“Dios
no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Dios creó al hombre para
la inmortalidad”. Así de claro habla el autor del libro de la Sabiduría , un judío del
siglo primero antes de la era cristiana, que conocía bien tanto el contenido de
la revelación mosáica del pueblo judío, como la cultura helenística de los
pueblos vecinos. Es realmente importante subrayar esta presentación positiva
del Dios en el que creemos, como autor y amigo de la vida. Y también es hora de
desechar como falsa la imagen que, demasiadas veces, se ha propuesto de Dios
como un ser celoso de sus privilegios, sólo preocupado en imponer mandatos,
sanciones o condenas a los pobres mortales. Nuestro Dios no es Dios de muerte,
de sufrimiento, de dolor o angustia, sino un Dios de vida. Y aunque pueda
parecer contradictorio, esta verdad aparece proclamada definitivamente en la imagen de Jesús clavado en la cruz, que
está proclamando que él se dejó crucificar para vencer a la muerte, al dolor, a
la enfermedad, para darnos una esperanza segura de vida que no puede ser
destruida por la muerte.
En este mismo sentido hemos de entender
el relato que hoy nos propone el evangelista san Marcos, al evocar a dos
personas angustiadas que se acercan a Jesús: una pobre mujer enferma que padecía
flujos de sangre, y a un preocupado padre que temía perder a su hija. Los dos casos
trascienden la anécdota concreta de
aquellos personajes y muestran a Jesús como el enviado de Dios venido para
anunciar a su pueblo la superación tanto de la enfermedad como de la muerte. En
esta misma línea Jesús no dudará, un día, en afirmar categóricamente: “El que
cree en mí tiene vida eterna”. Pero el mensaje de Jesús no es una panacea fácil
para resolver los pequeños problemas de cada individuo, sino que se refiere a
la salvación de toda la humanidad, y permanece válido para todos los que tienen
fe, que creen de verdad en las palabras de Jesús.
Es instructivo acercarse a los dos
personajes que centran hoy el relato evangélico. En primer lugar, la mujer que,
preocupada por la enfermedad que le aquejaba y, seguramente, recordando lo que
se contaba de aquel Maestro, se atreve a pensar que tocando el vestido de Jesús
podría verse curada. Y armándose de valor alarga la mano hasta tocar la ropa
del Maestro: se realiza el prodigio y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha curado.
Vete en paz y con salud”. En segundo lugar, el padre, personaje importante en
la sinagoga local, que angustiado por la inminente muerte de su hija, no duda
en salir en busca de Jesús, el cual le dice simplemente: “No temas, basta que
tengas fe”. Y por haber creído en las palabras de Jesús pudo abrazar de nuevo a
su hija viva y curada.
Pero creer no es fácil. Lo sabemos
todos por experiencia. Más aún: creer es difícil, porque creer significa darse,
entregarse, hacer confianza, lanzarse al vacío, convencidos y seguros de que
Dios nos recibirá en sus manos, nos acogerá y nos salvará. La fe no se vende ni
se compra, no existen fórmulas para explicarla o recomendarla. Se trata de una
aventura personal, arriesgada sin duda, pero grávida de consecuencias. Tanto
que de nuestra fe depende en realidad el mismo sentido de toda nuestra
existencia.
Las enseñanzas de la Palabra de Dios que se nos
proponen hoy podrían parecer una broma del mal gusto a la luz de las noticias
que los medios de comunicación ofrecen continuamente. Vivimos en un mundo
caduco, imperfecto, en el que lo negativo deja sentir con fuerza su presión,
pero es en medio de este mismo mundo perecedero y fugaz que la voz de Dios nos
llama a la vida y a la esperanza. El gran don de la vida que disfrutamos tiene
fijado ciertamente el término ineludible que es la muerte. Y la muerte va
acompañada por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento, que ensombrecen el
paso de nuestra vida presente. Y estos rasgos negativos, a pesar de todos los
adelantos de la ciencia, han jugado, juegan y continuarán jugando un papel
importante en el esfuerzo del hombre por someter y dominar la tierra y
contribuir en la evolución de la misma creación. Ante esta realidad,
cimentados sobre nuestra fe en Jesús,
no hemos de resignarnos a perderlo todo, sino que esperamos, más allá
del umbral de la muerte, una nueva realidad, que asegurará una continuidad en
nuestra historia. Hoy se nos invita a creer decididamente en Jesús, que entregó
su vida para obtener la victoria sobre el pecado y la muerte, diciendo a todos
los hombres y mujeres del mundo que la vida que Jesús ofrece no acaba, sino que
continúa más allá de la muerte y de la enfermedad.
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