3 de septiembre de 2016

Domingo XXIII del tiempo Ordinario


           “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. Estas condiciones que Jesús  propone a quien quiera seguirle, son exigentes e incómodas, aptas para desanimar al más decidido. Si Jesús busca seguidores dispuestos a asumir la realidad del Reino para anunciarla a los demás, al mismo tiempo no duda en indicar las normas necesarias, sin rebajas ni acomodaciones, pues no desea alimentar ilusiones que a la primera dificultad se hundirán con estrépito. Los humanos, a menudo, queremos indicar cómo seguir a Jesús, sin darnos cuenta de que de hecho proyectamos nuestra propia idea en lugar de asumir la de Jesús.
            Lucas habla de una multitud que seguía a Jesús, escuchando sus enseñanzas y admirando los signos que las confirmaban. Pero Jesús era consciente de que el entusiasmo de aquella gente carecía de solidez, pues era superficial e inestable. Para disipar todo equívoco y clarificar la situación, Jesús expone las condiciones necesarias para ser de verdad sus discípulos. Sus palabras debieron sonar duras y exigentes a quienes las oyeron; el paso de los siglos no ha mitigado esta dureza; pero hemos de entender que son palabras que continuan teniendo hoy toda su validez para quien desee seguir a Jesús y ser cristiano.

            En primer lugar, Jesús pone como condición indispensable para seguirle posponer todo afecto por legítimo que sea: la enumeración empieza por los padres, sigue por los esposos, hijos y hermanos, para terminar diciendo: “e incluso a sí mismo”. Cabe preguntarse: ¿Cómo puede atreverse Jesús a pedir todo ésto, él que, en otras ocasiones, ha afirmado con insistencia: “Amaos unos a otros como yo os he amado”; o también: “En esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”. Pero precisamente, para poder llevar a cabo el gran precepto del amor que Jesús encomienda a los suyos, hace falta preferirle por encima de todo, purificar el corazón de todo inpedimento y estar disponible, para poder ser llenado y poseído por Aquel que no ha dudado dar su vida por nosotros.

            No basta esta exigencia a nivel de los afectos más entrañables y añade: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”. Jesús invita a quien pretende seguirle a orientar su vida por encima de todo lo mundano y terreno, para poder apreciar el único valor supremo, más allá de los valores caducos. Llevar su cruz quiere significar estar en comunión estrecha con Jesús y estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Llevar su cruz, es decir la cruz que se nos ha asignado. Entristece ver que a menudo nos inventamos cruces, hechas a nuestro antojo, evadiéndonos de la cruz que la vida y las circunstancia nos han deparado. Aunque no es fácil, sólo aprendiendo a llevar la propia cruz, con alegría, con generosidad, alcanzamos la paz y la serenidad.

            Para insistir en su pensamiento, Jesús propone las parábolas  del que quiere construir una torre y la del rey que proyecta salir a guerrear con otro soberano. Jesús recuerda que para nosotros en la vida todo tiene un precio. Es decir, que el mismo don que Dios ofrece gratuitamente exige una disposición para acogerlo debidamente. El discípulo de Jesús está llamado a ponderar constantemente las exigencias de la llamada y preguntarse hasta qué punto ha respondido y cuanto le queda aún por llevar a cabo. El que decida permanecer junto a Jesús ha de consentir a relativizarlo todo para dejar el primer puesto Él.


            Todo el evangelio es radical cuando se lee con el corazón abierto y sin prejuicios. Cuando decidimos amar por encima de todo otro amor a Dios, nos comprometemos a llevar la cruz por encima de todos los demás ideales por seductores que sean, a fin de estar libre y disponible y así poder seguirle hasta el final. La llamada de Jesús lleva la radicalidad al extremo cuando afirma sin tapujos: “El que no renuncia a todos sus bienes, (tanto materiales como espirituales), no puede ser discípulo mío”. A cada uno de nosotros toca dar la respuesta.

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