30 de julio de 2016

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

      
        “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Jesús, al hablar hoy de los bienes de este mundo, invita a considerar, desde la perspectiva de su mensaje, uno de los aspectos más delicados y preocupantes de nuestra época. Es de sobras conocido el hecho de que unos pocos países detenten el mayor porcentaje de bienes materiales, mientras el resto de los pueblos carecen de medios necesarios para el desarrollo o están sometidos incluso a la pobreza y a la miseria. El clamor popular reclama una justa distribución de la riqueza, la promoción de los más desventajados y la reducción de un consumo desenfrenado que no tiene sentido. El problema no es de fácil solución pero los que creemos en Jesús, si queremos se coherentes con nuestra fe, debemos colaborar en la medida de lo posible en buscar y hallar soluciones justas.

          Jesús rechaza el arbitraje que un desconocido le proponía acerca de una cuestión de herencia, porque no ha venido a resolver problemas a nivel familiar, sino a anunciar la buena nueva y a recordar que la codicia, el deseo insaciable de tener más, supone un grave peligro para la misma vida. La Escritura no duda en comparar la codicia con una especie de idolatría, y los bienes materiales no ayudan a alcanzar la razón de la propia existencia, porque son inciertos y no pueden constituir motivo de estabilidad. La tranquilidad y la seguridad del hombre no dependen de sus riquezas, aunque sean abundantes. Quien pone en ellas su confianza hace una pésima inversión. Pero no siempre estamos convencidos de ello.

          Para confirmar esta realidad Jesús propone la parábola del terrateniente al que sonrió la fortuna y tuvo una gran cosecha. Hace sus cálculos, se promete un futuro estable y sin dificultades. Con todo, sus razonamientos dejan entrever su espíritu burgués, su preocupación para asegurarse un futuro feliz y tranquilo, sin pensar en los demás. Esta actitud le merece de labios de Jesús un epíteto nada agradable: “Necio”. El hombre había hecho todos sus cálculos, como si fuese el amo de su existencia. Ha pensado en muchos días, pero ha olvidado el último. Los graneros, el dinero, el poder, la salud son cosas pasajeras y no pueden asegurar una vida larga y tranquila.

          No hemos de entender la condena de la codicia por parte de Jesús como condena de todo compromiso secular, como rechazo de los bienes materiales y del bienestar en general, o como reprobación de todos los que poseen bienes. Lo que Jesús condena es el acaparamiento egoista, la distribución iniqua, el hacer de los bienes materiales la razón de existir. La exagerada riqueza de algunos es causa de la pobreza de muchos, y no fructifica ante Dios porque priva a hermanos que, en el fondo, tienen los mismos derechos que nosotros, de disfrutar el mínimo necesario. No podemos olvidar que vivimos en la creación, la gran obra de Dios, que fue juzgada como buena. Y no podemos ignorar que el reino de Dios, el reino de los cielos, se va preparando en esta tierra y los bienes materiales tienen su papel en el programa de la salvación.


          Completando esta enseñanza de Jesús, en la segunda lectura, san Pablo decía a los colosenses y en ellos a todos los cristianos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, no a los de la tierra”, pues, por razón del bautismo hemos de despojarnos del hombre viejo con sus obras, y revistirnos del nuevo, que se va reno-vando como imagen de su Creador. En el orden nuevo querido por Jesús no ha de haber, no puede haber distinción entre judíos y gentiles, circuncisos y incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Jesús es la síntesis de todo y está en todos. Esta es la doctrina. Toca a nosotros ponerla en práctica.


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