4 de julio de 2015

Domingo XIV del tiempo Ordinario (Ciclo B)


Fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. San Marcos evoca la visita que Jesús hizo a Nazaret, al pueblo que le vio crecer y, tal como acostumbraba, entró en la sinagoga para enseñar, suscitando la sorpresa de sus compaisanos, los cuales debían conservar aún la  imagen del adolescente que jugaba por el pueblo y del joven aprendía a trabajar junto a su padre. Y no les fue fácil aceptar que ahora se comportase como maestro que enseñaba con sabiduría y autoridad. En Jesús ven sólo al hijo de José el carpintero, aquél cuya parentela continuaba viviendo entre ellos. La realidad de su origen se convierte en obstáculo a su valoración y, en consecuencia, su corazón permanece cerrado, sin comprender sus palabras y su mensaje. Marcos concluye con una frase que es una seria advertencia para sus lectores: “Jesús se extrañó de su falta de fe y no pudo hacer ningún milagro”. Los de Nazaret ven, pero no creen, viven una experiencia nueva, pero ésta no les ayuda a superar su situación concreta y abrirse a nuevos horizontes. Podría decirse que sus prejuicios, su actitud, paralizan al mismo Hijo de Dios en su obra salvadora.
            Reconocer en Jesús al Mesías no es fácil. Sólo quien abre su corazón para creer en él, puede reconocerlo como inicio de una nueva etapa, aceptar sus palabras y entrar en la dinámica de la salvación. No sólo en el Nazaret de aquellos tiempos, sino también ahora y en todas partes, son muchos los que miran sin ver, los que oyen sin escuchar, los que no colaboran a la obra de la gracia. Hoy como ayer son multitud los que no conocen a Jesús y pasan de largo ante él. El evangelista Juan recuerda cómo algunos seguidores de Jesús, después de escuchar el sermón del pan de vida, reaccionaron diciendo: “Son duras sus palabras”, para justificar su negativa de aceptar a Jesús como Mesías y Salvador del mundo. En efecto, Jesús sigue desconcertando, porque no ha venido a proponer una moral fácil, que se adapte a nuestras debilidades y sea capaz de satisfacer nuestros caprichos.

            La primera lectura de hoy confirma que el drama del rechazo que Jesús experimentó durante su vida, y que perdura hoy en las actitudes negativas hacia la Iglesia, no es algo insólito en la historia de la salvación. El profeta Ezequiel, al recibir de Dios la llamada a trabajar en la conversión de su pueblo, es informado de que es enviado a un pueblo rebelde, y que dificilmente será escuchado, como de hecho aconteció. Quien conoce la Biblia sabe que ésta es la tónica de la historia de la salvación, y que la estructura de la aventura humana es un forcejeo constante y difícil entre el hombre que rechaza ser criatura y pretende ser como Dios y Dios que busca al hombre con una paciencia y un amor sin límites.

Hoy hemos escuchado el testimonio de uno los que creyeron con toda sinceridad: el apóstol Pablo. Aceptó la Palabra, se dejó formar por ella, creyó de verdad y por eso anduvo por el camino del Evangelio. Por esta razón, el gran apóstol, sin rubor, no duda en proclamar su propia debilidad: “Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Pablo había entendido el ejemplo de Jesús y se mantuvo fiel al mismo. Hemos de hacer nuestra la actitud sana y eficaz que Pablo propone, cuando afirma: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte, porque así reside en mi la fuerza de Cristo”. Con Pablo hemos de ponernos a la escuela de Jesús, dejándonos llevar por el mismo camino por el que él paso, seguro que más allá de la cruz, de la contradicción, de la prueba, nos espera la gloria y el descanso en el Reino de Dios.


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