24 de septiembre de 2016

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario -Ciclo C-


           “Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado”. Lo que San Pablo propone a su discípulo Timoteo mantiene todo su valor para nosotros, cristianos del siglo XXI. La vida presente es una lucha, un combate orientado a la consecución de otra vida más allá de la muerte. La buena nueva que Jesús vino a predicar, y que confirmó con su muerte y su resurrección, es algo más que un manual de ética o un sistema filosófico. La novedad que Jesús ofrece es la vida eterna, es la seguridad de un más allá después del trauma de la muerte, que muchas personas que han marginado la fe, acaban por aceptar como algo ineludible e irreparable. Ante actitudes semejantes, los cristianos hemos de levantar la voz y confesar que Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con noble confesión, murió en la cruz y fue sepultado, venció a la muerte y reina glorioso con el Padre y el Espíritu Santo. Nuestra fe nos invita a trabajar seriamente el combate diario de la fe, que, supone practicar la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza, sin olvidar la esperanza de lo que nos aguarda, la vida eterna que Jesús nos obtuvo.
            En esta perspectiva, el evangelio de Lucas ofrece hoy a nuestra consideración una parábola que Jesús contó a los fariseos, que pedían signos y portentos para creer en él y en su mensaje. Jesús describe, en dos momentos sucesivos, las peripecias de dos hombres, uno rico, que gozaba de abundantes bienes materiales, y otro pobre, que carecía de todo. Éste aparece bien individuado: se llama Lázaro, mientras que del primero se ignora el nombre. Sobreviene la muerte y cambia la situación de ambos: el pobre es conducido al seno de Abrahán, expresión judía que indica el estado de los muertos junto a Dios, antes de la explícita fe en la resurrección, mientras que el rico aparece en el infierno en una situación de angustia y sufrimiento. Extrañamente la parábola no presenta ninguna motivación ética en la suerte de los dos personajes. Acerca del primero sólo se dice que era rico y disfrutaba de los beneficios de la riqueza. Ninguna alusión a un posible origen injusto de sus bienes o a un abuso de los mismos. Del segundo se dice únicamente que era pobre, que deseaba saciarse de lo que sobraba al rico, pero que nadie se lo daba. Cabe preguntarse ¿qué quiere decirnos exactamente Jesús este apólogo?

            No se puede atribuir al rico las características de un hombre alejado de Dios, egoísta y libertino, entregado a placeres materiales, cuando el evangelio sólo dice que banqueteaba espléndidamente. Tampoco es justo ver en el pobre a hombre piadoso, que sabe asumir las contrariedades de la vida, cuando lo único que Jesús afirma de él es que era mendigo, cubierto de llagas y recostado a la puerta del rico, deseando sus sobras. Hay que descartar también la posibilidad de ver en esta página una caricatura arbitraria de un Dios, que, sin razones válidas, puede conceder a los hombres bienes o males, en esta vida o en la otra.

            El mensaje de esta parábola es la urgencia de la conversión: todos los humanos, ricos o pobres, en el momento menos pensado deberán enfrentarse con la muerte, en la cual la verdad se impondrá y de manera definitiva, sin posibilidad de cambios. Jesús recuerda que es necesario estar atentos, pensando en el después, insinuando al mismo tiempo el peligro que supone un uso incontrolado de los bienes materiales, que puede endurecernos e impedir ver las necesidades, a veces urgentes, del prójimo que se encuentra junto a nosotros y al que ignoramos.

            La parábola contiene un segundo mensaje. Cuando el rico se convence de la nueva situación en que se encuentra, piensa en los suyos, es decir en aquellos que viven como él ha vivido, y pide que los visite Lázaro para que cambien de vida. Jesús tajante cuando afirma que si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto. Si queremos tener parte en la vida que nos ofrece más allá de la muerte, además de la vigilancia, se impone la aceptación de la Palabra de Dios tal como se nos ha comunicado. No cabe esperar nuevos signos, milagros o revelaciones. Lo importante es la lucha de cada día con los ojos fijos en la nueva vida que nos espera después de la muerte.

16 de septiembre de 2016

DOMINGO 25 DEL TIEMPO ORDINARI0 (Ciclo C)

     
 “Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido”. La parábola del administrador infiel que Jesús propone hoy, aunque está encuadrada en el ambiente socio-económico de aquellos tiempos, puede adap`tarse bien a nuestro tiempo y a nuestra sociedad. El propietario de una hacienda se ve obligado a despedir al gestor de la misma a causa de sus irregularidades administrativas.  Para todos, se quiera o no, llegará también el momento en que se nos pedirá el balance de nuestra existencia, de cuanto hemos realizado mientras hemos disfrutado del don de la vida en esta tierra. Y esta reflexión debería reavivar nuestro sentido de responsabilidad: hemos sido creados por Dios para llevar a cabo una misión concreta como colaboradores de Dios en el conjunto de la historia del universo. Tiene su importancia ser conscientes del papel que se nos ha confiado en esta aventura.

             El panorama que la noticia del despido planteó a aquel empleado, agudizó su picaresca y le indujo a urdir una última jugada a costa de su amo, para que una vez caído en desgracia, los deudores beneficiados por su fraude le ayudaran. No deja de sorprender cómo Jesús concluye a la parábola, ya que el amo felicita al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ni el amo de la parábola ni Jesús que la cuenta podían aprobar el fraude del gestor, pero el evangelista deja entrever que poseían el humorismo suficiente para apreciar la habilidad demostrada por aquel individuo y sacar conclusiones válidas para todos.

