24 de septiembre de 2016

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario -Ciclo C-


           “Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado”. Lo que San Pablo propone a su discípulo Timoteo mantiene todo su valor para nosotros, cristianos del siglo XXI. La vida presente es una lucha, un combate orientado a la consecución de otra vida más allá de la muerte. La buena nueva que Jesús vino a predicar, y que confirmó con su muerte y su resurrección, es algo más que un manual de ética o un sistema filosófico. La novedad que Jesús ofrece es la vida eterna, es la seguridad de un más allá después del trauma de la muerte, que muchas personas que han marginado la fe, acaban por aceptar como algo ineludible e irreparable. Ante actitudes semejantes, los cristianos hemos de levantar la voz y confesar que Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con noble confesión, murió en la cruz y fue sepultado, venció a la muerte y reina glorioso con el Padre y el Espíritu Santo. Nuestra fe nos invita a trabajar seriamente el combate diario de la fe, que, supone practicar la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza, sin olvidar la esperanza de lo que nos aguarda, la vida eterna que Jesús nos obtuvo.
            En esta perspectiva, el evangelio de Lucas ofrece hoy a nuestra consideración una parábola que Jesús contó a los fariseos, que pedían signos y portentos para creer en él y en su mensaje. Jesús describe, en dos momentos sucesivos, las peripecias de dos hombres, uno rico, que gozaba de abundantes bienes materiales, y otro pobre, que carecía de todo. Éste aparece bien individuado: se llama Lázaro, mientras que del primero se ignora el nombre. Sobreviene la muerte y cambia la situación de ambos: el pobre es conducido al seno de Abrahán, expresión judía que indica el estado de los muertos junto a Dios, antes de la explícita fe en la resurrección, mientras que el rico aparece en el infierno en una situación de angustia y sufrimiento. Extrañamente la parábola no presenta ninguna motivación ética en la suerte de los dos personajes. Acerca del primero sólo se dice que era rico y disfrutaba de los beneficios de la riqueza. Ninguna alusión a un posible origen injusto de sus bienes o a un abuso de los mismos. Del segundo se dice únicamente que era pobre, que deseaba saciarse de lo que sobraba al rico, pero que nadie se lo daba. Cabe preguntarse ¿qué quiere decirnos exactamente Jesús este apólogo?

            No se puede atribuir al rico las características de un hombre alejado de Dios, egoísta y libertino, entregado a placeres materiales, cuando el evangelio sólo dice que banqueteaba espléndidamente. Tampoco es justo ver en el pobre a hombre piadoso, que sabe asumir las contrariedades de la vida, cuando lo único que Jesús afirma de él es que era mendigo, cubierto de llagas y recostado a la puerta del rico, deseando sus sobras. Hay que descartar también la posibilidad de ver en esta página una caricatura arbitraria de un Dios, que, sin razones válidas, puede conceder a los hombres bienes o males, en esta vida o en la otra.

            El mensaje de esta parábola es la urgencia de la conversión: todos los humanos, ricos o pobres, en el momento menos pensado deberán enfrentarse con la muerte, en la cual la verdad se impondrá y de manera definitiva, sin posibilidad de cambios. Jesús recuerda que es necesario estar atentos, pensando en el después, insinuando al mismo tiempo el peligro que supone un uso incontrolado de los bienes materiales, que puede endurecernos e impedir ver las necesidades, a veces urgentes, del prójimo que se encuentra junto a nosotros y al que ignoramos.

            La parábola contiene un segundo mensaje. Cuando el rico se convence de la nueva situación en que se encuentra, piensa en los suyos, es decir en aquellos que viven como él ha vivido, y pide que los visite Lázaro para que cambien de vida. Jesús tajante cuando afirma que si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto. Si queremos tener parte en la vida que nos ofrece más allá de la muerte, además de la vigilancia, se impone la aceptación de la Palabra de Dios tal como se nos ha comunicado. No cabe esperar nuevos signos, milagros o revelaciones. Lo importante es la lucha de cada día con los ojos fijos en la nueva vida que nos espera después de la muerte.

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