“Mirad:
guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no
depende de sus bienes”. Jesús, al hablar hoy de los bienes de este mundo,
invita a considerar, desde la perspectiva de su mensaje, uno de los aspectos
más delicados y preocupantes de nuestra época. Es de sobras conocido el hecho
de que unos pocos países detenten el mayor porcentaje de bienes materiales,
mientras el resto de los pueblos carecen de medios necesarios para el
desarrollo o están sometidos incluso a la pobreza y a la miseria. El clamor
popular reclama una justa distribución de la riqueza, la promoción de los más
desventajados y la reducción de un consumo desenfrenado que no tiene sentido.
El problema no es de fácil solución pero los que creemos en Jesús, si queremos
se coherentes con nuestra fe, debemos colaborar en la medida de lo posible en
buscar y hallar soluciones justas.
Jesús rechaza el arbitraje que un
desconocido le proponía acerca de una cuestión de herencia, porque no ha venido
a resolver problemas a nivel familiar, sino a anunciar la buena nueva y a
recordar que la codicia, el deseo insaciable de tener más, supone un grave
peligro para la misma vida. La Escritura no duda en comparar la codicia con una
especie de idolatría, y los bienes materiales no ayudan a alcanzar la razón de
la propia existencia, porque son inciertos y no pueden constituir motivo de
estabilidad. La tranquilidad y la seguridad del hombre no dependen de sus
riquezas, aunque sean abundantes. Quien pone en ellas su confianza hace una
pésima inversión. Pero no siempre estamos convencidos de ello.
Para confirmar esta realidad Jesús
propone la parábola del terrateniente al que sonrió la fortuna y tuvo una gran
cosecha. Hace sus cálculos, se promete un futuro estable y sin dificultades.
Con todo, sus razonamientos dejan entrever su espíritu burgués, su preocupación
para asegurarse un futuro feliz y tranquilo, sin pensar en los demás. Esta
actitud le merece de labios de Jesús un epíteto nada agradable: “Necio”. El
hombre había hecho todos sus cálculos, como si fuese el amo de su existencia.
Ha pensado en muchos días, pero ha olvidado el último. Los graneros, el dinero,
el poder, la salud son cosas pasajeras y no pueden asegurar una vida larga y
tranquila.
No hemos de entender la condena de la
codicia por parte de Jesús como condena de todo compromiso secular, como
rechazo de los bienes materiales y del bienestar en general, o como reprobación
de todos los que poseen bienes. Lo que Jesús condena es el acaparamiento
egoista, la distribución iniqua, el hacer de los bienes materiales la razón de
existir. La exagerada riqueza de algunos es causa de la pobreza de muchos, y no
fructifica ante Dios porque priva a hermanos que, en el fondo, tienen los mismos
derechos que nosotros, de disfrutar el mínimo necesario. No podemos olvidar que
vivimos en la creación, la gran obra de Dios, que fue juzgada como buena. Y no
podemos ignorar que el reino de Dios, el reino de los cielos, se va preparando
en esta tierra y los bienes materiales tienen su papel en el programa de la
salvación.
Completando esta enseñanza de Jesús,
en la segunda lectura, san Pablo decía a los colosenses y en ellos a todos los
cristianos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba,
no a los de la tierra”, pues, por razón del bautismo hemos de despojarnos del
hombre viejo con sus obras, y revistirnos del nuevo, que se va reno-vando como
imagen de su Creador. En el orden nuevo querido por Jesús no ha de haber, no
puede haber distinción entre judíos y gentiles, circuncisos y incircuncisos,
bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Jesús es la síntesis de todo y
está en todos. Esta es la doctrina. Toca a nosotros ponerla en práctica.
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