             Jesús constata que los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Esta afirmación contiene una útil advertencia acerca de la precariedad del momento presente, mientras esperamos que se nos pida el balance de nuestra gestión en esta vida. Quienes hemos recibido el don de la fe no podemos reducir nuestro cristianismo a concretas prácticas religiosas, dejando de lado todos los demás campos. No basta pertenecer al pueblo de Dios, a la estirpe de Abrahán o a la Iglesia, pues en lo que atañe la salvación no existen seguridades basadas en presuntos derechos adquiridos. Quien quiera tener parte en el Reino de Dios ha de esforzarse en aceptar con la práctica de cada día el mensaje de Jesús, colaborando al máximo en el plan de Dios sobre el mundo y sobre cada uno de nosotros.

            El gestor infiel, ejemplo de los hijos de este mundo, demostró ser hábil para procurarse amigos de cara al futuro con bienes que no eran suyos, que eran fruto de la injusticia. Jesús invita a los, hijos de la luz, a ser hábiles, decididos y audaces para utilizar los bienes que, de alguna manera se nos han confiado en esta vida, a fin de dar testimonio de amor a los hermanos, y en consecuencia a Dios, y preparar así el momento de nuestro encuentro con él.

            Es significativo que san Lucas, al hablar del dinero y de los bienes materiales, les aplique el término “injusto”. Da la impresión que, para el evangelista, las riquezas a menudo son fruto de injusticia o, en todo caso pueden convertirse en instrumento de opresión. Los bienes materiales son lo suficientemente ambiguos para poner en peligro un servicio justo a Dios y a los hermanos. Jesús invita a comprender que, para nosotros, cristianos, el uso de la riqueza material debe orientarse siempre al bien de los hermanos. No basta dar simplemente lo superfluo. Se nos invita a considerarnos administradores de lo que se nos ha confiado en vista a crear una verdadera comunidad, en la que todos reciban lo que es necesario para una vida digna y equilibrada.


            “No podéis servir a Dios y al dinero”. Así concluye Jesús su discurso. El modo cómo administremos los bienes materiales de que disponemos condiciona de alguna manera a nuestra relación con Dios: Si no fuisteis de fiar en el dinero injusto, ¿quien os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar lo ajeno, ¿lo vuestro quien os lo dará? No existe un prontuario que proponga formulas capaces para resolver estas delicadas cuestiones. Teniendo en cuenta nuestra propia situación, tatemos de encontrar la respuesta más ajustada, de manera que nuestra vida muestre que somos hijos de la luz, hábiles, decididos y audaces en el servicio de Dios y de los hermanos.

10 de septiembre de 2016

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Las tres parábolas que propone el evangelio de este domingo, la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y la del llamado hijo pródigo, subrayan la misericordia divina y la alegría festiva que supone la recuperación de los descarriados. Y esto se explica porque Dios es misericordioso y siempre está dispuesto a perdonar generosamente. El término perdón no goza hoy de buena reputación, y perdonar de corazón se considera con frecuencia como debilidad. Por esta razón, el tema no se puede liquidar alegremente, sino que conviene examinarlo con atención por su importancia en nuestra vida cotidiana.

            Las tres parábolas suponen la existencia de un gesto inicial que rompe el equilibrio: una de las cien ovejas se aparta de las demás; una moneda, de un montón de diez, se extravía; el hijo menor, recoge su parte de herencia y parte hacia un país lejano. Estas tres imágenes distintas encubren una realidad que se repite constantemente en la  Escritura, realidad que el hombre moderno difícilmente acepta y asume: la realidad del pecado. La Escritura, guste o no guste, habla de que el hombre, ser creado por Dios, dotado de libertad, inteligencia y voluntad, es capaz de no aceptar su condición de criatura, de rechazar el amor que Dios le ofrece, de dedicarse a construir su propia vida y la del mundo que lo circunda prescindiendo de Dios y de su amorosa  voluntad. Este conjunto de decisiones y realidades es lo que existe bajo el concepto de pecado.

            Y ante la actitud de pecado y que todos, por desgracia, podemos asumir libremente, Jesús anuncia otra actitud, la de Dios, que se proclama dispuesto a perdonar siempre, sin límites. Esta afirmación  invita a purificar la imagen que podemos tener de Dios. En efecto, el Dios cristiano no es un juez obsesionado por la observancia de leyes y normas. Dios se presenta como el dueño de las ovejas para el cual la descarriada vale tanto, si no más, como las noventa y nueve que han permanecido tranquilas; o como la mujer para la que una moneda no le parece nimiedad y se afana en remover todo hasta encontrarla; o como Padre que, entristecido por la fuga del hijo querido, sólo espera su regreso, no para llenarle de reproches, sino para abrazarlo conmovido, para reintegrarle en el pleno uso de sus derechos de hijo.

            Este don magnífico del perdón de Dios, cargado de respeto y amor hacia el que se ha desviado o apartado, no significa que la misericordia divina anule la justicia, que la indulgencia signifique licencia para toda clase de abusos. El perdón de Dios, ilimitado, generoso hasta lo indecible, sólo es operante cuando de parte del hombre se da el reconocimiento de su mal paso, cuando tiende los brazos hacia el amor de Dios. Este aspecto no se aprecia en las parábolas de la oveja o de la moneda, pero brilla con todo su fulgor en la historia del hijo pródigo. En cuanto éste cae en la cuenta que ha herido al amor del padre o, simplemente, cuando echa de menos el abundante pan de la casa paterna, al primer gesto de cambio de actitud, el perdón lo invade, lo penetra, lo acompaña, lo transforma.


