2 de febrero de 2020

La Presentación del Señor - 2 de febrero



Rv. P. Lluc Trocal
¡Que exista la luz! Y la luz existió[1]
Qué maravilla más grande nos habría sido posible haber contemplado la aparición de la luz primordial en la nada más absoluta. Poder ver la primera brizna de luz creada, la primera chispa de la encantadora creación de Dios. Dios, la bienaventurada Trinidad y unidad primera, que es luz y fuente de la luz[2], quiso dar, en primer lugar, existencia fuera de sí mismo a la misma luz. Por eso dijo: ¡Que exista la luz! Y la luz existió.
            Una maravilla semejante habría de experimentar el viejo Simeón, ya cargado de años y movido por el Espíritu Santo, cuando, al entrar María y José con el niño Jesús en el templo, contempló aquel en quien residía la plenitud de toda su esperanza y lo confesó como luz que se revela a las naciones y gloria de Israel, su pueblo. Simeón, el hombre que guardó la fidelidad y mantuvo firme su corazón, vio en el niño que entraba en el templo la realización de la esperanza de su propio pueblo, una esperanza tan largamente probada. Vio en él la ley de Moisés cumplida, el primogénito consagrado al Señor y rescatado en recuerdo de la liberación de Israel de la tierra donde eran esclavos, Egipto: el Señor, con mano fuerte, nos sacó de Egipto, la tierra donde éramos esclavos. Y como el faraón se empeñó en no dejarnos salir, el Señor hizo morir a todos los primogénitos de Egipto, tanto los de los hombres como los de los animales. Por eso yo sacrifico al Señor todos los primogénitos machos de los animales y rescato mis hijos primogénitos[3]. Vio en él cumplida la promesa que le había hecho el Espíritu Santo de no morir antes de ver al Mesías del Señor; el cumplimiento, por tanto, de la esperanza mesiánica del hijo de David. Vio, al mismo tiempo, en él el cumplimiento de todas las profecías que anunciaban el consuelo de Israel, la luz que brillaba en el país tenebroso[4]. Vio, todavía en él, al Señor que Israel buscaba, al ángel de la alianza que Israel deseaba, entrando en su templo por la puerta que da al oriente[5]. Vio en él la luz y la gloria del Señor llenando nuevamente su templo, llenando nuevamente el lugar santo. Contempló, en fin, la entrada en Sion de su rey pacífico y salvador. Motivo de alegría y alegría inmensa para el viejo hombre que había hecho de esta visión la razón de toda su vida. Por eso, al ver el don de Dios en Jesús niño, tomó éste en brazos, bendijo a Dios y le dio gracias. Simeón, evocó el recuerdo del amor de Dios en medio del templo y realizó, así, la invitación del profeta Isaías que dice: Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz: sobre ti amanece la gloria del Señor [6]. Simeón es, en efecto, esta Jerusalén que se alza radiante porque ha llegado su luz.
Moisés y la Ley, David y el Mesías, los profetas y los salmistas, la elección y el universalismo, el templo... toda la tradición veterotestamentaria se hace presente en esta escena porque en Simeón es todo el pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza, que ha salido al encuentro de su Señor, de su Mesías Salvador y ha levantado los lindeles de las puertas y agrandado los portales para que el rey de la gloria pueda entrar en su templo.

Aun así, las profecías anunciaban también que sólo un resto acogería la luz de Jerusalén. Lo recoge san Juan cuando dice: La Palabra era la luz verdadera, que viene a este mundo y alumbra a todo hombre. (...) Vino a su casa, y los suyos no la recibieron [7]. Por eso el niño que es la gloria de Israel, será a la vez motivo que muchos en Israel caigan y otros se levanten; será una bandera discutida, para que se revelen los sentimientos escondidos en el corazón de muchos. En el plan oculto de Dios, Israel no ha conseguido lo que buscaba, sino sólo unos elegidos. Los otros, en cambio, se han endurecido[8]. La caída de Israel ha servido, sin embargo, para que la salvación llegara a los paganos[9]: la gloria de Israel es a la vez, según la tradición más genuina del pueblo escogido, luz de las naciones. Jesús se ha emparentado con nosotros para hacer de todos nosotros, paganos y judíos, un nuevo pueblo escogido, una única familia de Dios[10]. A todos los que la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios[11].

Fue, ciertamente hermanos, una gran maravilla la creación de la luz, su vocación a la existencia. Dios dijo: ¡Que exista la luz! Y la luz existió[12]. Fue, sin embargo, una maravilla aún más admirable que el que es esencialmente luz increada e invisible hiciera resplandecer de manera humana y visible, en el rostro de su Hijo, esa misma luz increada. Por ello, para que la luz increada pudiera resplandecer toda ella en el rostro de Cristo, era necesario que antes existiera la luz creada que permitiera ver la maravilla admirable del rostro visible de la luz invisible, la gloria de Israel y la luz de las naciones.

