14 de abril de 2017

Reflexiones: Viernes Santo -A

       
      “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los griegos”. En tiempos del apóstol san Pablo, judíos y griegos encontraban motivo para reirse del crucificado o simplemente pasaban de él. Han transcurrido muchos años desde entonces, pero existen aún personas que o se ríen de Jesús o pasan de él. Ciertamente no es fácil creer en Jesús y seguir sinceramente su mensaje. El apóstol Pablo tenía conciencia de que anunciar el mensaje de alguien que había sido condenado por un tribunal y había acabado colgado de un patíbulo, era una empresa arriesgada. Y si el mensaje de ese tal suponía una crítica de los desórdenes morales y sociales del momento, y una llamada a la conversión de vida, el riesgo aumentaba aún más. Pero el mensaje de Pablo no quedó baldío, y ahora Jesús es anunciado por todo el planeta. Generaciones de mujeres y hombres han modelado su vida sobre la del Maestro, han trabajado por el bien de sus hermanos, han hecho maravillas en todos los campos del saber y de la actividad humana, guiados siempre y sostenido por la fe en Jesús Crucificado. Muchos, incluso en nuestros días y en varios lugares de la tierra, no dudan en derramar su sangre para confirmar su fe.
         Hoy, la liturgia invita a venerar la Cruz, signo de nuestra salvación. El rito de hoy, presentando a la Cruz como instrumento esencial de la Pasión del Señor e invitándonos a prestarle una veneración respetuosa, quiere suscitar en nosotros la conciencia de su significado. El beso que daremos a Cristo clavado en la Cruz ha de ser un gesto que nace del corazón y de la mente, es decir del amor y de la fe. Ha de significar que aceptamos a Jesús crucificado, con todo lo que significa, como Señor y Maestro.
         La primera lectura, del libro de Isaías, evocaba los sufrimientos que precedieron la muerte de un personaje conocido como el Siervo de Yahvé, y este texto fue objeto de atenta meditación de las primeras generaciones cristianas, a fin de entender de algún modo el escándalo de la Cruz. Sin duda, el Siervo de Yahvé anuncia la figura de Jesús, que supo asumir el dolor y la contradicción con aceptación generosa,  cambiando su suerte en oblación y sacrificio expiatorio para dar a los hombres la verdadera justicia y llevar a término el designio de Dios de salvar a la humanidad.
         En la segunda lectura, el autor de la carta a los hebreos, ha evocado la obra de Jesús en términos sacerdotales y sacrificales, presentándole como el Pontífice definitivo, que entrando en el santuario del cielo, obtiene la salvación eterna para todos los que le obedezcan. Jesús es presentado en su dimensión humana, que asume con libertad el dolor.
         El relato de la Pasión según san Juan ha subrayado el aspecto glorioso de Jesús exaltado en la Cruz, que atrae a todo el mundo, para manifestar la gloria que el Padre le ha reservado. En la escena del huerto de los Olivos, la afirmación YO SOY, alude a la teofanía del Sinaí, y aunque puede hacer caer en tierra a sus perseguidores, libre y generosamente abraza la suerte que le espera. En su coloquio con Pilato, ha afirmado su realeza mesiánica, y con un cambio de papeles, demuestra que es él, Jesús, el verdadero juez, y que los juzgados, pero no condenados son todos los demás. La presencia de María al pie de la Cruz y las palabras que el Hijo dirige a su Madre, evocaban que ha empezado el reino del Mesías, la nueva creación, en la cual no falta una mujer, llamada a ser la Madre de todos, y que, al contrario de Eva, será fiel a su vocación. Por fin, Jesús, desde la Cruz anuncia que su obra está cumplida: y entrega su Espíritu, el mismo que después de su resurrección, dará a todos los que crean en él, como signo de que han llegado los tiempos mesiánicos, anunciados por el profeta Joel.

         La celebración termina con la participación al Pan eucarístico que confirma nuestra comunión con Aquel que, por medio de su obediencia al Padre, llevada hasta la muerte, ha llegado a ser el Sacerdote de la Nueva Alianza, que nos invita a esperar con confianza la celebración gozosa de la noche de Pascua.

