“Nosotros
predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los
griegos”. En tiempos del apóstol san Pablo, judíos y griegos encontraban motivo
para reirse del crucificado o simplemente pasaban de él. Han transcurrido
muchos años desde entonces, pero existen aún personas que o se ríen de Jesús o
pasan de él. Ciertamente no es fácil creer en Jesús
y seguir sinceramente su mensaje. El apóstol Pablo tenía conciencia de que
anunciar el mensaje de alguien que había sido condenado por un tribunal y había
acabado colgado de un patíbulo, era una empresa arriesgada. Y si el mensaje de
ese tal suponía una crítica de los desórdenes morales y sociales del momento, y
una llamada a la conversión de vida, el riesgo aumentaba aún más. Pero el
mensaje de Pablo no quedó baldío, y ahora Jesús es anunciado por todo el
planeta. Generaciones de mujeres y hombres han modelado su vida sobre la del
Maestro, han trabajado por el bien de sus hermanos, han hecho maravillas en
todos los campos del saber y de la actividad humana, guiados siempre y
sostenido por la fe en Jesús Crucificado. Muchos, incluso en nuestros días y en
varios lugares de la tierra, no dudan en derramar su sangre para confirmar su
fe.
Hoy, la liturgia invita a venerar la
Cruz, signo de nuestra salvación. El rito de hoy, presentando a la Cruz como
instrumento esencial de la Pasión del Señor e invitándonos a prestarle una
veneración respetuosa, quiere suscitar en nosotros la conciencia de su
significado. El beso que daremos a Cristo clavado en la Cruz ha de ser un gesto
que nace del corazón y de la mente, es decir del amor y de la fe. Ha de
significar que aceptamos a Jesús crucificado, con todo lo que significa, como
Señor y Maestro.
La primera lectura, del libro de
Isaías, evocaba los sufrimientos que precedieron la muerte de un personaje
conocido como el Siervo de Yahvé, y este texto fue objeto de atenta meditación
de las primeras generaciones cristianas, a fin de entender de algún modo el
escándalo de la Cruz. Sin duda, el Siervo de Yahvé anuncia la figura de
Jesús, que supo asumir el dolor y la contradicción con aceptación
generosa, cambiando su suerte en
oblación y sacrificio expiatorio para dar a los hombres la verdadera justicia y
llevar a término el designio de Dios de salvar a la humanidad.
En la segunda lectura, el autor de la
carta a los hebreos, ha evocado la obra de Jesús en términos sacerdotales y
sacrificales, presentándole como el Pontífice definitivo, que entrando en el
santuario del cielo, obtiene la salvación eterna para todos los que le
obedezcan. Jesús es presentado en su dimensión humana, que asume con libertad
el dolor.
El relato de la Pasión según san Juan
ha subrayado el aspecto glorioso de Jesús exaltado en la Cruz, que atrae a todo
el mundo, para manifestar la gloria que el Padre le ha reservado. En la escena
del huerto de los Olivos, la afirmación YO SOY, alude a la teofanía del Sinaí,
y aunque puede hacer caer en tierra a sus perseguidores, libre y generosamente
abraza la suerte que le espera. En su coloquio con Pilato, ha afirmado su
realeza mesiánica, y con un cambio de papeles, demuestra que es él, Jesús, el
verdadero juez, y que los juzgados, pero no condenados son todos los demás. La
presencia de María al pie de la Cruz y las palabras que el Hijo dirige a su
Madre, evocaban que ha empezado el reino del Mesías, la nueva creación, en la
cual no falta una mujer, llamada a ser la Madre de todos, y que, al contrario
de Eva, será fiel a su vocación. Por fin, Jesús, desde la Cruz anuncia que su
obra está cumplida: y entrega su Espíritu, el mismo que después de su
resurrección, dará a todos los que crean en él, como signo de que han llegado
los tiempos mesiánicos, anunciados por el profeta Joel.
La celebración termina con la
participación al Pan eucarístico que confirma nuestra comunión con Aquel que,
por medio de su obediencia al Padre, llevada hasta la muerte, ha llegado a ser
el Sacerdote de la Nueva Alianza, que nos invita a esperar con confianza la
celebración gozosa de la noche de Pascua.
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