó muy bien, o más bien el Espíritu Santo en San Benito[24], y por eso estableció que estuviesen dedicados a la lectio, propio de María, sin olvidarse del trabajo correspondiente a Marta; mandó ambas cosas y estableció unos tiempos para la actividad de Marta y otros para la de María.

1. 11  Cómo se realizaron en la Virgen María
En la Virgen María, se dieron perfectamente las dos actividades. Cuidó a Jesús en todas sus necesidades temporales, huyó con Él a Egipto, etc.[25], esto pertenece a la actividad corporal. En cambió, conservar todas estas cosas meditándolas en su corazón[26], y reflexionar sobre su divinidad, contemplar su poder, deleitarse con su dulzura, corresponde a la actividad espiritual. Por eso con razón dice el evangelista: María, a los pies de Jesús, escuchaba sus palabras[27].

En la parte de Marta, la bienaventurada María no estaba a los pies de Jesús. Más bien parece que era el mismo Jesús el que estaba a los pies de su dulcísima Madre, ya que nos dice el evangelista, les estaba sujeto a María y José[28]. Pero en cuanto veía y reconocía su divinidad, ella estaba a sus pies, se humillaba ante Él reconociéndose como su esclava[29]. Y en la parte de Marta le servía como a débil y pequeño que tenía hambre, sed, sufría con Él en sus tribulaciones y en las injurias que le hacían los judíos. Por eso se le dice: Marta, Marta, andas muy ocupada y te turbas por muchas cosas[30]. Y en la parte de María, le suplicaba como a Señor, lo veneraba como a su Señor, y anhelaba con todo su corazón su dulzura espiritual.

1. 12  En el tiempo del destierro
Por tanto, mientras estamos en este cuerpo, en este destierro, en este lugar de penitencia[31], tengamos presente que nos es más propio y natural lo que dijo el Señor a Adán: Tendrás que comer tu pan con el sudor de tu frente[32]. Esto corresponde a Marta, porque todo lo que podemos gustar de la dulzura espiritual no es más que una pitanza[33], con la que Dios sustenta nuestra debilidad. Por eso, hagamos lo que corresponde a Marta; y con temor y cuidado, ejercitémonos en lo que corresponde a María para no dejar lo que corresponde a una por lo de la otra. Alguna vez Marta querrá que María le ayude en el trabajo, pero no hay que ceder. Señor –dijo-, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el servicio? Dile que me eche una mano[34]. Es una tentación.

1. 13  No dejar el quehacer de María por el de Marta
Si cuando debemos dedicarnos a la lectio y a la oración, nuestra mente nos sugiere que hagamos otras cosas -que no son ni urgentes ni necesarias en ese momento-, entonces, en cierto modo, Marta llama a María para que la ayude. El Señor juzga justa y adecuadamente, pues no manda a Marta que se siente con María, ni a María que se levante y sirva con Marta. Es más dulce y agradable la parte de María, pero el Señor no quiere que por ella se deje la obra de Marta; y es más fatigosa la parte que corresponde a Marta, pero no quiere que se abandone el ocio de María, sino que quiere que cada una haga su parte.

Los que quieren o piensan que algunos en esta vida solo han de ser como Marta, y otros solo como María, se equivocan y no entienden nada, ya que estas dos mujeres están, viven, en un mismo castillo, en una casa. La una y la otra son gratas y adeptas al Señor, y son muy amadas por Él, como nos dice el Evangelio: Jesús amaba a María, a Marta y a Lázaro[35]. Pensemos, ¿qué santo llegó a la santidad sin la actividad de estas dos mujeres?

1. 14  No mezclar la una con la otra
Cada uno de nosotros tenemos que dedicarnos a ambas actividades, y es indiscutible que, en ciertos momentos[36], hemos de obrar como Marta y en otros como María, a nos ser que sobrevenga una necesidad que esté fuera de la ley. Hay que ser fieles a los tiempos que el Espíritu Santo nos ha determinado; esto quiere decir que en el tiempo de la lectio estemos haciéndola, y no nos dejemos llevar por la pereza o la indiferencia, apartándonos de los pies de Jesús, sino que estemos ahí, escuchando su Palabra; y a la hora del trabajo seamos diligentes y dispuestos, y no nos excusemos dejando el trabajo o servicio que nos pide la caridad.
Nunca debemos mezclar estas dos cosas, a no ser que la obediencia, a la que no se debe anteponer ni la quietud ni el trabajo, ni la acción ni la contemplación, nos urgiera a dejar los mismos pies de Jesús (por decirlo de alguna manera). Y aunque para María era más agradable estar a los pies de Jesús, si Él se lo hubiese mandado, se habría levantado ayudando a su hermana Marta a servirlo. Pero el Señor no lo hizo, para recomendar con esto ambos modos de proceder, y a no ser que se nos mande otra cosa, debemos cumplir ambas, sin dejar la una por la otra.

1. 15  La mejor parte es de María, que no se le quitará
Reflexionemos sobre lo que dice el Señor: María ha elegido la mejor parte que no se le quitará[37]. ¡Gran consuelo nos ha dado Jesús con estas palabras! Se nos quitará la parta de Marta, pero no la de María. Nos hastiaríamos de todo el trabajo y miserias si estuviésemos siempre con ellos; por eso el Señor nos consuela. Seamos valientes y llevemos con ánimo todos los trabajos que nos sobrevengan, sabiendo que han de tener fin. Y si los consuelos espirituales solo duraran lo que dura esta vida, no tendríamos mucho interés. Pero no se nos quitará la mejor parte (la de María), sino que aumentará.