12 de abril de 2017

Reflexiones: Jueves Santo - Ciclo A

          

           “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Cada año, en la misa vespertina del Jueves Santo escuchamos estas palabras con las que el mismo Jesús intentaba explicar a sus discípulos el gesto que acababa de llevar a cabo. Lavarse los pies unos a otros era un elemento importante en la cultura de aquellos tiempos y contenía un auténtico significado. En nuestra cultura del siglo XXI, lavarse los pies unos a otros queda lejos de nuestro comportamiento normal. Por esta razón, repetir el gesto durante la liturgia del Jueves Santo podría reducirse a un gesto vacío de contenido. La autenticidad impone como necesario pasar del gesto al contenido, de la imagen a la realidad.
         El gesto de Jesús de lavar los pies de los discípulos en aquella noche significaba que, consciente de su dignidad, deseaba decir a los suyos que, por amor a ellos, porque los amaba hasta el extremo, iba a entregar su vida temporal para ofrecerles una vida eterna. Al lavar los pies de los discípulos quiere mostrar que ha adoptado la actitud de un esclavo, puesto al servicio de todos por amor. Este es su mensaje y esto es lo que quiere inculcar a los apóstoles, y en ellos a todos los que aceptamos creer en Jesús. Se nos invita pues a ser, por amor, siervos unos de otros, es decir estar al servicio de los demás.
He aquí el ideal cristiano. Y si somos sinceros, hemos de reconocer que no nos amamos de modo que en la sociedad prevalga el respeto de la dignidad de toda persona, la búsqueda de la justicia y de la libertad para todos sin distinción. Nos hiere que Jesús repita que hemos de lavarnos los pies unos a otros, pero en cambio no nos inquieta demasiado que en nuestro país la natalidad disminuya, que la población envejezca, que las familias se disgreguen, que la juventud abuse del alcohol, droga y sexo, que unos se enriquezcan cada vez más y otros vean empobrecidos continuamente, sólo para citar algunos ejemplos. La voz de Jesús resuena: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
         En el evangelio de San Juan, la escena de Jesús lavando los pies a sus discípulos ocupa el lugar que en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas aparece la institución de la Eucaristía. El gesto de lavar los pies expresa en realidad lo mismo que insinúa el gesto de la fracción del pan en la Eucaristía. Partir el pan es un gesto de comunión, de servicio, como lo puede ser lavar los pies. Lo que pasa es que la repetición del rito de la Eucaristía lo entendemos como un simple acto de culto a Dios, olvidando demasiado a menudo que no sirve de nada partir el pan sobre el altar si después no lo partimos con los demás hermanos en la vida de cada día, una vez salidos del lugar de culto. Cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía el altar ha de ser el centro de nuestra atención, del mismo modo que los comensales que se reunen para celebrar un banquete se colocan alrededor de la mesa. En la eucaristía, Jesús nos convoca para distribuir el pan y el vino, elementos escogidos de la vida de cada día, que él mismo ha querido que sean signos reales de su cuerpo y de su sangre, como recordaba san Pablo en la segunda lectura: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Esta cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. Con este rito Jesús anuncia y hace presente el misterio de su muerte cruenta que tendrá lugar el viernes santo sobre el madero de la cruz.

         Pero la muerte de Jesús tuvo lugar precisamente durante la celebración de la Pascua, la gran solemnidad del pueblo escogido, que recordaba su liberación de la esclavitud para pasar a ser pueblo libre, hijo de Dios. Aquella liberación sin embargo no era sino imagen, figura, de la verdadera liberación que Jesús nos obtiene con su sacrificio. Si es esta la fe que nos convoca esta tarde, hagamos el propósito de no ser meros espectadores de un rito religioso. Oigamos la voz del Señor, no endurezcamos el corazón, sino más bien dispongámonos para adoptar en nuestra vida de cada día la actitud generosa que Jesús ha expresado con las imágenes gráficas de lavar los pies de los hermanos, de partir el pan con los necesitados, y mostrar así que queremos ser los discípulos de Aquel que nos ha amado hasta el extremo.
J.G.