Nosotros hemos recibido el que es la luz verdadera, venido al mundo[13], y hemos creído en su nombre. Acogiéndolo nos convertimos también nosotros en luz para el mundo. Miremos, pues, hermanas y hermanos, de no oscurecer con nuestra cerrazón, con nuestro egoísmo, con nuestro juicio y con nuestra falta de amor, esta luz que se nos ha dado para llevar a la luz a nuestros hermanos contemporáneos que aún viven en la oscuridad, en medio de las tinieblas de este mundo, y podamos llegar felizmente todos juntos a la gloria de aquella luz que es esencialmente la bienaventurada Trinidad. Amén.


[1]Gn 1,3
[2] cf. 1 Jn 1, 5
[3]Ex 13, 14-15
[4] Is 9, 2
[5]cf. Ml 3, 1
[6]Is 60,1
[7] Jn 1, 9 y 11
[8] Rm 11, 7
[9] Rm 11, 11
[10]cf. He 2,14
[11]Jn 1, 12
[12]Gn 1,3
[13]Jn 1, 9

30 de diciembre de 2019

Todos somos llamados a la " vida de oración"


La vida espiritual nos pide al menos, atención porque en general, tiene numerosos altibajos, colinas, valles pronunciados, desvíos, senderos con numerosas curvas, sorprendentes cumbres y peligrosas depresiones. Lo expresamos con estas imágenes que muestran con claridad las experiencias que atravesamos quienes deseamos estar dispuestos en la búsqueda de Dios, los que hemos emprendido este viaje hacia lo profundo del corazón, los que sumergiéndonos en pos del silencio vamos en búsqueda del secreto que en él se oculta.
Hoy en día somos extraños en un mundo extraño. Somos como peregrinos que llegamos de lejos, con una mirada de forasteros, poco tenemos en común con un mundo en el que todo brilla y suena reclamando atención, prometiéndonos claridades inmediatas y efímeras que nos vuelve a dejar en la oscuridad existencial, a cambio de la Luz que anima el espíritu, da vida y esta sí es eterna.
Todos somos llamados a una vida de silencio y oración, que nos lleva misteriosamente hacia el recogimiento y la contemplación. Es verdad que a veces dudamos de nosotros mismos, de nuestras convicciones y preguntamos si realmente hay en nosotros cordura, pero eso ocurre cuando no logramos aceptar del todo la vocación de amor a Dios a la que todos hemos sido llamados. Es por eso precisamente, que lo que nos rodea tiende a incorporársenos, los valores imperantes luchan por agregarse nuestra alma, buscando en ella la sumisión y entrega que nos lleva a la perturbación, al desequilibrio y a la infelicidad total.
Hace falta que cada día renovemos el deseo de vivir las promesas del bautismo y nos centremos en esa disposición con la cual debemos encarar la jornada y cada una de las actividades que nos ofrezca ésta.
La vida espiritual precisa de una ascesis, que es el deseo creciente de vivir con amor los pequeños o grandes sacrificios que conlleva la vida diaria, de otro modo desvariamos nuestra vida de caminantes hacia Dios. Pero tendremos que distinguir bien, para no terminar desanimándonos. Lo que es ascesis no es rigidez. No tiene que darse, ni escrúpulo, ni tensión esforzándonos inadecuadamente. Es más bien una especie de orden en función de lo que queremos, para que nos facilite vivir con serenidad y paz lo que deseamos: vivir en la presencia y el amor de Dios en cada momento de nuestra vida.
No debemos hacer problema cuando teniendo ese deseo de vida en el Señor, no encontramos el ánimo para practicarla, cuando nos extraviamos de nuestra misma meta y las decisiones de unos momentos de oración nos resultan ajenas, como si no hubiera sido yo el que decidió seguir el camino estrecho que he elegido para caminar. Como se ha dicho, se trata de encontrar la disposición adecuada en cada momento, tratando de evitar todo aquello que nos pueda hacer daño en nuestra relación con el Señor, eligiendo siempre las prioridades en este sentido, aunque cueste sacrificios, pues el amor siempre supone ascesis, o sacrificio, incluso el puramente humano. De lo contrario la ascesis queda relegada como un proyecto bien intencionado pero impracticable.
En la práctica de la vida espiritual hay que evitar el apremio, las prisas que vienen de dentro y a de afuera y buscar siempre la manera y la forma de situarnos que nos permita hacer bien lo que tengamos que hacer. Eso nos proporcionara la paz que necesitamos para vivir la vida espiritual que deseamos en cada momento y en todo.
Debemos recordar esto cuando advertimos que hemos perdido un poco esa sintonía con el Señor y nos estamos empezando a desanimar en seguir el camino espiritual. Es por eso que hemos que estar siempre atentos, para mantenernos en ese camino y no dejarnos zarandear por los estímulos del medio en que vivimos.
Todo es gracia, pero también disposición de nuestra parte. Porque la fuerza de la gracia esta siempre disponible, pero hay que permanecer abiertos a su acción, interesados en recibirla, confiados en que Dios quiere hacernos crecer en su amor, pero nos pide que le dejemos “hacer” viviendo en esta disposición y deseo.
Vivir en la Presencia de Aquél que amamos y en quién nos refugiamos es la meta de nuestra peregrinación en este mundo. Queremos vivir con Dios en Dios y para Dios. Desear tener siempre limpio nuestro corazón para que nunca dejemos de ser “morada preciosa” de Dios Trinidad.
Hna. LMJP