Y después de esta vida, lo que aquí hemos gustado como en pequeñas gotas, comenzaremos a gustarlo espiritualmente en plenitud, hasta embriagarnos, como bien dice el profeta: Se embriagarán con la abundancia de tu casa y les darás a beber del torrente de tus delicias[38]. No debemos rendirnos por los trabajos de esta vida, porque pronto se terminarán. Debemos apetecer con ansia el gozo de las delicias del Cielo, que ya empieza aquí, pero que tendremos en plenitud y para siempre en la otra vida, la que durará eternamente. Que María, Madre asunta al cielo, nos ayude a conseguir esta felicidad ante su Hijo, que es Dios y vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos sin fin.
Conclusión
Dichoso aquel que sepa, a su debido tiempo, escoger la mejor parte. No hay en ningún sitio otra mejor parte, porque esa parte es el Señor, que es el que ha creado todo lo demás, todas las demás partes, y frente a Él, que es el “Todo de todo lo creado”, sea esto visible o invisible, todo lo demás solo son partes de lo creado. Así nos lo dice también Juan del Carmelo en su libro “Sed de Dios”[39]. Pero en tanto que estamos en este mundo, hemos de aceptar la alternancia de ambas vidas sin quejas, dentro de la obediencia.

Mientras otros se entregan a diversas tareas, dedíquese María -dediquémonos nosotros- a contemplar y a experimentar qué bueno y suave es el Señor[40]. Y procuremos sentarnos con el espíritu ferviente y el alma sosegada a los pies de Jesús, mirándolo sin cesar y escuchando las palabras, porque es una delicia para los ojos y melodía para el oído. De sus labios fluye la gracia y es el más bello de los hombres[41]. Más aún, su gloria supera a la de los ángeles.

Gócese, pues, María, y viva agradecida -y gócense todos los monjes del Císter-, por haber escogido la mejor parte. Dichosos los ojos que ven lo que ves tú, y dichosa tú que percibes el murmullo divino en el silencio, donde es bueno para el hombre esperar la salvación del Señor. Busca la sencillez, evitando de un lado el engaño y la falsedad, y de otro la multiplicidad de ocupaciones. Escucharás así las palabras de aquel cuya voz encanta y cuya figura embelesa.

La Asunción es motivo de especial alegría para María, y para todos los cristianos que celebran su Asunción en cuerpo y alma al cielo, y debemos regocijarnos con ella, alabarla, festejarla. Y de manera muy especial, nos gozamos en este día solemne todos lo/as monjes/as cistercienses al homenajear a nuestra Patrona. María conoció a su Hijo como hombre y se regocijó con ello, pero en su Asunción pudo contemplar plenamente su divinidad.
Hna. Florinda Panizo

[1] Las escuelas de gramática dieron a Elredo una buena base para su futura cultura clásica. Leach ofrece amplia información sobre las escuelas de los tiempos de Elredo y, en concreto, de las de su región: “Early Yorkshire Schools”, en Record Series of the Yorkshire Archeological Society, XXVII.
[2] Geoffrey T. Webb y Adrian Walker, Speculum caritatis: Espejo de la Caridad, Pról. Londres 1962.
[3] J. De La Croix Boston, La doctrine de l’amitié chez Saint Bernard, en RAM 29 (1953) 3-19.
[4] Speculum caritatis 2, 1, 3.
[5] In ramis Palmarum serm. 1, 8.
[6] Lc 10,42.
[7] Castillo, plaza fuerte, ciudadela, así se ha entendido en la Edad Media el término Castellum, de la Vulgata, y esta es la interpretación que hace Elredo y describe en su sermón. Por eso, aunque vaya en contra de nuestros conocimientos históricos y arqueológicos, es indispensable mantener el término y leerlo desde esa perspectiva para poder comprender su sermón.
[8] Lc 10,38-39. Este Evangelio se leía en la fiesta de la Asunción hasta la reforma del Concilio Vaticano II.
[9] Íbid.,10,38-40.
[10] Íbid.,11,27-28.
[11] Lc 13,6.7.8.
[12] Íbid.,1,38.
[13] Íbid.,1,48. María canta la salvación de Dios en su persona. El campo se amplía y la salvación de Dios llega a los pobres de la tierra, a los humildes, a los hambrientos, etc.
[14] 1 Co 13,1.
[15] Mt 7,14.
[16] 1 Jn 4,18.
[17] Cf. San Elredo, Serm. 45, 14 en la Asunción de Santa María, p. 68.
[18] Ez 44,1; 47,2.
[19] Lc 1,78.
[20] Cf. Ez 44,1-2; Jos 6,1.
[21] Lc 10,38.39.
[22] Mt 25,40.
[23] Sal 45,11; Sal 33,9; 1 Pe 2,3.
[24] RB 48,1. San Benito nos presenta la distribución de la jornada completa en el monasterio. Y esto nos da pie para profundizar en los otros dos elementos que, junto con el Oficio Divino, son esenciales de la vida monástica: el trabajo y la lectio divina.
[25] Mt 2,14.
[26] Lc 2,19.
[27] Ibid., 10,35.
[28] Ibid., 2, 51.
[29] Ibid., 10,39.
[30] Ibid., 10,41. Las palabras de Jesús no son tanto un reproche a Marta como un elogio encendido de la actitud de María, que escucha la Palabra del Señor: “Aquella se agitaba, esta se alimentaba; aquella disponía muchas cosas, esta solo atendía a una. Ambas ocupaciones eran buenas”. Cf. San Agustín, Sermón 103,3.
[31] 2 Co 5,6.
[32] Gn 3,19.
[33] En el párrafo anterior, Elredo ha dicho lugar de penitencia al que corresponde una pitanza, ración de comida que se distribuye a los que viven en comunidad o a los pobres.
[34] Lc 10,40. La frase cobra un sentido nuevo al ver el contraste entre los apuros y nerviosismos de Marta y la tranquilidad de María. En medio de las actividades de la vida hay que saber “pararse” para escuchar la Palabra de Dios, y esto tiene una importancia capital en los monjes/as. Es la parte buena de la vida que escogen al seguirle en la vida monástica-contemplativa. Es lo único que, en definitiva, interesa.
[35] Jn 11,5.
[36] RB 48,1.
[37] Lc 10,42. A veces se ha visto en Marta el símbolo de la vida de la tierra y en María la del Cielo. Otras veces se ha considerado a Marta como símbolo de la vida activa, y a María de la contemplación. En la Iglesia hay diversas vocaciones, pero acción y contemplación deben estar presentes en toda vida cristina.
[38] Sal 35,9.
[39] Cf. Juan del Carmelo, La sed de Dios, Espiritualidad nº 16, Editorial Dagosola, Madrid 2011, p. 65.
[40] Sal 33,9.
[41] Sal 44,3. Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no solo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en Él, sobre todo, se encarna la belleza de la verdad, la belleza de Dios mismo. Cf. Joseph Ratzinger, La contemplación de la belleza. A los participantes en el “Meeting” de Rimini (Italia) 24-8-2002.

