“Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino
porque comisteis pan hasta saciaros”. Jesús dirige estas palabras a la multitud
que lo busca, después de que ha comido y se ha saciado con la multiplicación de
los panes y de los peces, pero que no ha entendido el significado del signo. Porque
Jesús no ha venido para resolver concretos problemas materiales, - precisamente para esto
ha dado inteligencia a los hombres -, sino para ofrecerles un mensaje de
salvación. Jesús invita a la gente a adaptarse a la nueva perspectiva que, como
Hijo del hombre, ha venido a proponer a la humanidad.
Domingo
Por
esto, Jesús les propone hacer un esfuerzo para obtener un alimento que no
perece, es decir trabajar en la obra de Dios, que no es otra cosa que creer en
el enviado de Dios, Jesús el Cristo. Jesús no ha venido para pedir oraciones,
abstinencias, mortificaciones u otras prácticas por el estilo, porque no busca
una religiosidad externa, sino que quiere penetrar hasta el fondo del hombre.
El evangelista Juan, al hablar de la necesidad de creer, precisa que creer es
trabajar y esforzarse, porque la fe no siempre es fácil. Creer no consiste
simplemente en una adhesión de la mente a unas verdades formuladas más o menos de
modo abstracto: creer es aceptar la persona de Jesús, ponerse en sus manos,
renunciar a todo para dejarse guiar e iluminar por Él.
Se ha dicho que creer es dar la mano, poniéndose a
disposición de Dios. Para ello es preciso estar seguros de que Dios nos ama y
que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y necesitamos. Por otra parte, creer
no es renunciar a la razón, no es abandonarse a un pasivismo fatalista, a un
conformismo cómodo que evita asumir responsabilidades, con la excusa de que
Dios correrá con la iniciativa. De hecho, sólo puede creer quien es consciente
de su propia pobreza, de su indigencia, de sus propios límites, de las
tinieblas que lo sumergen. Por eso creer es un trabajo y un trabajo no fácil.
La experiencia personal lo enseña.
“¿Qué
signo haces?” le dicen a Jesús. Acaban de comer hasta saciarse y piden un
signo. Y se les ocurre evocar al maná, al alimento que Israel recibió de la
mano de Dios durante la travesía del desierto, mientras se iba formando como
pueblo escogido. Es el tema que ha sido recordado en el fragmento del libro del
Éxodo de la primera lectura. Con paciencia, Jesús explica que el maná, llamado también pan del
cielo, no era más que un signo que anunciaba el verdadero pan del cielo, que es
Jesús: “Yo soy el verdadero pan de vida, que baja del cielo y da vida al mundo.
El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed”.
Es
fácil juzgar a aquella gente que pide signos, pero que apenas obtienen uno, ya
piden otro nuevo. También nosotros tenemos signos que nos invitan a la fe, pero
no nos bastan, y buscamos algo más tangible, algo que nos convenza. En el fondo
es que tenemos miedo de caer en manos de Dios, de dejarnos a nosotros mismos
para ser de él, para dejar que conduzca nuestra vida, no según su antojo, sino
en la medida de su amor, del amor de aquél que por nosotros no dudó en entregar
a su propio Hijo, que acabó en la cruz, para nuestra salvación.
El
evangelista pone en labios de la multitud, como colofón del diálogo sostenido
con Jesús, una magnífica plegaria: “Señor danos siempre de ese pan”. Probablemente
aquella gente no era plenamente consciente de lo que significaban aquellas
palabras, pero nosotros hemos de serlo. Este pan que necesitamos lo describe
hoy San Pablo en el fragmento de la carta a los Efesios: Si hemos aprendido a
Cristo, nos decía, si creemos en Él, no podemos seguir comportándonos como
gentiles. Es necesario no dejarnos dominar por la vaciedad de criterios ni por
el hombre viejo, que nos hace buscar únicamente el placer. Urge pues abandonar el anterior modo de vivir, para
renovarnos en la mente y en el espíritu, vestirnos de la nueva condición
humana, creada por Jesús a imagen de Dios, según la justicia y la santidad
verdaderas.
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