“Habrá más
alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse”. Las tres parábolas que propone el
evangelio de este domingo, la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y
la del llamado hijo pródigo, subrayan la misericordia divina y la alegría
festiva que supone la recuperación de los descarriados. Y esto se explica
porque Dios es misericordioso y siempre está dispuesto a perdonar
generosamente. El término perdón no goza hoy de buena reputación, y perdonar de
corazón se considera con frecuencia como debilidad. Por esta razón, el tema no se
puede liquidar alegremente, sino que conviene examinarlo con atención por su
importancia en nuestra vida cotidiana.
Las tres parábolas suponen la
existencia de un gesto inicial que rompe el equilibrio: una de las cien ovejas
se aparta de las demás; una moneda, de un montón de diez, se extravía; el hijo
menor, recoge su parte de herencia y parte hacia un país lejano. Estas tres
imágenes distintas encubren una realidad que se repite constantemente en
la Escritura, realidad que el hombre moderno
difícilmente acepta y asume: la realidad del pecado. La Escritura, guste o no
guste, habla de que el hombre, ser creado por Dios, dotado de libertad,
inteligencia y voluntad, es capaz de no aceptar su condición de criatura, de
rechazar el amor que Dios le ofrece, de dedicarse a construir su propia vida y
la del mundo que lo circunda prescindiendo de Dios y de su amorosa voluntad. Este conjunto de decisiones y
realidades es lo que existe bajo el concepto de pecado.
Y ante la actitud de pecado y que
todos, por desgracia, podemos asumir libremente, Jesús anuncia otra actitud, la
de Dios, que se proclama dispuesto a perdonar siempre, sin límites. Esta
afirmación invita a purificar la imagen
que podemos tener de Dios. En efecto, el Dios cristiano no es un juez
obsesionado por la observancia de leyes y normas. Dios se presenta como el
dueño de las ovejas para el cual la descarriada vale tanto, si no más, como las
noventa y nueve que han permanecido tranquilas; o como la mujer para la que una
moneda no le parece nimiedad y se afana en remover todo hasta encontrarla; o
como Padre que, entristecido por la fuga del hijo querido, sólo espera su
regreso, no para llenarle de reproches, sino para abrazarlo conmovido, para
reintegrarle en el pleno uso de sus derechos de hijo.
Este don magnífico del perdón de
Dios, cargado de respeto y amor hacia el que se ha desviado o apartado, no
significa que la misericordia divina anule la justicia, que la indulgencia
signifique licencia para toda clase de abusos. El perdón de Dios, ilimitado, generoso
hasta lo indecible, sólo es operante cuando de parte del hombre se da el
reconocimiento de su mal paso, cuando tiende los brazos hacia el amor de Dios.
Este aspecto no se aprecia en las parábolas de la oveja o de la moneda, pero
brilla con todo su fulgor en la historia del hijo pródigo. En cuanto éste cae
en la cuenta que ha herido al amor del padre o, simplemente, cuando echa de
menos el abundante pan de la casa paterna, al primer gesto de cambio de
actitud, el perdón lo invade, lo penetra, lo acompaña, lo transforma.
San Pablo, en la segunda lectura,
ofrecía un ejemplo vivo de esta realidad cuando declaraba, que Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores, y que él era el primero. Y resumía su
experiencia reconociendo que antes era un blasfemo, un perseguidor y un
insolente, pero Dios tuvo compasión de él, dándole la fe y el amor en Jesús, para ser modelo para todos los que
creerán en él. Pero es necesario afirmar también que la realidad del perdón
cristiano no ha de ser entendida como un salvaconducto que permita a los
malvados continuar destruyendo, matando, aniquilando sin freno. El mismo amor
que constituye la esencia del perdón, no solamente no excluye, sino que a veces
reclama sanciones y normas serias para impedir abusos y ayudar al desviado a
encontrar el buen camino.
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