24 de septiembre de 2018

LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE



LA DINÁMICA TRINITARIA DE LA LITURGIA (C.I.C. 1066 - 1068)

        La Iglesia de Cristo es un don del Espíritu que tiene su origen en el amor de Dios difundido en el corazón de los hombres que la forman por el mismo espíritu. Por tanto, sólo como don de Dios puede entenderse que este misterio de la Iglesia hunda sus raíces en la Trinidad Santa y Santificadora.
       Es Dios Trinidad quien edifica la Iglesia y la forma, y actúa para hacerlo en la visibilidad de la Palabra y de las acciones litúrgicas.
       La iluminación sobre la liturgia como obra Trinitaria, se la debemos al Catecismo de la Iglesia Católica (1066-1067). Faltaba hasta ahora una explicación tan autorizada y orgánica en la que se desarrollara el dinamismo Trinitario de la liturgia, a partir del Misterio Pascual de Cristo: memorial del Señor, invocación del Espíritu Santo, alabanza y acción de gracias al Padre.
        La liturgia, en la Historia de la Salvación, es también y siempre un don divino a la Iglesia y obra de toda la Trinidad en la existencia de los hombres. La liturgia cristiana forma parte de la auto manifestación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por Jesucristo en el Espíritu Santo.
        La dimensión trinitaria de la liturgia constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la primera ley de toda celebración.
        En la liturgia, Dios es siempre “el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales[1] de manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre, y el Padre es también término de toda alabanza y de toda acción de gracias.
        En la liturgia, el Padre es bendecido y adorado como la fuente de todas las bendiciones de la creación y salvación. Los cielos y la tierra y todas las criaturas, están orientadas a reconocer su absoluta soberanía y su infinito amor al hombre y a toda la creación. Finalmente, todo será recapitulado en Cristo y presentado como una oblación al Padre[2].
        La manifestación divina trinitaria en la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor nuestro Jesucristo. El símbolo de la fe, la plegaria eucarística y otras grandes fórmulas desarrollan ampliamente la “cristología” es decir, la presencia entre los hombres de Cristo, revelador del Padre y donante del Espíritu que nos hace hijos de Dios. La plegaria litúrgica expresa la centralidad del misterio de Cristo y hace memoria de toda su obra redentora.
        El Padre realiza el “misterio de su voluntad” dando a su Hijo amado y al Espíritu Santo para la salvación del Mundo y gloria de su nombre.[3]
        La participación del hombre en la vida trinitaria se realiza en la liturgia y de manera especial en la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. Por el bautismo el hombre es injertado en el Misterio Pascual de Cristo, recibe el espíritu de adopción de hijo por el que puede clamar “Abba” Padre y se convierte así en el verdadero adorador que busca al Padre.[4]
        También este texto del Concilio Vaticano II, explica el carácter trinitario de nuestra inserción en el misterio del Hijo a partir del cual queda determinado el ritmo de la celebración litúrgica, que es celebración de la Iglesia de la Trinidad que celebra el misterio de la fe como misterio trinitario. Así es como el “ser trinitario de la Iglesia” se traduce en el momento de la operación más significativa, que es la liturgia en una gran profesión de fe en el misterio de Cristo que nos revela el amor del Padre, nos comunica el Espíritu Santo y en este mismo Espíritu nos conduce como mediador universal hacia aquel que le ha sentado a su derecha.
