6 de mayo de 2017

Pascua. Domingo IV -Ciclo A


        “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por la otra parte, ése es ladrón y bandido”. El tema del pastor y del rebaño, Muy utilizado en la cultura de los pueblos antiguos, ha sido utilizado muy a menudoen en el Antiguo Testamento para expresar las relaciones entre el monarca y su pueblo, como para definir la actitud de Dios hacia los hombres. San Juan, sobre todo en el capítulo décimo de su evangelio, lo utiliza también para subrayar  aspectos o facetas de la misión de Jesús.
         En el fragmento que se proclama hoy, el evangelista contempla  la relación que el contacto cotidiano establece entre un pastor y sus ovejas. De hecho, los interlocutores de Jesús estaban familiarizados con la práctica del pastoreo: el rebaño, que durante la noche es encerrado para protegerlo de eventuales peligros, y que, al amanecer, es conducido a los pastos por el encargado de la grey, que entra por la puerta del aprisco y llama a las ovejas por su nombre. Las ovejas atienden a su voz, y le siguen donde vaya, porque tienen confianza en él. Pero hoy, esta imagen del pastor y del rebaño queda sólo como telón de fondo, dado que las palabras de Jesús se orientan en otra dirección.
         En efecto, Jesús hace hincapié en la puerta que permite el ingreso en el aprisco. Es por la puerta, precisa Jesús, que tendrá lugar la entrada en el aprisco del verdadero pastor, del que tiene cuidado de las ovejas. Existen sin duda otras personas interesadas en entrar en el aprisco, los ladrones y bandidos, que pretenden robar, matar y hacer estragos. Éstos no pasan por la puerta, sino que saltan por el muro. La parábola, como es habitual en el cuarto evangelio, termina con una solemne declaración: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”.
         Si se examina con atención el texto, queda claro que existe el rebaño, protegido en el aprisco, que existen también quienes maquinan atentar contra la vida y la integridad del rebaño, de las ovejas, que han de ser cuidadas y protegidas. Al aprisco sólo tiene derecho a entrar el que sea realmente el pastor, y este pastor sólo puede entrar por la puerta. Y Jesús reclama para sí ser la puerta, la única puerta que permite acercarse a la ovejas. Jesús, como puerta, proteje ciertamente, pero no aisla, no separa, sino más bien más bien el contrario, abre nuevos horizontes, de modo que las ovejas, entrando y saliendo por la puerta, encontrarán los pastos ricos y abundantes.
Jesús no dice: Yo soy la puerta del aprisco, sino la puerta de las ovejas. La Iglesia que Jesús ha establecido no es un aprisco cerrado, un ghetto que aisla del resto del mundo, considerado como algo perdido y condenado. La Iglesia quiere ser una familia de hermanos, una fraternidad destinada a heredar la promesa del Espíritu, una vez los hermanos hayan sido reconciliados con Dios por el bautismo. Pasar por la puerta que es Jesús: he aquí la cuestión. Sólo podemos ser cristianos, sólo es posible salvarse, tener vida y tenerla en abundancia si pasamos por Jesús, sin limitaciones, sin restricciones mentales.
En estos últimos tiempos, y como expresión de la preocupación que supone ver como muchos se alejan del camino del Evangelio, y siguen por la senda del agnosticismo y de la indiferencia, se oyen  invitaciones que proponen una revisión del mensaje cristiano, de la herencia que tantas generaciones de cristianos nos han legado. Pero Jesús dice y repite: “Yo soy la puerta”. Sólo pasando por él podemos hallar la salvación, entrar y salir y encontrar pastos. Es una advertencia y seria. A nosotros queda el aceptarla o rechazarla.

         En la primera lectura, Lucas recordaba la pregunta que la multitud que escuchaba a Pedro le planteba: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?”. La respuesta ya la conocemos y no se puede olvidar nunca: “Convertíos, bautizaos para que se os perdonen vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu”. Este es el único camino de salvación, que pasa por la puerta que es Jesús y que hace posible lo que afirma la colecta de hoy: que el débil rebaño de Jesús pueda llegar a tener parte en la admirable victoria de su Pastor. 