8 de agosto de 2015

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (ciclo B)


“¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. La primera lectura evoca hoy una escena del ciclo del Profeta Elías. Aquel hombre que se distinguió por su vehemencia y vigor en la defensa de la fe en el único Dios de Israel, se nos presenta hoy cansado físicamente y moralmente deprimido, al constatar el aparente fracaso de su actividad profética. Pero Dios, que no abandona en la prueba a sus fieles servidores, prepara para Elías un alimento venido del cielo  que le da nueva fuerza y le hace capaz de llegar al monte de Dios,  donde verá confirmada su misión profética.

De modo semejante, llegada la plenitud de los tiempos, para dar un nuevo impulso de vida y de esperanza a la humanidad, cansada y desorientada, Dios envió a su mismo Hijo, que se presentó diciendo: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Pero la afirmación de Jesús no convence a sus oyentes, más aún, les escandaliza hasta llegar a la murmuración crítica y la hostilidad. A las palabra de Jesús oponen su opinión sobre su persona: “¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?”. Todos nosotros, cuando no estamos dispuestos a aceptar un razonamiento, por más pruebas o razones que se presenten, pasamos fácilmente al ataque personal, desprestigiando a quien lo propone, para quedar tranquilos en nuestra cómoda postura.

          Pero Jesús lleva la cuestión a un nivel más profundo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado... Serán todos discípulos de Dios. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Creer es un don gratuito de Dios, y no  es lícito excusarnos diciendo que si Dios no nos concede el don de la fe estamos libres de toda responsabilidad. La fe es ciertamente un don, pero comporta también una responsabilidad de parte nuestra. Dicho de otra manera: no podemos encerrarnos en nuestra posición, culpando a Dios de nuestra resistencia a reconocer nuestra condición de criatura. Porque no siempre estamos dispuestos a escuchar, a abrirnos para cambiar, a dejarnos conducir por nuevos senderos.

          En este sentido vale la pena tener presente la recomendación que el apóstol Pablo hace en la segunda lectura, invitando a no poner triste al Espíritu Santo, a esta fuerza divina con que Dios nos ha marcado para el día de la liberación final. Hemos de ser dóciles a la acción divina, dejando de lado cualquier forma de amargura, de ira, de enfado, de toda maldad, es decir de oposición al mensaje que Jesús nos ha comunicado, no sólo con las palabras, sino entregándose por nosotros, en fuerza de su amor, como oblación y víctima de suave olor.

          Jesús sigue ofreciéndose a si mismo como pan de vida, pero no hay que entender sus palabras como intento de satisfacer necesidades corporales inmediatas. Jesús, para precisar su pensamiento, alude al mana que los israelitas recibieron de la bondad divina durante su experiencia por el desierto. No se trata de un pan material lo que Jesús ofrece. Jesús va más lejos, y no duda en afirmar que el que cree en sus palabras, el que le acepta como pan de vida tendrá vida eterna, y después de la muerte, participará en la resurrección en el último día. Jesús nos promete la vida si nos fiamos de él, para poder superar la gran prueba de la muerte, que cada día encontramos al alcance de nuestra mano.


Insiste Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre. Las palabras de Jesús no son una exhortación piadosa para consolarnos espiritualmente, sino que nos invitan a preguntarnos sobre el sentido de nuestra existencia y, sobre todo, a plantearnos el futuro que nos espera después de la prueba final de la muerte. Cierto que podemos conformarnos en asumir, más o menos estoicamente, nuestro paso por la vida, esplendida y trágica a la vez, aceptando que todo termine definitivamente cuando cerraremos los ojos corporales. Para el que no se conforme, Jesús le ofrece otra posibilidad. El precio es la fe en él. Cada uno de nosotros ha de decidir qué respuesta dar.