        Esta es la dimensión descendente de la liturgia. La redención parte del amor frontal del Padre -único bueno y la fuente de todo bien- que se manifiesta en plenitud en Cristo Jesús, en su Pascua, y se comunica como primer “don” del Resucitado en la efusión del Espíritu Santo, para que vivamos para Dios y tengamos el perdón de los pecados y la paz.
        Por el misterio Pascual de Jesucristo (muerte-descenso-resurrección-ascensión-pentecostés) se consumó la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. El que salió del Padre y vino al mundo, dejó el mundo y volvió al Padre.[5]
        Jesucristo Salvador, ya no está en el mundo, es la virtualidad santificante de la Iglesia la que mantiene vivo el misterio Pascual, partiendo de la presencia celestial de Jesucristo Sacerdote Eterno. La glorificación de Dios y la santificación, es la obra sacerdotal de Jesucristo que se actúa permanentemente entre los hombres mediante la liturgia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, afirma que la liturgia es como un ejercicio del sacerdocio de Cristo. Él está siempre presente, vivo y operante en su Iglesia. Y es por esta actuación de Jesucristo por la que mediante el Espíritu continúa a través de los siglos su acción salvadora en el interior de la comunidad cristiana.
        El Espíritu Santo es el “don” de la Pascua, el “don de Dios” prometido para los tiempos mesiánicos[6], que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que ésta realice, a su vez, su misión[7]. Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora, canta y celebra al Padre[8], confiesa a Jesús como Señor y lo invoca en la espera de su retorno[9].
        En este sentido la liturgia es donación continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término. Por eso toda la acción litúrgica tiene lugar “en la unidad del Espíritu Santo”, como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu.
        La articulación entre la acción de Cristo y la del Espíritu es lo que nos permite celebrar la liturgia de la Iglesia, ya que la misión del Espíritu Santo es la de conducir a su perfección la obra de Cristo, por eso se invoca al Padre para que envíe su Espíritu sobre los dones y los santifique, actualizando así su misión de conducir la obra de Cristo a su plenitud.
        El Espíritu no interviene en la liturgia con un protagonismo propio. No es esta su misión. El misterio de Cristo no tiene como sucesor un misterio del Espíritu Santo. El Espíritu ha sido dado para “glorificar al Hijo”, para recordar lo que Jesucristo ha dicho, para conducir hacia toda la verdad que es el Hijo[10]. El Espíritu no es pues, el mediador, sino el Don del mediador y la fuerza para incorporarse a Él.
        Sin embargo, la unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo y en cada uno de los bautizados. No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo[11]. Por este motivo toda oración litúrgica es oración de la Iglesia congregada por el Espíritu Santo que habita en cada creyente y lo prepara para recibir y acoger la Palabra de Dios en su corazón. Por su acción que acompaña siempre a la Palabra, les va recordando y guiando hacia la verdad plena[12].
        En conclusión, la dinámica trinitaria de la realidad básica de la liturgia refleja esta situación: el Hijo en el centro, nos incorpora al conocimiento, a la filiación divina, y nos hace partícipes de su Espíritu, de manera que, por Él, con Él y en Él, bendigamos al Padre, Señor del cielo y de la tierra.