J.G.

29 de abril de 2017

Pascua. III domingo. Ciclo A


        “Los dos discípulos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido al Señor al partir el pan”. Con estas palabras concluye san Lucas el relato del encuentro con el Resucitado de dos de sus discípulos. La noticia, en sí simple y sin complicaciones, encierra un mensaje válido para todos los tiempos. En efecto, el evangelsita empieza por describir el desencanto y el pesimismo, de aquellos dos hombres, que había sido testigos de cómo Jesús se había manifestado como profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y todo el pueblo, suscitando en ellos una esperanza de salvación, que se derrumbó ante el espectáculo de la cruz y de la sepultura. El desánimo le lleva a volver sobre sus pasos, a abandonar la comunidad y regresar a sus quehaceres habituales. Todos lo que hemos aceptado creer, en determinados momentos nos entra la duda, nos preguntamos si valía la pena poner nuestra confianza en Jesús, si realmente es el Salvador del mundo o hemos sido objeto de un error de cálculo o de una ilusión pasajera. Toda crisis no es esencialmente mala o inútil. Puede ser una ocasión para reflexionar más seriamente y renovar nuestro compromiso con el Señor.
         Pero los dos discípulos no pueden alejar de sus mentes la experiencia vivida, que se convierte en tema de sus conversaciones. Tan ensimismados están en sus cavilaciones que no dudan en compartirlas con un desconocido que se les junta por el camino. Pero el recien llegado pasa de objeto de una comunicación acerca de un tema a sujeto de una evangelización. Aquellos dos hombres, agobiados tienen los ojos tapados por sus perjuicios, por no haber penetrado con el corazón generoso en las enseñanzas que el Maestro les impartia mientras estaba con ellos. Ahora en cambio experimentan cómo su corazón ardía mientras el desconocido les explicaba las Escrituras. Puede sucedernos también a nosotros que las verdades que ya sabemos, pero que a pesar de todo quedan en la penumbra, en un momento concreto, por acción del Espíritu, aparecen bajo una luz nueva y suscitan nuestra adhesión, se convierten en fuerza viva capaz de impulsar nuestra existencia por sendas nuevas.
         Pero como todas las realidades humanas, la presencia del Señor tiene sus momentos y, a menudo, aquella sensación extraordinaria pasa, se desvanece. Vivimos siempre en la Pascua del Señor, es decir estamos en régimen de provisionalidad, en la experiencia del paso del Señor. Los discípulos nos indican cuál ha de ser nuestra actitud ante el Señor que pasa: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. El problema es que no siempre tenemos esta lucidez de sentir que el atardecer asoma, que nuestro día se encamina hacia el oscurecimiento. Demasiado a menudo vivimos en una especie de aturdimiento que nos impide ser conscientes de la realidad voluble y cambiante de la vida, se nos hace difícil vivir alerta, como el Señor nos recomienda a menudo.

         El desconocido atiende al ruego que se le hace y se queda con ellos. Y después de una jornada de camino en la que los dos discípulos han podido escuchar y saborear la enseñanza del desconocido, sus ojos sólo se abren para reconocerlo, cuando parte el pan, cuando lleva a cabo el gesto típico de la comida fraterna del pueblo de Dios. El reconocimiento es tal que, sin calcular el cansancio de una jornada de viaje, vuelven a Jerusalén, se reintengran en la comunidad, convertidos en evangelistas de la buena nueva: “El Señor ha resucitado”. El relato de los discípulos de Emaús contiene el esquema fundamental de toda celebración cristiana. Abramos nuestro corazón para que podamos entender las Escrituras y comprometámonos en partir el pan con nuestros hermanos. Así seremos de verdad discípulos de Jesús resucitado.