1 de agosto de 2015

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo B)


“Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. Jesús dirige estas palabras a la multitud que lo busca, después de que ha comido y se ha saciado con la multiplicación de los panes y de los peces, pero que no ha entendido el significado del signo. Porque Jesús no ha venido para resolver concretos  problemas materiales, - precisamente para esto ha dado inteligencia a los hombres -, sino para ofrecerles un mensaje de salvación. Jesús invita a la gente a adaptarse a la nueva perspectiva que, como Hijo del hombre, ha venido a proponer a la humanidad.
Domingo

          Por esto, Jesús les propone hacer un esfuerzo para obtener un alimento que no perece, es decir trabajar en la obra de Dios, que no es otra cosa que creer en el enviado de Dios, Jesús el Cristo. Jesús no ha venido para pedir oraciones, abstinencias, mortificaciones u otras prácticas por el estilo, porque no busca una religiosidad externa, sino que quiere penetrar hasta el fondo del hombre. El evangelista Juan, al hablar de la necesidad de creer, precisa que creer es trabajar y esforzarse, porque la fe no siempre es fácil. Creer no consiste simplemente en una adhesión de la mente a unas verdades formuladas más o menos de modo abstracto: creer es aceptar la persona de Jesús, ponerse en sus manos, renunciar a todo para dejarse guiar e iluminar por Él.

Se ha dicho que creer es dar la mano, poniéndose a disposición de Dios. Para ello es preciso estar seguros de que Dios nos ama y que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y necesitamos. Por otra parte, creer no es renunciar a la razón, no es abandonarse a un pasivismo fatalista, a un conformismo cómodo que evita asumir responsabilidades, con la excusa de que Dios correrá con la iniciativa. De hecho, sólo puede creer quien es consciente de su propia pobreza, de su indigencia, de sus propios límites, de las tinieblas que lo sumergen. Por eso creer es un trabajo y un trabajo no fácil. La experiencia personal lo enseña.

          “¿Qué signo haces?” le dicen a Jesús. Acaban de comer hasta saciarse y piden un signo. Y se les ocurre evocar al maná, al alimento que Israel recibió de la mano de Dios durante la travesía del desierto, mientras se iba formando como pueblo escogido. Es el tema que ha sido recordado en el fragmento del libro del Éxodo de la primera lectura. Con paciencia, Jesús  explica que el maná, llamado también pan del cielo, no era más que un signo que anunciaba el verdadero pan del cielo, que es Jesús: “Yo soy el verdadero pan de vida, que baja del cielo y da vida al mundo. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed”.

          Es fácil juzgar a aquella gente que pide signos, pero que apenas obtienen uno, ya piden otro nuevo. También nosotros tenemos signos que nos invitan a la fe, pero no nos bastan, y buscamos algo más tangible, algo que nos convenza. En el fondo es que tenemos miedo de caer en manos de Dios, de dejarnos a nosotros mismos para ser de él, para dejar que conduzca nuestra vida, no según su antojo, sino en la medida de su amor, del amor de aquél que por nosotros no dudó en entregar a su propio Hijo, que acabó en la cruz, para nuestra salvación.


          El evangelista pone en labios de la multitud, como colofón del diálogo sostenido con Jesús, una magnífica plegaria: “Señor danos siempre de ese pan”. Probablemente aquella gente no era plenamente consciente de lo que significaban aquellas palabras, pero nosotros hemos de serlo. Este pan que necesitamos lo describe hoy San Pablo en el fragmento de la carta a los Efesios: Si hemos aprendido a Cristo, nos decía, si creemos en Él, no podemos seguir comportándonos como gentiles. Es necesario no dejarnos dominar por la vaciedad de criterios ni por el hombre viejo, que nos hace buscar únicamente el placer. Urge pues  abandonar el anterior modo de vivir, para renovarnos en la mente y en el espíritu, vestirnos de la nueva condición humana, creada por Jesús a imagen de Dios, según la justicia y la santidad verdaderas. 

25 de julio de 2015

DOMINGO XVII Tiempo ordinario (ciclo B)

      
      “Subió Jesús a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Levantó los ojos y al ver que acudía mucha gente, dice a Felpe: ¿Con qué compraremos panes para que coman éstos? Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer”. El evangelio de san Juan recuerda cómo Jesús, consciente de la situación de quienes le han seguido en aquel descampado, los hace sentar en el campo, toma unos panes y unos pocos peces que tenía a mano, dice la acción de gracias y los reparte a todos los presentes. Aquellos pocos panes y peces no sólo bastaron para satisfacer el hambre de aquella multitud, sino que sobraron doce canastas, como dice el evangelista.

          En este relato Jesús es el principal protagonista. La multitud, los discípulos, los mismos panes y peces multiplicados quedan en una discreta penumbra. Lo importante es proclamar que Jesús es el enviado de Dios que, en el cumplimiento de su misión, propone un signo, para que se acepte su mensaje y se actúe en consecuencia. Jesús no ha venido para multiplicar panes y peces para saciar a cinco mil hombres, porque su misión no es resolver los problemas del hambre del mundo, como tampoco es su misión curar a todos los enfermos, resucitar a todos los muertos. Sus signos, sus milagros como se les llama habitualmente, son simplemente gestos destinados a despertar la atención y disponer al espíritu para poder acoger su mensaje.