LA LITURGIA COMO RESPUESTA DEL HOMBRE AL DON DE DIOS

        La liturgia de la Iglesia es el lugar privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre. En la dimensión ascendente de la liturgia es el creyente quien se dirige al Padre invocando el don de la acción de su Espíritu para que lo conforme a la imagen de Cristo. Esta comunión con Cristo lo conducirá a la comprensión y transformación de los santos en la plenitud de la divinidad que habita en Cristo corporalmente[13].
        Durante el paso histórico-salvífico de Jesús por la tierra, fue diálogo con el Padre en la unidad del Espíritu Santo. Y lo sigue siendo ahora como Señor de la gloria entronizado a la derecha del Padre.
        La Iglesia, indisolublemente unida a Él como el cuerpo a su cabeza y como la esposa a su esposo, es también ella diálogo con Dios. Es el diálogo que es Dios-Trinidad y al que ha asociado a la humanidad redimida.
        Este diálogo adquiere el máximo realismo en las acciones litúrgicas en las que cada creyente que participa en ellas presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo dejó como preciado botín de su victoria. De este modo el creyente es como una especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición continúa la obra de Cristo: Glorificar al Padre y salvar al hombre.
        Por estas razones la liturgia es la fuente primera de salvación y el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en Cristo. Y los momentos culminantes en los que la Iglesia “recuerda” el pasado de la historia de salvación y al recordarlo lo “actualiza”, realiza esa historia en su “hoy”, espera anhelante y pregunta el futuro de esa historia.
        La Iglesia en sus celebraciones hace, fundamentalmente, tres cosas: memorial del Señor (anamnesis), alabanza a Dios (doxología), invocación del Espíritu (epíclesis). Con estas tres cosas queda definida la “acción de la Iglesia” que corresponde a la dinámica trinitaria de la “obra de redención” actualizado en la liturgia.
        El sentido de memorial invade toda la liturgia de la Iglesia, empezando por los sacramentos, y con la Eucaristía en su centro. Memorial es más que un recuerdo que intenta ir más allá del tiempo pasado y establecer un contacto espiritual con una realidad que ya no existe. Memorial litúrgico, es un gesto y una proclamación que nos une indefectiblemente con el Señor que ha pasado de muerte a vida, y así Él se hace presente y operante en su misterio. El memorial, es esencialmente, un gran acto de fe, de confianza y de obediencia de la Iglesia en la palabra, la promesa y el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”.
        Desde la situación cristiana, en la cual el acontecimiento celebrado es el realizado una vez para siempre -el misterio pascual de Cristo- el memorial sacramental adquiere un realismo de presencia absolutamente total. Celebrar un sacramento, especialmente la Eucaristía, es ponernos realmente en comunión con Cristo que ha pasado de este mundo al Padre y permanece como Cordero degollado, pero de pie, vivo por los siglos intercediendo por nosotros junto al Padre.
        En este realismo de comunión, bajo los velos sacramentales, la Iglesia experimenta su situación de “asociada” a la obra de la redención. Y por eso, a la vez que expresa toda su conciencia de plenitud en la alabanza y acción de gracias al Padre, por el don inenarrable que nos concede en su divino Hijo, invoca a la vez la acción del Espíritu Santo.
        La participación, activa, consciente y fructuosa, es la finalidad de todo cristiano cuando se encuentra dentro de una celebración. Para eso necesita inserirse vitalmente en el ritmo mismo de la celebración. Se trata para él de situarse enteramente bajo la palabra de Dios, escuchada en la asamblea de la que es miembro de pleno derecho, y que experimenta al escuchar esta palabra, cómo Dios la convoca de nuevo por el misterio apostólico. Una palabra que le anuncia las maravillas de Dios, el misterio de Cristo para que su espíritu se abra a la fe, a la alabanza, a la compunción de corazón, al consuelo de las Escrituras. Una palabra que le anuncia el Sí de Dios, y que por esto le introduce a proclamar el amén, a acoger realmente esta “Buena Gracia”, y lo dispone y provoca con toda la Iglesia a la acción de Gracias.
        La celebración litúrgica es el gran símbolo de comunión con la vida trinitaria. Participar en ella consciente y activamente es entrar en el juego de lo definitivo y escatológico. Por eso en la liturgia el hombre no se vuelve sobre sí mismo, es a Dios a quien dirige todas sus miradas y hacia el que vuelan todas sus aspiraciones y sus ojos se quedan absortos en la contemplación de los esplendores de Dios. Para él, todo el sentido de la liturgia está en saberse situar ante Dios, ante el Señor y Salvador, para desahogarse libremente en su presencia y vivir dentro de ese dichoso mundo de verdades, de realidades, de misterios y símbolos divinos, convencido de que vivir la vida de Dios es vivir real y profundamente la suya propia. El último y definitivo resultado será la Eternidad bienaventurada.
        El drama celestial del amor divino se representa en la asamblea litúrgica para que ella entre en el mismo. El cáliz del misterio trinitario está siempre y por los siglos a disposición de la Iglesia, para la comunión.
                                             Hna. María José P.




[1] Ef. 1,3
[2] Ef. 1, 3-19
[3] Ef. 3,4
[4] S.C. 6
[5] Jn. 16, 28
[6] Is. 32, 15; Jn. 4, 10; Hech. 11, 15
[7] Jn. 20, 21-23
[8] Ef. 5, 18-20; Cl. 3, 16-17
[9] 1 Cor. 12, 3/ 11, 26
[10] Jn. 14, 26/ 16, 13-14
[11] OGLH
[12] Jn. 14, 15-17
[13] Col. 2, 9