6 de diciembre de 2019

SOLEMNIDAD DE LA IMMACULADA CONCEPCIÓN



El dogma de la Inmaculada Concepción afirma que María, por una especial gracia de Dios, fue redimida anticipadamente por el sacrificio de Cristo, permaneciendo ajena al pecado desde el mismo instante de su concepción. Su nacimiento supone la aparición, en un mundo oscurecido y deformado por el poder del pecado, de una fuente pura y cristalina de la que nacerá una humanidad nueva y victoriosa.
Dice el Evangelista S. Lucas en su Evangelio que María cuando el Ángel le anunció que sería la madre de Dios se turbó y se preguntaba Como será eso si no conozco varón[1]. Seguramente, también nosotros nos turbamos, con mucho amor ante la cercanía de Dios, y nos preguntamos a qué nos invita el Él en cada momento  concreto de nuestra vida.
Como cristianos, ya en el Bautismo, asumimos el compromiso de luchar contra el mal, en creer lo que Dios nos ha revelado como amigo, en vivir amándole a Él y a los hermanos, construyendo así su Reino de amor y de paz. En en sacramento de la Confirmación recibimos más plenamente el Espíritu para realizar esta misión. La Palabra de Dios ilumina siempre nuestro camino y en el sacramento de la Eucaristía recibimos el alimento para andarlo.
Tenemos un gran camino común a todos. Sobre ello, nos queda discernir la vocación y servicio al que hoy nos llama el Señor a cada uno. Hemos de seguir preguntándonos siempre: ¿qué puedo aportar yo? ¿en qué puedo servir mejor? ¿a qué me está invitando Dios? Esto lo tenemos que hacer cada uno de nosotros, tengamos la edad que tengamos.
El Señor nos va dando señales y capacidad de discernir, en el silencio de la oración, en las invitaciones de otros hermanos, en los acontecimientos diarios que van surgiendo en la Iglesia, en la sociedad, en la familia etc.
Ante dudas y dificultades, como a María, Dios nos dice: No temasyo derramaré sobre ti mi gracia, mi Espíritu. Como María estamos llamados a confiar y responder con Ella el Sí, que tanta transcendencia tuvo en la Historia de Salvación, también nuestros nuestro  a todo lo que Dios quiera de nosotros tiene transcendencia salvífica.
María es la Mujer del Adviento, mujer de esperanza que alienta nuestra esperanza, es la Figura del Adviento modelo de esperanza y de espera. Ella pertenecía al resto de Israel, a los anawin, los pobres de Yaveh que se confían enteramente en Dios. Acogió la increíble propuesta de Dios; más allá de no poder comprender cómo, confió, y quedó biológicamente en estado de buena esperanza sin obra de varón, por intervención del Espíritu Santo, y dará a luz al Mesías, al Señor. 

Así pues, con la confianza puesta en Oh Dios, le pedimos que, fecundados por su amor, engendremos a Cristo dándolo a luz en cada momento de nuestras vidas, en la Iglesia y el mundo. ¡Oh María Inmaculada, ponemos en tus manos nuestras súplicas, para que tú que eres la Reina de la Pureza y la llena de Gracia, intercedas por nosotros ante tu Hijo nuestro Señor! Mira nuestras preocupaciones, concédenos la paz; mira que tenemos miedo… y con frecuencia éste nos paraliza, porque nos hace desconfiar. Aumenta nuestra fe y fortaleza espiritual, ya que a veces también perdemos la esperanza y nos faltan estímulos para caminar. María Madre de Dios y nuestra, que sepamos siempre poner toda nuestra confianza en Dios. Que en tu de tu corazón humilde, sincero, amemos cada día más a Jesús tu Hijo. Madre Inmaculada, purifica nuestra alma, para que un día podamos glorificar a Dios en el cielo por los siglos de los siglos. Amén.
Hna. LMJP