          La lectura del relato de la multiplicación de los panes y peces no agota el sentido del acontecimiento. Del mismo modo que Jesús siente piedad de aquellas cinco mil personas, que por querer escuchar sus enseñanzas han quedado sin provisiones, no puede quedar indiferente ante situaciones mucho más graves. En efecto, un grito angustiado resuena hoy en muchas partes del mundo. Hay hambre de pan y sed de agua, mueren muchas personas porque nadie les da aquel mínimo necesario para subsistir, a pesar de que muchos, países enteros, ricos y potentes, abundan en todo, e incluso lo malgastan. Pero para mantener un orden establecido, un orden que asegure el bienestar a unos pocos, se olvidan aquellos lamentos. Jesús no es indiferente al sufrimiento y a la necesidad de los hombres. Es en  este sentido hemos de entender la pregunta que hace a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?”. Lo que dice Jesús va más allá de aquel preciso momento, tiene un alcance más amplio. Jesús trata de involucrar a sus discípulos, y en ellos a todos los que creerán en él en el futuro. Jesús quiere hacernos conscientes de los problemas planteados, como los problemas de la alimentación de la humanidad, cuestión de urgente actualidad, cuya solución depende ciertamente de medidas técnicas que entran de lleno en las capacidades del hombre, pero que requieren una buena dosis de amor a los semejantes y de espíritu de colaboración.

          Ante situaciones semejantes, el discípulo de Jesús, aunque de entrada sienta una real impotencia, en cuanto no puede solucionar nada por si mismo, por mucha buena voluntad que posea, si que puede ser fermento para sensibilizar a los demás, a la sociedad y lograr que lo que parecía imposible pueda llegar a ser una realidad. En una noche oscura, una cerilla encendida no resuelve nada. Si miles de personas encienden cada su cerilla, la tiniebla disminuye. Si cada uno de loa hombres y de las mujeres se deciden a aportar sus pequeños cinco panes, sin duda el Señor podrá intervenir de nuevo y hacer posible lo que antes parecía inalcanzable.

          En los domingos siguientes la liturgia nos invitará a leer y meditar el largo discurso del capítulo sexto del evangelio de san Juan,  en el que se nos hablará de Jesús como “pan de vida”, es decir, un pan capaz de suscitar y mantener vida en sentido espiritual: por la fe, primero, por el sacramento de la fe que es la Eucaristía, después. Sólo desde esta perspectiva se explica que Jesús haya aceptado el riesgo que supuso dar de comer a cinco mil personas, pues un gesto semejante podía suscitar reacciones populares desmesuradas, como indica el mismo evangelista al decir: “Iban a llevárselo para proclamarlo rey”. La misión de Jesús es de largo alcance y reclama nuestro compromiso para participar en la obra de salvación que el Padre le ha encomendado.


18 de julio de 2015

DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

         

"Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. 
Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado"

        “Al desembarcar, Jesús vió una multitud y sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles con calma”. Con estas palabras termina el relato del evangelista  Marcos, y que es conclusión lógica del evangelio del domingo pasado, que evocó como Jesús había enviado a sus discípulos a la misión que les sería confiada en el futuro. Hoy se nos dice que los apóstoles, terminada su primera misión, regresaron para dar cuenta de su  experiencia. Jesús, al acogerlos, les propuso: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. No es una invitación a la pasividad, a un descanso egoísta, sino a hacer un alto en el camino para profundizar la experiencia realizada, en el silencio, la reflexión, la escucha y la plegaria, de modo de poder continuar con nuevo ímpetu la misión que les había sido confiada.

            Pero todo se precipita y tanto Jesús como sus discípulos en lugar de hallar un lugar tranquilo para conversar con calma, se encuentran de nuevo ante una multitud, ávida de ser enseñada, ansiosa de ser conducida por el camino de la salvación. Marcos, al hablar de la compasión que Jesús experimenta ante el espectáculo de aquella gente que lo busca, no expresa un sentimiento fruto de  la emoción del momento, sino más bien la actitud fundamental del  Hijo de Dios que se ha hecho hombre, para ser obediente hasta la muerte, y así salvar al hombre del pecado y de la muerte.

            La expresión del evangelista  «andaban como ovejas sin pastor» aparece en diversas ocasiones en el Antiguo Testamento para designar a Israel privado de jefes, descuidado por sus reyes, abandonado a merced de sus enemigos, privado de una guía segura y estable. Es el tema que ha recordado la primera lectura. El profeta Jeremías arremete contra aquellos pastores que, olvidando su cometido, han hecho posible la dispersión y la pérdida de las ovejas que se les habían confiado. Dios que ama sobremanera a su pueblo, se ocupará él mismo de reunir a las ovejas, de hacerlas volver a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. Para esta obra, Dios se sirve de pastores escogidos, fieles a su deber, entre los cuales destaca el vástago de David, Jesús de Nazaret.

            Como ha dicho Pablo en el fragmento de la carta a los Efesios, Jesús, el Buen Pastor, ha derramado su sangre por las multitudes, para constituir un único rebaño, reconciliando a judíos y gentiles, estableciendo la paz entre todos los pueblos y razas, entre sí y con Dios mediante su cruz. La Iglesia, este nuevo rebaño que Jesús ha formado, no ha de ser un ghetto cerrado, un club para gente selecta y clasista; ha de permanecer abierta a todos, ha de vivir la misma compasión que Jesús sintió ante la muchedumbre que se le acercaba y ha de dedicarse con generosidad y constancia, con paciencia y amor, a enseñar con calma el camino de Dios, la buena nueva del Evangelio.