21 de abril de 2017

Pascua: II Domingo -Ciclo A

       

“Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. El evangelista no duda en recordar que los discípulos se escondían, que el miedo les oprimía, a pesar de que, aquella misma mañana, Pedro y Juan pudieron constatar que la tumba estaba vacía y María Magdalena no dudaba en proclamar que había visto al Señor resucitado. Sin duda el hecho mismo de la pasión, la misma actitud que adoptaron ante tales acontecimientos, la ligereza con que habían abandonado e incluso negado a Jesús, había traumatizado profundamente el ánimo de aquellos hombres. A todo esto además se sumaba además el miedo a los judíos, por temor de represalias. Es en este contexto más bien negativo que hay que leer la narración de la primera aparición a los apóstoles que cuenta el evangelista san Juan. Contra toda esperanza, humanamente hablando, a aquellos hombres temerosos les fue dado ver con sus propios ojos a aquél que vieron clavado a la cruz, y que ahora está ante ellos resucitado, que les comunica su paz, que les ofrece su Espíritu. Y a continuación aquellos hombres que se habían encerrado en el cenáculo se convierten en ardientes propagadores del evangelio, no dudando en salir de su refugio, y enfrentarse con el mundo y los hombres, hasta dar incluso la vida por el Maestro.
         El episodio de Tomás, de sus dudas después de la primera aparición y su confesión admirable en la segunda, completa el cuadro y muestra que el mensaje del evangelista no es privativo del grupo de los íntimos que vivieron aquella experiencia, sino que se alarga a todos los que aceptan creer el mensaje de la resurrección de Jesús. El que cree, haya tocado o no las llagas del Crucificado, reciba la paz de Jesús, el don del Espíritu y está llamado a proclamar con la palabra y la vida el mensaje pascual.
         Y es a partir de esta experiencia que empieza a organizarse la Iglesia, la comunidad de los creyentes, como recordaba hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Lucas esboza cómo ha de ser la comunidad cristiana. El primer criterio de autenticidad es la constancia en escuchar las enseñanzas de los apóstoles. Por enseñanzas de los apóstoles hay que entender cuanto ellos comunican de la vida y de la predicación de Jesús, que ellos vivieron intensamente. Esta comunión en la fe tiene sus consecuencias en la vida práctica, y suscita una comunidad de vida que ha de manifestarse en el pensar y actuar, hasta llegar poner en común todo lo que poseían: vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos. Tal modo de actuar, que supera las tendencias de la naturaleza humana, necesita una ayuda espiritual que los cristianos encuentran en la fracción del pan, es decir en la celebración de la Eucaristía, y en la plegaria. Esta es la imagen que Lucas ofrece de la primera comunidad cristiana, y que es fuente de alegría para los que la viven, y para los demás motivo de admiración y testimonio que convence a los que aún no creen.

         Esta descripción de la experiencia de vida de la primera comunidad cristiana, tiene su complemento en lo que san Pedro afirma  en la segunda lectura. La realidad que la resurrección de Jesús ha obtenido va más allá de una vida fraternal bien organizada, basada en el amor y la participación de los bienes. Se trata de una esperanza viva para una herencia imperecedera que poseeremos únicamente después de nuestra muerte, cuando estaremos con Jesús en su Reino. Así se afirma el doble sentido de la realidad cristiana: ya hemos recibido esta herencia, en la fe, en la esperanza, pero es necesario trabajar, superar las dificultades que la vida pueda deparar, hasta que llegue el momento en que nuestra vocación hallará su plenitud. La vida cristiana, hecha de fe, de esperanza, de amor, de alegría, de paz, tiene un sentido dinámico, es un continuo crecer hasta el día de la manifestación definitiva de Jesucristo. Celebrar las fiestas pascuales quiere decir recordar cuanto ha hecho por nosotros el Señor Jesús, pero es también una llamada a responder con generosidad, para asegurar la vocación que hemos recibido y aceptado en el bautismo, y a trasmitirla con nuestro testimonio a los demás hombres, nuestros hermanos.