            San Pablo, en la segunda lectura, ofrecía un ejemplo vivo de esta realidad cuando declaraba, que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y que él era el primero. Y resumía su experiencia reconociendo que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente, pero Dios tuvo compasión de él, dándole la fe y el amor en  Jesús, para ser modelo para todos los que creerán en él. Pero es necesario afirmar también que la realidad del perdón cristiano no ha de ser entendida como un salvaconducto que permita a los malvados continuar destruyendo, matando, aniquilando sin freno. El mismo amor que constituye la esencia del perdón, no solamente no excluye, sino que a veces reclama sanciones y normas serias para impedir abusos y ayudar al desviado a encontrar el buen camino. 

3 de septiembre de 2016

Domingo XXIII del tiempo Ordinario


           “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. Estas condiciones que Jesús  propone a quien quiera seguirle, son exigentes e incómodas, aptas para desanimar al más decidido. Si Jesús busca seguidores dispuestos a asumir la realidad del Reino para anunciarla a los demás, al mismo tiempo no duda en indicar las normas necesarias, sin rebajas ni acomodaciones, pues no desea alimentar ilusiones que a la primera dificultad se hundirán con estrépito. Los humanos, a menudo, queremos indicar cómo seguir a Jesús, sin darnos cuenta de que de hecho proyectamos nuestra propia idea en lugar de asumir la de Jesús.
            Lucas habla de una multitud que seguía a Jesús, escuchando sus enseñanzas y admirando los signos que las confirmaban. Pero Jesús era consciente de que el entusiasmo de aquella gente carecía de solidez, pues era superficial e inestable. Para disipar todo equívoco y clarificar la situación, Jesús expone las condiciones necesarias para ser de verdad sus discípulos. Sus palabras debieron sonar duras y exigentes a quienes las oyeron; el paso de los siglos no ha mitigado esta dureza; pero hemos de entender que son palabras que continuan teniendo hoy toda su validez para quien desee seguir a Jesús y ser cristiano.

            En primer lugar, Jesús pone como condición indispensable para seguirle posponer todo afecto por legítimo que sea: la enumeración empieza por los padres, sigue por los esposos, hijos y hermanos, para terminar diciendo: “e incluso a sí mismo”. Cabe preguntarse: ¿Cómo puede atreverse Jesús a pedir todo ésto, él que, en otras ocasiones, ha afirmado con insistencia: “Amaos unos a otros como yo os he amado”; o también: “En esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”. Pero precisamente, para poder llevar a cabo el gran precepto del amor que Jesús encomienda a los suyos, hace falta preferirle por encima de todo, purificar el corazón de todo inpedimento y estar disponible, para poder ser llenado y poseído por Aquel que no ha dudado dar su vida por nosotros.

            No basta esta exigencia a nivel de los afectos más entrañables y añade: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”. Jesús invita a quien pretende seguirle a orientar su vida por encima de todo lo mundano y terreno, para poder apreciar el único valor supremo, más allá de los valores caducos. Llevar su cruz quiere significar estar en comunión estrecha con Jesús y estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Llevar su cruz, es decir la cruz que se nos ha asignado. Entristece ver que a menudo nos inventamos cruces, hechas a nuestro antojo, evadiéndonos de la cruz que la vida y las circunstancia nos han deparado. Aunque no es fácil, sólo aprendiendo a llevar la propia cruz, con alegría, con generosidad, alcanzamos la paz y la serenidad.

            Para insistir en su pensamiento, Jesús propone las parábolas  del que quiere construir una torre y la del rey que proyecta salir a guerrear con otro soberano. Jesús recuerda que para nosotros en la vida todo tiene un precio. Es decir, que el mismo don que Dios ofrece gratuitamente exige una disposición para acogerlo debidamente. El discípulo de Jesús está llamado a ponderar constantemente las exigencias de la llamada y preguntarse hasta qué punto ha respondido y cuanto le queda aún por llevar a cabo. El que decida permanecer junto a Jesús ha de consentir a relativizarlo todo para dejar el primer puesto Él.


            Todo el evangelio es radical cuando se lee con el corazón abierto y sin prejuicios. Cuando decidimos amar por encima de todo otro amor a Dios, nos comprometemos a llevar la cruz por encima de todos los demás ideales por seductores que sean, a fin de estar libre y disponible y así poder seguirle hasta el final. La llamada de Jesús lleva la radicalidad al extremo cuando afirma sin tapujos: “El que no renuncia a todos sus bienes, (tanto materiales como espirituales), no puede ser discípulo mío”. A cada uno de nosotros toca dar la respuesta.

16 de agosto de 2016

LITERATURA APOCALÍPTICA - Profeta Daniel-

HISTORIA DE LAS EXPLICACIONES DEL LIBRO DE DANIEL

Daniel rechaza los buenos manjares
 que le ofrecen de la mesa del Rey
I.   Contenido del libro (su estructura literaria)

El contenido del libro de Daniel, se divide en dos partes; una histórica (1-6) y otra profética (7-12). 
La primera parte relata varios sucesos de la vida de Daniel: su deportación al exilio y su educación en la corte de Nabucodonosor (c.1); la interpretación del sueño de éste acerca de la gran estatua (c. 2); la salvación de los tres compañeros del horno del fuego (c. 3); la interpretación del sueño de Nabucodonosor acerca de la humillación del reino (c. 4); y la misteriosa escritura sobre la pared del palacio real de Baltasar (c. 5); su salvación de la fosa de los leones, bajo el reinado de Darío el Medo (c. 6). En todos estos episodios se muestra a Daniel fiel a la ley mosaica y a la protección especial de Dios, como consecuencia de esa fidelidad.