            La Iglesia de Jesús ha de evitar la tentación de encerrarse en si misma y de caer en un legalismo estéril e inútil. La legítima satisfacción de ser cristianos no ha de llevarnos a una satisfacción sutil o ingenua, que a la larga o a la corta lleva a considerar como ignorantes o estúpidos, a quienes no comparten nuestro punto de vista. La Iglesia de Jesús no ha de ser intolerante en nombre de la verdad que ha de anunciar y defender, más bien ha de trabajar para hacer caer las barreras que separan a los hombres, suprimir el odio, comunicar el único espíritu para crear la paz, tanto para los que están cerca como para los que están lejos. Mientras los cristianos conservemos la compasión de Jesús hacia las multitudes, la Iglesia será misionera. Porque la Iglesia es fruto del amor de Jesús que se dio sin medida por todos. Sintiéndonos pecadores perdonados por el gran amor de Jesús, hemos de sentir el ardiente deseo de comunicar a los demás este mismo amor del que hemos saboreado las positivas consecuencias, para que arda en nosotros y se comunique a todos el amor de Jesús que hemos recibido.



4 de julio de 2015

Domingo XIV del tiempo Ordinario (Ciclo B)


Fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. San Marcos evoca la visita que Jesús hizo a Nazaret, al pueblo que le vio crecer y, tal como acostumbraba, entró en la sinagoga para enseñar, suscitando la sorpresa de sus compaisanos, los cuales debían conservar aún la  imagen del adolescente que jugaba por el pueblo y del joven aprendía a trabajar junto a su padre. Y no les fue fácil aceptar que ahora se comportase como maestro que enseñaba con sabiduría y autoridad. En Jesús ven sólo al hijo de José el carpintero, aquél cuya parentela continuaba viviendo entre ellos. La realidad de su origen se convierte en obstáculo a su valoración y, en consecuencia, su corazón permanece cerrado, sin comprender sus palabras y su mensaje. Marcos concluye con una frase que es una seria advertencia para sus lectores: “Jesús se extrañó de su falta de fe y no pudo hacer ningún milagro”. Los de Nazaret ven, pero no creen, viven una experiencia nueva, pero ésta no les ayuda a superar su situación concreta y abrirse a nuevos horizontes. Podría decirse que sus prejuicios, su actitud, paralizan al mismo Hijo de Dios en su obra salvadora.
            Reconocer en Jesús al Mesías no es fácil. Sólo quien abre su corazón para creer en él, puede reconocerlo como inicio de una nueva etapa, aceptar sus palabras y entrar en la dinámica de la salvación. No sólo en el Nazaret de aquellos tiempos, sino también ahora y en todas partes, son muchos los que miran sin ver, los que oyen sin escuchar, los que no colaboran a la obra de la gracia. Hoy como ayer son multitud los que no conocen a Jesús y pasan de largo ante él. El evangelista Juan recuerda cómo algunos seguidores de Jesús, después de escuchar el sermón del pan de vida, reaccionaron diciendo: “Son duras sus palabras”, para justificar su negativa de aceptar a Jesús como Mesías y Salvador del mundo. En efecto, Jesús sigue desconcertando, porque no ha venido a proponer una moral fácil, que se adapte a nuestras debilidades y sea capaz de satisfacer nuestros caprichos.

            La primera lectura de hoy confirma que el drama del rechazo que Jesús experimentó durante su vida, y que perdura hoy en las actitudes negativas hacia la Iglesia, no es algo insólito en la historia de la salvación. El profeta Ezequiel, al recibir de Dios la llamada a trabajar en la conversión de su pueblo, es informado de que es enviado a un pueblo rebelde, y que dificilmente será escuchado, como de hecho aconteció. Quien conoce la Biblia sabe que ésta es la tónica de la historia de la salvación, y que la estructura de la aventura humana es un forcejeo constante y difícil entre el hombre que rechaza ser criatura y pretende ser como Dios y Dios que busca al hombre con una paciencia y un amor sin límites.

Hoy hemos escuchado el testimonio de uno los que creyeron con toda sinceridad: el apóstol Pablo. Aceptó la Palabra, se dejó formar por ella, creyó de verdad y por eso anduvo por el camino del Evangelio. Por esta razón, el gran apóstol, sin rubor, no duda en proclamar su propia debilidad: “Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Pablo había entendido el ejemplo de Jesús y se mantuvo fiel al mismo. Hemos de hacer nuestra la actitud sana y eficaz que Pablo propone, cuando afirma: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte, porque así reside en mi la fuerza de Cristo”. Con Pablo hemos de ponernos a la escuela de Jesús, dejándonos llevar por el mismo camino por el que él paso, seguro que más allá de la cruz, de la contradicción, de la prueba, nos espera la gloria y el descanso en el Reino de Dios.


29 de junio de 2015

ARTÍCULOS: San Bernardo y "El Cantar de los Cantares"

ARTÍCULOS: San Bernardo y "El Cantar de los Cantares":     SERMÓN 20 DE SAN BERNARDO Nació en Borgoña (Francia) el año 1090. Fue el principal propulsor de la reforma cisterciense, promotor de la...

