“Los dos
discípulos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían
reconocido al Señor al partir el pan”. Con estas palabras concluye san Lucas el
relato del encuentro con el Resucitado de dos de sus discípulos. La noticia, en
sí simple y sin complicaciones, encierra un mensaje válido para todos los
tiempos. En efecto, el evangelsita empieza por describir el desencanto
y el pesimismo, de aquellos dos hombres, que había sido testigos de cómo Jesús se
había manifestado como profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y todo
el pueblo, suscitando en ellos una esperanza de salvación, que se derrumbó ante
el espectáculo de la cruz y de la sepultura. El desánimo le lleva a volver
sobre sus pasos, a abandonar la comunidad y regresar a sus quehaceres
habituales. Todos lo que hemos aceptado creer, en determinados momentos nos
entra la duda, nos preguntamos si valía la pena poner nuestra confianza en
Jesús, si realmente es el Salvador del mundo o hemos sido objeto de un error de
cálculo o de una ilusión pasajera. Toda crisis no es esencialmente mala o
inútil. Puede ser una ocasión para reflexionar más seriamente y renovar nuestro
compromiso con el Señor.
Pero los dos discípulos no pueden
alejar de sus mentes la experiencia vivida, que se convierte en tema de sus
conversaciones. Tan ensimismados están en sus cavilaciones que no dudan en
compartirlas con un desconocido que se les junta por el camino. Pero el recien
llegado pasa de objeto de una comunicación acerca de un tema a sujeto de una
evangelización. Aquellos dos hombres, agobiados tienen los ojos tapados por sus
perjuicios, por no haber penetrado con el corazón generoso en las enseñanzas
que el Maestro les impartia mientras estaba con ellos. Ahora en cambio
experimentan cómo su corazón ardía mientras el desconocido les explicaba las
Escrituras. Puede sucedernos también a nosotros que las verdades que ya
sabemos, pero que a pesar de todo quedan en la penumbra, en un momento
concreto, por acción del Espíritu, aparecen bajo una luz nueva y suscitan
nuestra adhesión, se convierten en fuerza viva capaz de impulsar nuestra
existencia por sendas nuevas.
Pero como todas las realidades humanas,
la presencia del Señor tiene sus momentos y, a menudo, aquella sensación
extraordinaria pasa, se desvanece. Vivimos siempre en la Pascua del Señor, es
decir estamos en régimen de provisionalidad, en la experiencia del paso del
Señor. Los discípulos nos indican cuál ha de ser nuestra actitud ante el Señor
que pasa: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. El
problema es que no siempre tenemos esta lucidez de sentir que el atardecer
asoma, que nuestro día se encamina hacia el oscurecimiento. Demasiado a menudo
vivimos en una especie de aturdimiento que nos impide ser conscientes de la realidad
voluble y cambiante de la vida, se nos hace difícil vivir alerta, como el Señor
nos recomienda a menudo.
El desconocido atiende al ruego que se
le hace y se queda con ellos. Y después de una jornada de camino en la que los
dos discípulos han podido escuchar y saborear la enseñanza del desconocido, sus
ojos sólo se abren para reconocerlo, cuando parte el pan, cuando lleva a cabo
el gesto típico de la comida fraterna del pueblo de Dios. El reconocimiento es
tal que, sin calcular el cansancio de una jornada de viaje, vuelven a Jerusalén,
se reintengran en la comunidad, convertidos en evangelistas de la buena nueva: “El
Señor ha resucitado”. El relato de los discípulos de Emaús contiene el esquema
fundamental de toda celebración cristiana. Abramos nuestro corazón para que
podamos entender las Escrituras y comprometámonos en partir el pan con nuestros
hermanos. Así seremos de verdad discípulos de Jesús resucitado.
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