La segunda parte contiene cuatro visiones sobre el futuro del pueblo israelita: la visión en un sueño de los cuatro imperios de la tierra, simbolizados en cuatro bestias y el Hijo del Hombre (c. 7); la lucha del macho cabrío sobre el carnero (c. 8); las 70 semanas (c. 9); los sucesos desde el hundimiento persa hasta la persecución del pueblo israelita y la derrota del perseguidor (cc. 10-12); la salvación de Susana (c. 13); desenmascaramiento de los sacerdotes de Bel (14,1-21); la salvación de la fosa de los leones bajo el reinado de Ciro (14,22-42).

Ambas partes del libro contienen un orden cronológico estricto (Nabucodonosor-Baltasar-Darío el Medo-Ciro), pero no contiene una biografía completa de Daniel, sino que ofrece solo episodios aislados de su vida. La primera parte habla de Daniel en tercera persona, la segunda pinta las visiones en forma de autobiografía con algunas observaciones aisladas, e introductorias en tercera persona.
“Hasta casi la época moderna se le tiene a Daniel por profeta”
Tradicionalmente el libro de Daniel es considerado como profético, que fue escrito por el profeta Daniel hacia el final o inmediatamente después del destierro de Babilonia. La tradición judía y cristiana está de acuerdo en este punto. Sin embargo hay alguna excepción en esto y no faltaron ya en la antigüedad voces en contra, que colocaban la composición del libro en tiempo de los Macabeos.

Tal era la idea de Porfirio que en su décimo libro contra los cristianos, pretende que no fue escrito por aquel bajo cuyo nombre figura, sino por un autor que vivió en los tiempos de Antíoco Epífanes, y estuvo en Judea viviendo el drama de la persecución provocada por este rey contra los judíos, por tanto que no fue Daniel quien predijo el futuro sino que fue otro autor quien narró el pasado. Los escritos de Porfirio fueron más tarde condenados al fuego por orden imperial; son conocidos por fragmentos de sus refutadotes (Eusebio de Cesarea, Metodio, Apolinar etc.).

En los siglos XVII y XVIII también Newton y Spinoza, eran en parte contrarios a la tesis tradicional y pensaban que solo algunos capítulos del libro habían sido escritos por Daniel mismo. Para Newton los seis primeros eran escritos por otros autores distintos y Spinoza sostenía que los cc. 8-12, habían sido escritos por Daniel pero los anteriores eran extractos de los Anales del Reino Caldeo.

“A partir del siglo XVIII, se habla de una ficción literaria del tiempo de Antíoco Epífanes y se suscitan controversias”
En la época moderna hacia el final del siglo XIX, es negada sistemáticamente la tesis tradicional proponiendo como época de composición el tiempo de Antíoco Epífanes.

H. Corrodi afirmó haber sido compuesto el libro por un impostor de esa época. Eichhon en la primera y segunda edición de su libro, “introducción al AT”, solo se atrevió a rechazar la autenticidad de los seis primeros capítulos, pero en la tercera y cuarta parte (1824) niega también la autenticidad de las visiones. Desde entonces la opinión de los críticos independientes, tienen el libro de Daniel por una ficción literaria, aunque algunos también han hablado de impostura. La cuestión de los géneros literarios no se valoraba todavía por entonces suficientemente en el campo de la exégesis.

C. J. Ball, nos ha dejado ya una importante lección a favor de una legitima ficción literaria, a propósito de este libro, y dice, que lo que menos se le ocurre al autor y a sus discípulos, es preguntarse si las personas escogidas, los acontecimientos y circunstancias que con tanta viveza sugieren su doctrina, son en sí mismos reales o fingidos. La doctrina es todo; el modo de presentación, no tiene valor independiente. Pero para admitir en la Biblia la diversidad de géneros literarios, hacía falta tiempo, por eso se entiende la fuerte reacción  que se levantó por parte de católicos y protestantes, contra estas posiciones críticas que se iban extendiendo.

Un autor protestante, en una serie de conferencias, dice sobre el profeta Daniel, que este libro es especialmente indicado como campo de batalla entre fe e incredulidad; que no admite términos medios, que es divino o que es una impostura; “tiene que ser ficción fraudulenta en sí misma y destructiva de toda confianza, el escribir un libro bajo nombre de otro y darlo como si fuera suyo. Por tanto, si el autor de Daniel mintió, atribuyendo a Dios profecías que nunca fueron pronunciadas y milagros que nunca fueron hechos, todo el libro es una mentira en nombre de Dios” (E. B. Pussey).
II  Argumentos presentados a favor del origen macabaico del libro
La crítica literaria e histórica de Daniel, demuestra con bastante claridad que el libro  fue escrito en el siglo II a. de C. Hay argumentos suficientes para esa proposición.
A)  Extrínsecos
a)  El canon judío, no coloca a Daniel entre los profetas, sino entre otros escritos. Esto indica que cuando se formó el canon judío referente a los profetas, todavía no existía el libro de Daniel. Si existía ya cuando se formó el canon alejandrino, pues en los LXX y la Vulgata, Daniel figura como el último de los cuatro grandes profetas.

b)  El libro de Daniel no era conocido en el año 180, para el autor del Eclesiástico, pues no lo menciona en el elogio a los Padres y de Ezequiel se pasa a los profetas menores (49,8-10). Si el autor del Eclesiástico hubiese conocido a Daniel, no habría dicho que ninguno había nacido nunca como José, sostén de sus hermanos en tierra extraña (49,15). Matatías en cambio, si nombra a Daniel con otros personajes ejemplares[1].
B)  Intrínsecos
a)  Argumento literario. El hebreo de Daniel es muy posterior al siglo sexto a. de C. Es de la época siguiente a Esdras y Nehemías. El arameo es posterior al siglo VI a. C. Existen también al menos quince palabras de origen persa y tres de origen griego. Hay algunos nombres de instrumentos musicales que exigen fechas posteriores a Alejando Magno.

b)  Argumento histórico. El autor revela un conocimiento imperfecto e inexacto de la historia política de Babilonia, durante los últimos años del imperio Neo-Babilónico y los primeros del persa. No es posible que haya vivido durante este periodo.