27 de junio de 2015

DPMINGO XIII (Ciclo B)


          “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Dios creó al hombre para la inmortalidad”. Así de claro habla el autor del libro de la Sabiduría, un judío del siglo primero antes de la era cristiana, que conocía bien tanto el contenido de la revelación mosáica del pueblo judío, como la cultura helenística de los pueblos vecinos. Es realmente importante subrayar esta presentación positiva del Dios en el que creemos, como autor y amigo de la vida. Y también es hora de desechar como falsa la imagen que, demasiadas veces, se ha propuesto de Dios como un ser celoso de sus privilegios, sólo preocupado en imponer mandatos, sanciones o condenas a los pobres mortales. Nuestro Dios no es Dios de muerte, de sufrimiento, de dolor o angustia, sino un Dios de vida. Y aunque pueda parecer contradictorio, esta verdad aparece proclamada definitivamente en  la imagen de Jesús clavado en la cruz, que está proclamando que él se dejó crucificar para vencer a la muerte, al dolor, a la enfermedad, para darnos una esperanza segura de vida que no puede ser destruida por la muerte.

         En este mismo sentido hemos de entender el relato que hoy nos propone el evangelista san Marcos, al evocar a dos personas angustiadas que se acercan a Jesús: una pobre mujer enferma que padecía flujos de sangre, y a un preocupado padre que temía perder a su hija. Los dos casos trascienden  la anécdota concreta de aquellos personajes y muestran a Jesús como el enviado de Dios venido para anunciar a su pueblo la superación tanto de la enfermedad como de la muerte. En esta misma línea Jesús no dudará, un día, en afirmar categóricamente: “El que cree en mí tiene vida eterna”. Pero el mensaje de Jesús no es una panacea fácil para resolver los pequeños problemas de cada individuo, sino que se refiere a la salvación de toda la humanidad, y permanece válido para todos los que tienen fe, que creen de verdad en las palabras de Jesús.

         Es instructivo acercarse a los dos personajes que centran hoy el relato evangélico. En primer lugar, la mujer que, preocupada por la enfermedad que le aquejaba y, seguramente, recordando lo que se contaba de aquel Maestro, se atreve a pensar que tocando el vestido de Jesús podría verse curada. Y armándose de valor alarga la mano hasta tocar la ropa del Maestro: se realiza el prodigio y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. En segundo lugar, el padre, personaje importante en la sinagoga local, que angustiado por la inminente muerte de su hija, no duda en salir en busca de Jesús, el cual le dice simplemente: “No temas, basta que tengas fe”. Y por haber creído en las palabras de Jesús pudo abrazar de nuevo a su hija viva y curada.

         Pero creer no es fácil. Lo sabemos todos por experiencia. Más aún: creer es difícil, porque creer significa darse, entregarse, hacer confianza, lanzarse al vacío, convencidos y seguros de que Dios nos recibirá en sus manos, nos acogerá y nos salvará. La fe no se vende ni se compra, no existen fórmulas para explicarla o recomendarla. Se trata de una aventura personal, arriesgada sin duda, pero grávida de consecuencias. Tanto que de nuestra fe depende en realidad el mismo sentido de toda nuestra existencia.


         Las enseñanzas de la Palabra de Dios que se nos proponen hoy podrían parecer una broma del mal gusto a la luz de las noticias que los medios de comunicación ofrecen continuamente. Vivimos en un mundo caduco, imperfecto, en el que lo negativo deja sentir con fuerza su presión, pero es en medio de este mismo mundo perecedero y fugaz que la voz de Dios nos llama a la vida y a la esperanza. El gran don de la vida que disfrutamos tiene fijado ciertamente el término ineludible que es la muerte. Y la muerte va acompañada por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento, que ensombrecen el paso de nuestra vida presente. Y estos rasgos negativos, a pesar de todos los adelantos de la ciencia, han jugado, juegan y continuarán jugando un papel importante en el esfuerzo del hombre por someter y dominar la tierra y contribuir en la evolución de la misma creación. Ante esta realidad,  cimentados sobre nuestra fe en Jesús,  no hemos de resignarnos a perderlo todo, sino que esperamos, más allá del umbral de la muerte, una nueva realidad, que asegurará una continuidad en nuestra historia. Hoy se nos invita a creer decididamente en Jesús, que entregó su vida para obtener la victoria sobre el pecado y la muerte, diciendo a todos los hombres y mujeres del mundo que la vida que Jesús ofrece no acaba, sino que continúa más allá de la muerte y de la enfermedad.

20 de junio de 2015

DOMINGO XII (Ciclo B)

         

   “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. El grito, que  una fuerte tormenta en el pequeño lago de Galilea, arrancó de los angustiados discípulos  de Jesús, se ha repetido infinidad de veces, todas las veces que los humanos se han visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito que resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se da cuenta de nuestros trabajos y luchas. Jesús, como recuerda san Marcos, después de dejar a la multitud que le había escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago junto con sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje, es despertado por los discípulos sobresaltados por una inesperada y violenta tempestad. De pie, Jesús se dirige al viento y al mar y sobreviene una gran calma. El hecho era insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión final: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

            En la mentalidad del pueblo de Israel se entendía la potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo del mal, las tempestades y las olas evocaban las tentaciones del justo. Jesús se impone con autoridad al viento y al mar: de esta manera aparece como el Hijo de Dios, el salvador, que va a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término que utilizará después para hablar de la resurrección. La tempestad calmada es una alusión al gesto definitivo de la Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado, el dolor y la muerte.

