Rv. P. Lluc Trocal
¡Que exista la luz! Y la luz existió[1]
Qué maravilla más grande nos
habría sido posible haber contemplado la aparición de la luz primordial en la
nada más absoluta. Poder ver la primera brizna de luz creada, la primera chispa
de la encantadora creación de Dios. Dios, la bienaventurada Trinidad y unidad
primera, que es luz y fuente de la luz[2],
quiso dar, en primer lugar, existencia fuera de sí mismo a la misma luz. Por
eso dijo: ¡Que exista la luz! Y la luz existió.
Una maravilla semejante habría de
experimentar el viejo Simeón, ya cargado de años y movido por el Espíritu
Santo, cuando, al entrar María y José con el niño Jesús en el templo, contempló
aquel en quien residía la plenitud de toda su esperanza y lo confesó como luz
que se revela a las naciones y gloria de Israel, su pueblo. Simeón, el hombre
que guardó la fidelidad y mantuvo firme su corazón, vio en el niño que entraba
en el templo la realización de la esperanza de su propio pueblo, una esperanza
tan largamente probada. Vio en él la ley de Moisés cumplida, el primogénito
consagrado al Señor y rescatado en recuerdo de la liberación de Israel de la
tierra donde eran esclavos, Egipto: el Señor, con mano fuerte, nos sacó de
Egipto, la tierra donde éramos esclavos. Y como el faraón se empeñó en no
dejarnos salir, el Señor hizo morir a todos los primogénitos de Egipto, tanto
los de los hombres como los de los animales. Por eso yo sacrifico al Señor
todos los primogénitos machos de los animales y rescato mis hijos primogénitos[3].
Vio en él cumplida la promesa que le había hecho el Espíritu Santo de no morir
antes de ver al Mesías del Señor; el cumplimiento, por tanto, de la esperanza
mesiánica del hijo de David. Vio, al mismo tiempo, en él el cumplimiento de
todas las profecías que anunciaban el consuelo de Israel, la luz que brillaba
en el país tenebroso[4].
Vio, todavía en él, al Señor que Israel buscaba, al ángel de la alianza que
Israel deseaba, entrando en su templo por la puerta que da al oriente[5].
Vio en él la luz y la gloria del Señor llenando nuevamente su templo, llenando
nuevamente el lugar santo. Contempló, en fin, la entrada en Sion de su rey
pacífico y salvador. Motivo de alegría y alegría inmensa para el viejo hombre
que había hecho de esta visión la razón de toda su vida. Por eso, al ver el don
de Dios en Jesús niño, tomó éste en brazos, bendijo a Dios y le dio gracias.
Simeón, evocó el recuerdo del amor de Dios en medio del templo y realizó, así,
la invitación del profeta Isaías que dice: Levántate, brilla, Jerusalén, que
llega tu luz: sobre ti amanece la gloria del Señor [6].
Simeón es, en efecto, esta Jerusalén que se alza radiante porque ha llegado su
luz.
Moisés y la Ley, David y el Mesías, los profetas y
los salmistas, la elección y el universalismo, el templo... toda la tradición veterotestamentaria
se hace presente en esta escena porque en Simeón es todo el pueblo de Israel,
el pueblo de la Alianza, que ha salido al encuentro de su Señor, de su Mesías
Salvador y ha levantado los lindeles de las puertas y agrandado los portales
para que el rey de la gloria pueda entrar en su templo.
Aun así, las profecías anunciaban también que sólo un resto acogería la luz
de Jerusalén. Lo recoge san Juan cuando dice: La Palabra era la luz
verdadera, que viene a este mundo y alumbra a todo hombre. (...) Vino a su
casa, y los suyos no la recibieron [7].
Por eso el niño que es la gloria de Israel, será a la vez motivo que muchos
en Israel caigan y otros se levanten; será una bandera discutida, para que se
revelen los sentimientos escondidos en el corazón de muchos. En el plan
oculto de Dios, Israel no ha conseguido lo que buscaba, sino sólo unos
elegidos. Los otros, en cambio, se han endurecido[8]. La caída de
Israel ha servido, sin embargo, para que la salvación llegara a los paganos[9]:
la gloria de Israel es a la vez, según la tradición más genuina del pueblo
escogido, luz de las naciones. Jesús se ha emparentado con nosotros para hacer
de todos nosotros, paganos y judíos, un nuevo pueblo escogido, una única
familia de Dios[10]. A todos los que la
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios[11].
Fue, ciertamente hermanos, una gran maravilla la
creación de la luz, su vocación a la existencia. Dios dijo: ¡Que exista la
luz! Y la luz existió[12]. Fue, sin
embargo, una maravilla aún más admirable que el que es esencialmente luz
increada e invisible hiciera resplandecer de manera humana y visible, en el
rostro de su Hijo, esa misma luz increada. Por ello, para que la luz increada
pudiera resplandecer toda ella en el rostro de Cristo, era necesario que antes
existiera la luz creada que permitiera ver la maravilla admirable del rostro
visible de la luz invisible, la gloria de Israel y la luz de las naciones.
Nosotros hemos recibido el que es la luz
verdadera, venido al mundo[13],
y hemos creído en su nombre. Acogiéndolo nos convertimos también nosotros en luz
para el mundo. Miremos, pues, hermanas y hermanos, de no oscurecer con nuestra
cerrazón, con nuestro egoísmo, con nuestro juicio y con nuestra falta de amor,
esta luz que se nos ha dado para llevar a la luz a nuestros hermanos
contemporáneos que aún viven en la oscuridad, en medio de las tinieblas de este
mundo, y podamos llegar felizmente todos juntos a la gloria de aquella luz que
es esencialmente la bienaventurada Trinidad. Amén.
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