1º. Se desconoce una cautividad en el año tercero de Joaquín[2].

2º. Se considera a Baltasar como ultimo rey de Babilonia y como hijo de Nabucodonosor. Baltasar, no fue rey, y fue hijo de Nabonida, que sí, fue el último rey de Babilonia.

3º. Se dice de Darío el Medo que sucedió a Baltasar y en el c. 9, primero se le llama hijo de Jerjes. La historia desconoce a dicha persona. El autor ha introducido erróneamente un imperio Medo, gobernando sobre Babilonia entre los imperios Neo-Babilónicos y persa.

4º. El que Nabucodonosor estuviese loco[3] y desposeído del reino, no es confirmado por ningún documento; sí consta que Nabonida, estuvo alejado del trono, impedido por alguna enfermedad, aunque nada se dice de enajenación mental ni que sean siete años de duración. Solo esta confusión entre Nabucodonosor y Nabonida, sería suficiente para excluir la posibilidad de un testimonio contemporáneo.

5º. Por otra parte, el autor se encuentra como en su casa en la historia de las dinastías de los Seléucidas y Tolomeos; refiere detalles de la época de los Macabeos. En cambio, lo que ha de venir después de Antíoco Epífanes, reviste las vaguedades de las predicciones. Todo concurre a pensar en un autor contemporáneo de Antíoco Epífanes.

c)  Argumento teológico. El libro de Daniel, no encierra un mensaje para los hombres del siglo sexto a. C. sino para los de la época de Antíoco IV. En cambio en los escritos proféticos, el mensaje del profeta va dirigido a sus contemporáneos.

En la profecía del AT, no se encuentra determinación de tiempo y personas. En Daniel encontramos muchos detalles de tiempo, nombres y personas, que no son propios de la profecía. La doctrina referente a los ángeles, la resurrección, el juicio final y el castigo eterno, se presenta tan desarrollada y con tanta claridad, que están indicándonos una época muy posterior al exilio. El que en el Canon judío, Daniel se encuentre entre los Kethubin y no entre los profetas hace pensar que la recopilación de los profetas había terminado ya; es también particularmente extraño que no se le mencione en Sirácida[4] 49.

Conclusión: Todos estos argumentos en su conjunto, nos impulsan a considerar que el libro de Daniel, es indiscutiblemente un escrito de la época macabea. Examinando el Capitulo II, se puede determinar con bastante precisión la fecha de su composición. La lucha entre los Tolomeos y los Seléucidas, se describe con gran riqueza de detalles. El clímax se alcanza durante el reinado de Antíoco IV y su persecución religiosa contra los judíos. El punto culminante del sueño del c. 2 y de las visiones lo constituye también este reinado. Su caída anuncia la era mesiánica. El libro fue escrito durante la persecución y antes del afortunado final de la primera fase de la guerra de los Macabeos. Se podría determinar, entre los años 167 y 164 a. de C.
III Postura de los católicos en los últimos años
La hipótesis tradicional, considerada en toda su pureza hoy, es insostenible. La mentalidad católica sigue alejada de la de los críticos… no solo en cuanto que sostienen la posibilidad de los milagros y profecías sean tales aquí, sino también porque va contra ellos el testimonio constante de la tradición después de las palabras de Jesucristo en Mt.24,15.

“Cuando veáis que está en lugar santo el devastador que anunció el profeta Daniel”[5]; y además porque repugna el que se admita simplemente que el libro de Daniel sea midrástico y apocalíptico. Sin embargo la posición de los católicos se va inclinando más a considerar decididamente el libro de Daniel como un apocalíptico compuesto en tiempos de Antíoco Epífanes.

De esta opinión es Ramiro Augé y J. T. Nelis; R. de Vaus (O. P) afirma que el libro de Daniel, debió de ser escrito durante la insurrección macabea, entre los años 167-164. De parecida manera se expresa Lusseau, diciendo que la obra entera en su estado actual debe ser atribuida a un escritor de la era de los Macabeos. Más reciente, ya, en esta línea de ideas, F. Vattioni y M. G. Cordero, clasifican a Daniel, como un apocalíptico.
IV Valoración de los argumentos de los críticos independientes
1    Dificultades y soluciones
Todos los argumentos parecen objetivos y fuertes. Con ellos se intenta dar respuesta a las dificultades históricas que presenta el libro de Daniel, pero las soluciones no parecen disipar todas las dudas. Una dificultad procede de la cita mencionada ya, de Mt 24,15, en la que Jesús atribuye a Daniel el libro que lleva su nombre, y se le llama profeta: “cuando viereis al abominación, de que habló el profeta Daniel, instalada en el lugar santo…”.

Esta dificultad puede solucionarse a la luz de otros casos como Mc 13,14, que es un paralelo de la cita de Mt 24,15 y no se nombra a Daniel: “Cuando viereis la abominación de la desolación instalada donde no debe ser…”. La referencia a Daniel puede ser no de Jesucristo, sino del Evangelista, que añade la frase explicativa,” de que habló el profeta Daniel”. La frase no la implica en cuestión de la autenticidad del libro; cuestión que no estaba planteada, sino que era una forma de citarlo que es equivalente.