            Pero no es éste el único mensaje de la tempestad calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les lleva a despertar a Jesús, cuya presencia en medio de ellos, aunque dormido, no les bastaba. De ahí la recriminación de Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En efecto, no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los signos y milagros, los discípulos demuestran una grave falta de fe. No han entendido que la presencia de Jesús es garantía suficiente de salvación, más aún, la desconfianza que manifiestan indica cuanto les costará entender que la salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas y dificultades. Más aún, la salvación sólo podrá ser una realidad en la medida que Jesús acepte la gran tentación, la gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente con Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la tempestad calmada  invita a una fe total en Jesús, una fe que ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así superar cualquier tipo de miedo y de angustia ante las dificultades que amenazan arrollar nuestra misma existencia.

            Y lo que se afirma del creyente hay que entenderlo también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La voz de la Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no siempre es escuchada; más aún, su prestigio parece que vaya debilitándose. No es de extrañar pues que, a menudo, nos asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “Maestro, ¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite siempre la misma respuesta: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”.

            El mismo mensaje lo encontramos en la segunda lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha recordado cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su fe en el amor que Jesús ha manifestado muriendo en la cruz por todos los hombres, para que tengan vida y la tengan en abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a vivir, no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que todos los que, por el bautismo, han participado en la vida de Jesús, se comporten de tal manera que dejen vivir en si mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo ya sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.


            Una vida semejante solo es posible en la medida en que el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús, misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues de conocer a Jesús no con criterios humanos sino entrando en el misterio de la fe, de tal manera que su vida llegue a ser nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y ser en Jesús una criatura nueva.

30 de mayo de 2015

DOMINGO DE LA SANTíSIMA TRINIDAD

GLORIA AL PADRE AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO

            “Reconoce hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Estas palabras del libro del Deuteronomio invitan a recordar a Moisés, el  hombre que hizo salir de Egipto a unas pequeñas tribus esclavizadas por el Faraón, y que, en la soledad del desierto fueron formando el pueblo hebreo, el pueblo de Israel, que, a pesar de su fragilidad, pudo y supo superar ataques y persecuciones de naciones más fuertes, para llegar hasta el día de hoy, como heredero y portador de una tradición espiritual, en cuyo seno apareció Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, venido para salvar a los hombres de toda raza, lengua, cultura y nación.

            La razón que explica la supervivencia de Israel es precisamente su fe en el Dios único, que le escogió, le guió, lo protegió. La Biblia ha conservado los avatares de la relación entre Dios y su pueblo escogido, relación hecha de rebeliones, pecados y apostasías, junto con muestras de perdón, amor y misericordia. La contemplación de esta historia justifica plenamente las palabras que Moisés dirige a su pueblo: “¿Algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”.

            La fe de Israel es una fe surgida de la experiencia de haber sentido a Dios junto a sí, en el bien y en el mal, y desde esta realidad vivida ha creído, se ha fiado de Dios. Y esta fe en Dios no queda en  palabras que se lleva el viento, sino que revisten en algo sumamente concreto como es observar los mandamientos, que han entenderse no como imposición de dominio por parte de Dios y de sujeción de parte del hombre, sino como respuesta amorosa y libre del hombre a este Dios que se le hace vecino y compañero, con el que mantiene un diálogo que promete vida.

            Este Dios único, amante de los hombres, a los que ha hablado repetidas veces por medio de profetas, ha querido, en la plenitud de los tiempos, hacerse presente en la tierra en la persona de su Hijo Jesús, para repetir con inusitada insistencia su deseo de ser reconocido como Padre amoroso, que quiere que los hombres sean en verdad hijos y herederos suyos, participando en la misma vida divina. Y comunica con generosidad su mismo Espíritu, para que enseñe a los hombres a llamar sin miedo a Dios con toda confianza: “Abba, Padre”.

            Pero la historia se repite. El hombre de hoy a menudo cierra los oídos del corazón y no acoge la Palabra que salva. Poco a poco, tanto los individuos como la sociedad, vamos marginando al Dios que se ha manifestado, al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha enriquecido con su Espíritu, que quiere acercarse cual Padre a sus hijos amados. Cada vez más se considera inútil e innecesario este Dios que se nos ha revelado, y el hombre, para no estar sometido al Dios que le ofrece la vida, la inteligencia y la libertad, no duda en escoger otros dioses, ante los cuales se postra, para rendirles homenaje y servicio, para dedicarles su atención, su tiempo y sus energías, no dudando a veces en sacrificarles incluso su vida y la de los demás. Los nuevos dioses que han suplantado al Dios de la Biblia se llaman dinero, poder, placer, diversión, negocios. Y estos dioses, aunque prometan mucho, al fin de cuentas no son capaces de proporcionar la verdadera vida, la verdadera libertad, que en cambio ofrece el Dios de la revelación.

            Nuestro Dios, el Dios de la revelación, no pide que salgamos de este mundo. Fue él que nos dijo: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Nos espera una gran labor, la de colaborar con Dios en la promoción del mundo, para que sea cada vez más justo, más humano, pero esta gran obra hemos de hacerla como hijos de Dios, sin renegar de aquel que ha querido ser llamado Padre y hacernos hijos y herederos. Quizá no estaría de más que, hoy, en la intimidad de nuestro corazón, nos examinemos y nos preguntemos con toda sinceridad: ¿a qué Dios adoramos? ¿En qué Dios creemos? ¿a qué Dios servimos?