13 de agosto de 2016

Domingo XX del Tiempo Ordinarion (Ciclo C)


            “He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. Estas palabras que Lucas pone en labios de Jesús dejan entrever las vivencias de su ánimo en el tiempo de su ministerio. Jesús siente el deseo ardiente de comunicar a los hombres el fuego del Espíritu, de la vida divina, y por esto da muestras, por decirlo de alguna manera, de su impaciencia por ver llegar este momento, en el que asumirá el bautismo de su pasión y ello suponía una angustia hasta que lo cumpla. En cierto modo la vida de Jesús es como un bautismo que comenzó con las aguas del Jordan bajo la acción del Espíritu, y que culmina cuando se sumerge en las aguas terribles de la muerte, siempre acompañado por el Espíritu. Sólo después de esta experiencia de muerte y sufrimiento podrá finalmente dar a manos llenas a todos los que crean en él el Espíritu que da la vida.

            Inmediatamente Jesús añade unas palabras que pueden sorprender: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Sorprende que pueda hablar así quien se presenta a sí mismo como manso y humilde de corazón, que ofrece un yugo suave y una carga ligera a los que le sigan, que promete dar la paz pero no como la da el mundo, sino de modo totalmente distinto. Para entender estas palabras de Jesús conviene releer el pasaje del mismo evangelio de Lucas de la presentación de Jesús en el templo. Simeón, el anciano que suspiraba ver al Mesías, dijo a María, refiriéndose a su hijo: “Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones”. Jesús es principio de división, de contradicción en cuanto el mensaje que el Padre le ha confiado puede o no puede agradar a quienes lo escuchan: será pues necesaria una decisión en favor o en contra. Jesús no engaña cuando promete la paz, pero la paz mesiánica no se obtiene a cualquier precio, y mucho menos con concesiones o componendas, sino con una decisión clara de seguir la voluntad de Dios hasta el final.

            La primera lectura ha ofrecido un ejemplo de esta división que la Palabra de Dios puede suscitar entre los hombres. El profeta Jeremías, recibió de Dios para sus conciudadanos el mensaje de que no valía la pena resistir al ejército del rey de Babilonia: había que rendirse. Pero el pueblo no aceptó la palabra del profeta pues esperaba inútiles salvaciones humanas; la irritación que producía el mensaje de Jeremías acarreó al profeta persecuciones y cárcel. Este hombre de lucha y discordia preanuncia la guerra que lleva consigo la fidelidad inflexible al Evangelio.

            El autor de la carta a los hebreos, en la segunda lectura, indica cual ha de ser la actitud de los que creemos en Jesús: “Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. Se nos invita a un combate, pues se trata nada menos que de resistir al pecado, sin dejarnos llevar por impedimentos que podrían poner en peligro nuestra fidelidad a Dios. Y para que no nos desanimemos al considerar nuestra debilidad, se nos ofrece el ejemplo de Jesús. Hemos de tener los ojos fijos en él para repetir, de acuerdo con las coordenadas de lugar y tiempo que nos son propias, cuanto hizo Jesús. Sabemos por los evangelios que el tentador propuso a Jesús el gozo de un triunfo terrestre fácil, pero él lo rechazó, para ser fiel a Dios. La fidelidad, la obediencia al Padre le llevó al bautismo de sangre, a la ignominia de la cruz. Sabemos también cuál fue el resultado de esta obediencia: la exaltación de la resurrección, la gloria a la derecha del Padre.


            Se nos indica el camino, se nos señalan los peligros, se nos ofrecen ejemplos, se nos promete ayuda. Que cada uno de nosotros, desde el fondo de su corazón y conociendo la historia de su llamada dé una respuesta válida.

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