En cuanto al testimonio de la tradición histórica; ésta no siempre puede imponerse, si la doctrina queda intacta e intachable y más ahora con los amplios conocimientos de la historia que se tienen y que en este caso tampoco se tienen dudas como, en otros tiempos, sobre el género literario apocalíptico de Daniel. Si se abandona la opinión tradicional, es por razones de peso.
2.   Genero literario midrástico
El Midras hagádico, es una historia edificante escrita para inculcar alguna doctrina religiosa o moral. La literatura midrástica, prosperó extraordinariamente en dos direcciones principales:
a)  Comentarios exegéticos a los distintos libros de la Biblia (al Pentateuco, sobre todo, pero también a Rut, Samuel, Cantar de los cantares, Isaías, Jonás, etc.).

b)  Exposiciones homiléticas de origen claramente litúrgico, en lo que se comentaba el pasaje correspondiente a la reunión sinagogal de cada sábado o festividad.

Este género literario no tiene paralelo fuera de las literaturas judías y cristiana y es que el punto de partida del “Midras” es la fe en la Biblia como libro sagrado, que es preciso meditar, profundizar y actualizar.

En Daniel, sobre todo en la primera parte de su libro (1-6), no hay duda de que pertenece a este genero literario, pues estos capítulos no son una simple y desnuda historia, sino que quizá tomando como base una serie de antiguos relatos populares, el autor los reinterpreta en función del presente. Daniel en 1,6-16), está diciendo a los judíos perseguidos del siglo II, que no tiemblen ni claudiquen, ante las amenazas de Antíoco, cuando les intima a sacrificar y comer de animales impuros[6]. Nabucodonosor y Antíoco son muy parecidos: ambos son profanadores del Templo[7]; Babilonia lo mismo que Antioquia, se enfrenta a Jerusalén, la ciudad del Dios verdadero. El ejemplo de los tres jóvenes que son fieles a las prescripciones alimentarías de la Ley[8]; la negación heróica a adorar la estatua del rey[9]; la oración a su Dios pese al edicto del rey Darío[10], pueden ayudar a los judíos enfrentados cara a cara con la persecución de Antíoco. La intención de estos capítulos más que la de narrar la historia de Daniel o algunos incidentes de su vida por lo menos, es la de narrar principalmente la grandeza del Dios de Daniel, mostrando cómo frustró los propósitos soberbios de los monarcas y cómo defendió a sus servidores que confiaron en Él. Es por eso que aunque parezca una historia al lector poco perspicaz, es un comentario teológico de los acontecimientos de aquel angustioso período que precede a la gran sublevación macabea. Este es el mensaje del autor, mensaje de esperanza y confianza para sus compatriotas atormentados. Esto justifica las inexactitudes históricas, pues lo pretendido por el autor es exponer sus ideas de carácter teológico con el fin de confortar y alentar a sus hermanos.
3.   Género literario apocalíptico
“Apocalipsis”, es un término griego, que significa “revelación”. Se refiere a algo revelado o descubierto a unos pocos escogidos. Los judíos escogieron este término para referirse a un tipo de literatura, que se suponía revelaba el futuro y estaba relacionada con el fin de los tiempos. Esta forma literaria guarda una íntima relación con la profecía y de hecho es hija de la profecía.

Un Apocalipsis es un libro seudónimo, aunque ésta no sea una característica esencial del genero apocalíptico. El autor tomó el nombre de alguna figura venerada en el pasado. Está compuesto en lengua simbólica y oscura, en la que se describen en vaticinios y visiones la historia del pueblo de Dios hasta el tiempo del autor. Casi siempre termina con una con una predicción del inminente juicio escatológico, con el advenimiento de la era mesiánica. Otra característica importante, es la intervención de los ángeles, que son quienes de ordinario explican los misteriosos símbolos.

Solo el que el libro de Daniel haya sido escrito después del año 167 a. de C. justifica que participe el género apocalíptico y midrástico, que se hallaba en vigor en aquella época. El autor no emplea el genero apocalíptico para engañar, sino para dar ropaje literario a su doctrina, de la misma forma que Job empleó el diálogo para discutir un problema religioso. Nada a priori, parece oponerse a que el género apocalíptico y midrástico se encuentre en el libro bíblico, como lo es Daniel concretamente.

Daniel pudo ser una figura histórica del destierro, que el autor tomó de la tradición con libertad midrástica, para escribir su Apocalipsis.

La sección narrativa de Daniel, es un preludio de las visiones. La historia de este personaje nos asegura que por providencia de Dios la persecución no podrá conseguir su propósito. La visión de los cuatro animales y la del carnero y el macho cabrío, aclaran este mensaje. La historia de Oriente se desarrolla centrada alrededor de los reyes representados por animales. En los cc. 10-11, se determinan los símbolos, Antíoco Epífanes es el perseguidor por excelencia; es la única intención que domina las dos partes del libro, dándoles la gran unidad. Daniel y sus compañeros deportados a Babilonia fueron ayudados por Dios y sobrellevaron todas las desgracias, por eso sobrevivieron a todas ellas. La misma providencia divina continúa trabajando y protegiendo al pueblo de Dios y asegurando su supervivencia. La visión final en el c. 12, termina adecuadamente el libro apuntando hacia la era mesiánica, que se encuentra precisamente después de todas las desgracias. Y es que la formula apocalíptica no excluye la predicción del futuro y Daniel, tiene un cierto sentido profético, su autor mira más allá de la época en que vive, mira hacia la era mesiánica.

Hna. María José P.





[1] 1 Mc. 2,49-64.
[2] Cf. Dn 1,1ss.
[3] Cf. Dn 4,22.
[4] La tradición latina lo ha llamado “Libro del Eclesiástico”.
[5] Dn 9,27; 11,31;12,1.
[6] Mac.1,43-42.
[7] 2 Re 25,9;9,13-15;1 Mac 22-24,57-62.
[8] Dn 1,8-16.
[9] Idem., 3,12-18.
[10] Idem., 6,11.