7 de abril de 2017

Cuaresma: Domingo de Ramos -A-


“Hosanna al Hijo de David: bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel”. Con este canto hemos iniciado hoy nuestra celebración y, después de escuchar las palabras del evangelio que evocaban la entrada gozosa y solemne de Jesús en la ciudad santa de Jerusalen, llevando ramos en las manos, hemos querido repetir de alguna manera aquel acontecimiento, acompañando al Señor como un día lo hicieron sus discípulos. Esta procesión no es una novedad en la Iglesia. Ya en el lejano siglo IV, una piadosa mujer procedente de Galicia, la peregrina Egeria, en sus memorias sobre el viaje que realizó por el próximo Oriente, recuerda como se celebraba una procesión el domingo de Ramos en Jerusalén, tratando de repetir el mismo itinerario de Jesús y sus discípulos. Y este recuerdo se ha conservado en la liturgia hasta el día de hoy.

            Salir en procesión, peregrinar, organizar romerías, reunirse grupos de personas para manifestarse ya sea celebrando un acontecimiento ya reivindicando una causa, puede decirse que es algo que responde a la esencia de la naturaleza humana. La procesión de hoy quiere invitarnos a caminar en pos del Señor, con un ramo en la mano, no como talisman inerte, sino como signo de nuestra voluntad de seguir a Jesús, incluso cuando sube al Calvario. Con este gesto proclamamos, llenos de esperanza, iniciamos nuestra celebración de la Semana Santa, esta Semana durante la cual iremos conmemorando devotamente los sucesivos momentos de la pasión, de la muerte y de la sepultura de Jesús, preparándonos así para saludar con gozo, en la solemne vigilia nocturna del sábado al domingo, la gran victoria sobre la muerte y el pecado que es la resurrección de Jesús de entre los muertos.

            La entrada de Jesús a Jerusalén que narran los evangelios como preludio inmediato de la Pasión, fue solemne y gozosa, pero también preñada de temores e incertidumbres, pues la actitud de los responsables de los judíos no hacía presagiar nada bueno para aquel Maestro que, sin pretenderlo, suscitaba al mismo tiempo fervor ardiente en unos y envidia en otros. En efecto, aquella misma multitud que, al entrar en la ciudad santa, aclamaba a Jesús, instigada por los jefes del pueblo, a los pocos días, pedirá a gritos su crucifixión, como acabamos de escuchar con el relato de la Pasión según san Mateo.

            Desde niños estamos familiarizados con los detalles de la Pasión del Señor y los conocemos bien. Pero cada vez que estas palabras resuenan en nuestros oídos, nuestro corazón, iluminado por la gracia del Es-píritu, puede captar matices nuevos, puede sentirse movido a revisar nuestro modo habitual de comportarnos y plantearse decisiones para vivir con más fidelidad nuestro bautismo, el sacramento que nos introdujo en el misterio de la vida, muerte y resurrección del Señor.

            En el mundo ajetreado y turbulento en que vivimos, en el que el silencio está sumamente marginado, los psicólogos detectan un aumento progresivo de la sensación de soledad que oprime a los hombres y mujeres, incluso cuando se hallan rodeados de sus semejantes. Creo que el relato que nos ha propuesto Mateo de la Pasión muestra como Jesús asumió también esta realidad de los humanos. Junto con sus discípulos celebró la cena pascual, pero en la oscuridad del huerto de Getsemaní, el sueño cerró los ojos de los que le seguían, y por no ser capaces de orar con él, huyeron precipitadamente en cuanto se insinuó el peligro, dejándolo solo. Durante los interrogatorios Jesús estuvo solo ante sus perseguidores y el discípulo que de lejos le seguía, Pedro, fue lo bastante débil para negar que le conocía. Solo y abandonado de los hombres, ex-perimentó una angustia que expresó con las palabras del salmo 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Cuando nos sintamos solos, cuando nos falte el calor y el amor de nuestros semejantes, no dudemos de recurrir al Señor, que por la experiencia vivida, es capaz de entendernos, confortarnos y estar a nuestro lado, para superar la prueba y salir de nuevo a la luz y la esperanza, porque Dios no abandona nunca a los que esperan en él, a los que se abandonan a sus manos.
 J. G.