20 de junio de 2015

DOMINGO XII (Ciclo B)

         

   “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. El grito, que  una fuerte tormenta en el pequeño lago de Galilea, arrancó de los angustiados discípulos  de Jesús, se ha repetido infinidad de veces, todas las veces que los humanos se han visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito que resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se da cuenta de nuestros trabajos y luchas. Jesús, como recuerda san Marcos, después de dejar a la multitud que le había escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago junto con sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje, es despertado por los discípulos sobresaltados por una inesperada y violenta tempestad. De pie, Jesús se dirige al viento y al mar y sobreviene una gran calma. El hecho era insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión final: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

            En la mentalidad del pueblo de Israel se entendía la potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo del mal, las tempestades y las olas evocaban las tentaciones del justo. Jesús se impone con autoridad al viento y al mar: de esta manera aparece como el Hijo de Dios, el salvador, que va a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término que utilizará después para hablar de la resurrección. La tempestad calmada es una alusión al gesto definitivo de la Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado, el dolor y la muerte.

            Pero no es éste el único mensaje de la tempestad calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les lleva a despertar a Jesús, cuya presencia en medio de ellos, aunque dormido, no les bastaba. De ahí la recriminación de Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En efecto, no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los signos y milagros, los discípulos demuestran una grave falta de fe. No han entendido que la presencia de Jesús es garantía suficiente de salvación, más aún, la desconfianza que manifiestan indica cuanto les costará entender que la salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas y dificultades. Más aún, la salvación sólo podrá ser una realidad en la medida que Jesús acepte la gran tentación, la gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente con Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la tempestad calmada  invita a una fe total en Jesús, una fe que ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así superar cualquier tipo de miedo y de angustia ante las dificultades que amenazan arrollar nuestra misma existencia.

            Y lo que se afirma del creyente hay que entenderlo también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La voz de la Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no siempre es escuchada; más aún, su prestigio parece que vaya debilitándose. No es de extrañar pues que, a menudo, nos asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “Maestro, ¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite siempre la misma respuesta: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”.

            El mismo mensaje lo encontramos en la segunda lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha recordado cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su fe en el amor que Jesús ha manifestado muriendo en la cruz por todos los hombres, para que tengan vida y la tengan en abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a vivir, no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que todos los que, por el bautismo, han participado en la vida de Jesús, se comporten de tal manera que dejen vivir en si mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo ya sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.


            Una vida semejante solo es posible en la medida en que el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús, misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues de conocer a Jesús no con criterios humanos sino entrando en el misterio de la fe, de tal manera que su vida llegue a ser nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y ser en Jesús una criatura nueva.

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