13 de agosto de 2016

Domingo XX del Tiempo Ordinarion (Ciclo C)


            “He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. Estas palabras que Lucas pone en labios de Jesús dejan entrever las vivencias de su ánimo en el tiempo de su ministerio. Jesús siente el deseo ardiente de comunicar a los hombres el fuego del Espíritu, de la vida divina, y por esto da muestras, por decirlo de alguna manera, de su impaciencia por ver llegar este momento, en el que asumirá el bautismo de su pasión y ello suponía una angustia hasta que lo cumpla. En cierto modo la vida de Jesús es como un bautismo que comenzó con las aguas del Jordan bajo la acción del Espíritu, y que culmina cuando se sumerge en las aguas terribles de la muerte, siempre acompañado por el Espíritu. Sólo después de esta experiencia de muerte y sufrimiento podrá finalmente dar a manos llenas a todos los que crean en él el Espíritu que da la vida.

            Inmediatamente Jesús añade unas palabras que pueden sorprender: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Sorprende que pueda hablar así quien se presenta a sí mismo como manso y humilde de corazón, que ofrece un yugo suave y una carga ligera a los que le sigan, que promete dar la paz pero no como la da el mundo, sino de modo totalmente distinto. Para entender estas palabras de Jesús conviene releer el pasaje del mismo evangelio de Lucas de la presentación de Jesús en el templo. Simeón, el anciano que suspiraba ver al Mesías, dijo a María, refiriéndose a su hijo: “Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones”. Jesús es principio de división, de contradicción en cuanto el mensaje que el Padre le ha confiado puede o no puede agradar a quienes lo escuchan: será pues necesaria una decisión en favor o en contra. Jesús no engaña cuando promete la paz, pero la paz mesiánica no se obtiene a cualquier precio, y mucho menos con concesiones o componendas, sino con una decisión clara de seguir la voluntad de Dios hasta el final.

            La primera lectura ha ofrecido un ejemplo de esta división que la Palabra de Dios puede suscitar entre los hombres. El profeta Jeremías, recibió de Dios para sus conciudadanos el mensaje de que no valía la pena resistir al ejército del rey de Babilonia: había que rendirse. Pero el pueblo no aceptó la palabra del profeta pues esperaba inútiles salvaciones humanas; la irritación que producía el mensaje de Jeremías acarreó al profeta persecuciones y cárcel. Este hombre de lucha y discordia preanuncia la guerra que lleva consigo la fidelidad inflexible al Evangelio.

            El autor de la carta a los hebreos, en la segunda lectura, indica cual ha de ser la actitud de los que creemos en Jesús: “Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. Se nos invita a un combate, pues se trata nada menos que de resistir al pecado, sin dejarnos llevar por impedimentos que podrían poner en peligro nuestra fidelidad a Dios. Y para que no nos desanimemos al considerar nuestra debilidad, se nos ofrece el ejemplo de Jesús. Hemos de tener los ojos fijos en él para repetir, de acuerdo con las coordenadas de lugar y tiempo que nos son propias, cuanto hizo Jesús. Sabemos por los evangelios que el tentador propuso a Jesús el gozo de un triunfo terrestre fácil, pero él lo rechazó, para ser fiel a Dios. La fidelidad, la obediencia al Padre le llevó al bautismo de sangre, a la ignominia de la cruz. Sabemos también cuál fue el resultado de esta obediencia: la exaltación de la resurrección, la gloria a la derecha del Padre.


            Se nos indica el camino, se nos señalan los peligros, se nos ofrecen ejemplos, se nos promete ayuda. Que cada uno de nosotros, desde el fondo de su corazón y conociendo la historia de su llamada dé una respuesta válida.

6 de agosto de 2016

DOMINGO XIX DEL T.O. -C-


         “Vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre”. Esperar que el Hijo del Hombre, es decir Jesús de Nazaret, aquel que fue crucificado y fue sepultado y del que sus seguidores decimos que resucitó de entre los muertos, pueda encontrarse de nuevo con nosotros para dar pleno sentido a nuestra existencia dificilmente tiene sentido para aquellos que dan por excluída toda dimensión transcendente, para aquellos cuya filosofía no va más allá de los límites del universo. Pero si creemos en Jesús y en su evangelio, podemos acoger el mensaje que proponen las lecturas de este domingo, que invitan a la espera, a la vigilancia, a estar alerta para aprovechar, cuando llegue, el momento del encuentro.

            En la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos decía: “La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”. Así plantea una delicada cuestión para los hombres y mujeres de hoy, dado que no es fácil hablar de seguridad en nuestro tiempo, porque las circunstancias rezuman inseguridad por todas lados. Y si entramos en nuestro interior, encontramos también inseguridad, que busca crear  mecanismos de defensa para protegernos, pero que, las más de las veces, en lugar de resolver los problemas existentes, producen un desgaste psicológico que agrava la situación. La afirmación de que la fe sea seguridad en medio de la inestabilidad de la existencia, puede aparecer como algo difícil de aceptar, para no decir ridículo.

Sin duda alguna el autor sagrado con sus palabras no intenta resolver los problemas materiales inherentes a la sociedad de la técnica y de la industrialización. Es decir, no pretende que, por la fe, Dios  vendrá a aportar soluciones concretas a nuestras pequeñas o grandes dificultades de cada día. Pero en cambio es verdad que un hombre o una mujer que hayan sabido unificar su espíritu, que hayan sabido reconocerse criaturas sin complejos, que den a Dios el espacio que le corresponde en su existencia, están equipados para encararse con la realidad de cada día, trabajar sin descanso para buscar soluciones y remedios a los problemas de los hombres. La fe es seguridad en la medida que entramos en el proyecto de Dios y renunciamos a ser como dioses, intentando disponer de todo y de todos a nuestro antojo, para servir a nuestro egoísmo y ambición.
           
El que cree pone pues su esperanza y su confianza en Dios. Pero la esperanza exige vigilancia, compromiso, tensión. En el texto evangélico de hoy Jesús habla de diversos aspectos de la vigilancia que el creyente debe cultivar. En una primera parábola se refiere a los bienes materiales que tienen un papel importante en nuestra vida: “Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Si nuestra obsesión es el poseer, corremos el peligro de equivocar el camino. Lucas, al hablar de los bienes materiales insiste sobre la limosna, insistencia que ha de ser entendida como una llamada a la solidaridad, a comprometerse a buscar medios para eliminar la indigencia del individuo o de la multitud. Pero conviene estar alerta: Dar algo al necesitado puede convertirse en una evasión para tranquilizar la conciencia. Más que dar lo que sobra, lo que no necesitamos, es más interesante enseñarle al hermano cómo ingeniarse para adquirir lo necesario y superar así su limitación.


            Es importante saber vivir esperando. Jesús pasa constantemente junto a nosotros, nos llama por nombre y nos invita a compartir su misma mesa. Él pasa, pero a menudo no percibimos su presencia porque no velamos. Estar en vela es tener el corazón vigilante, los oídos en actitud de escucha, los ojos abiertos. Si aquel que esperamos pasa y no nos damos cuenta de su paso es como si no hubiéramos esperado. Jesús insiste en esta actitud en las varias parábolas del evangelio de hoy. Jesús habla de criados y empleados que esperan al amo, y así se puede dar a sus palabras un tono poco simpático. Pero si hacemos atención, en la espera de estos empleados resuena una nota festiva. En efecto, solamente para el que abusa del compás de espera para tiranizar a sus consiervos puede temer al que viene. Para los demás se nos dice que el mismo Señor les hace sentar a la mesa y se pone a servirlos. Jesús insiste que nuestra actitud ha de ser la de una espera confiada, animada por el amor. Dichos los criados a quienes Jesús, al llegar, los encuentre en vela. Ojalá que podamos ser uno de estos.

30 de julio de 2016

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

      
        “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Jesús, al hablar hoy de los bienes de este mundo, invita a considerar, desde la perspectiva de su mensaje, uno de los aspectos más delicados y preocupantes de nuestra época. Es de sobras conocido el hecho de que unos pocos países detenten el mayor porcentaje de bienes materiales, mientras el resto de los pueblos carecen de medios necesarios para el desarrollo o están sometidos incluso a la pobreza y a la miseria. El clamor popular reclama una justa distribución de la riqueza, la promoción de los más desventajados y la reducción de un consumo desenfrenado que no tiene sentido. El problema no es de fácil solución pero los que creemos en Jesús, si queremos se coherentes con nuestra fe, debemos colaborar en la medida de lo posible en buscar y hallar soluciones justas.

          Jesús rechaza el arbitraje que un desconocido le proponía acerca de una cuestión de herencia, porque no ha venido a resolver problemas a nivel familiar, sino a anunciar la buena nueva y a recordar que la codicia, el deseo insaciable de tener más, supone un grave peligro para la misma vida. La Escritura no duda en comparar la codicia con una especie de idolatría, y los bienes materiales no ayudan a alcanzar la razón de la propia existencia, porque son inciertos y no pueden constituir motivo de estabilidad. La tranquilidad y la seguridad del hombre no dependen de sus riquezas, aunque sean abundantes. Quien pone en ellas su confianza hace una pésima inversión. Pero no siempre estamos convencidos de ello.

          Para confirmar esta realidad Jesús propone la parábola del terrateniente al que sonrió la fortuna y tuvo una gran cosecha. Hace sus cálculos, se promete un futuro estable y sin dificultades. Con todo, sus razonamientos dejan entrever su espíritu burgués, su preocupación para asegurarse un futuro feliz y tranquilo, sin pensar en los demás. Esta actitud le merece de labios de Jesús un epíteto nada agradable: “Necio”. El hombre había hecho todos sus cálculos, como si fuese el amo de su existencia. Ha pensado en muchos días, pero ha olvidado el último. Los graneros, el dinero, el poder, la salud son cosas pasajeras y no pueden asegurar una vida larga y tranquila.

          No hemos de entender la condena de la codicia por parte de Jesús como condena de todo compromiso secular, como rechazo de los bienes materiales y del bienestar en general, o como reprobación de todos los que poseen bienes. Lo que Jesús condena es el acaparamiento egoista, la distribución iniqua, el hacer de los bienes materiales la razón de existir. La exagerada riqueza de algunos es causa de la pobreza de muchos, y no fructifica ante Dios porque priva a hermanos que, en el fondo, tienen los mismos derechos que nosotros, de disfrutar el mínimo necesario. No podemos olvidar que vivimos en la creación, la gran obra de Dios, que fue juzgada como buena. Y no podemos ignorar que el reino de Dios, el reino de los cielos, se va preparando en esta tierra y los bienes materiales tienen su papel en el programa de la salvación.


          Completando esta enseñanza de Jesús, en la segunda lectura, san Pablo decía a los colosenses y en ellos a todos los cristianos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, no a los de la tierra”, pues, por razón del bautismo hemos de despojarnos del hombre viejo con sus obras, y revistirnos del nuevo, que se va reno-vando como imagen de su Creador. En el orden nuevo querido por Jesús no ha de haber, no puede haber distinción entre judíos y gentiles, circuncisos y incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Jesús es la síntesis de todo y está en todos. Esta es la doctrina. Toca a nosotros ponerla en práctica.