7 de abril de 2017

Cuaresma: Domingo de Ramos -A-


“Hosanna al Hijo de David: bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel”. Con este canto hemos iniciado hoy nuestra celebración y, después de escuchar las palabras del evangelio que evocaban la entrada gozosa y solemne de Jesús en la ciudad santa de Jerusalen, llevando ramos en las manos, hemos querido repetir de alguna manera aquel acontecimiento, acompañando al Señor como un día lo hicieron sus discípulos. Esta procesión no es una novedad en la Iglesia. Ya en el lejano siglo IV, una piadosa mujer procedente de Galicia, la peregrina Egeria, en sus memorias sobre el viaje que realizó por el próximo Oriente, recuerda como se celebraba una procesión el domingo de Ramos en Jerusalén, tratando de repetir el mismo itinerario de Jesús y sus discípulos. Y este recuerdo se ha conservado en la liturgia hasta el día de hoy.

            Salir en procesión, peregrinar, organizar romerías, reunirse grupos de personas para manifestarse ya sea celebrando un acontecimiento ya reivindicando una causa, puede decirse que es algo que responde a la esencia de la naturaleza humana. La procesión de hoy quiere invitarnos a caminar en pos del Señor, con un ramo en la mano, no como talisman inerte, sino como signo de nuestra voluntad de seguir a Jesús, incluso cuando sube al Calvario. Con este gesto proclamamos, llenos de esperanza, iniciamos nuestra celebración de la Semana Santa, esta Semana durante la cual iremos conmemorando devotamente los sucesivos momentos de la pasión, de la muerte y de la sepultura de Jesús, preparándonos así para saludar con gozo, en la solemne vigilia nocturna del sábado al domingo, la gran victoria sobre la muerte y el pecado que es la resurrección de Jesús de entre los muertos.

            La entrada de Jesús a Jerusalén que narran los evangelios como preludio inmediato de la Pasión, fue solemne y gozosa, pero también preñada de temores e incertidumbres, pues la actitud de los responsables de los judíos no hacía presagiar nada bueno para aquel Maestro que, sin pretenderlo, suscitaba al mismo tiempo fervor ardiente en unos y envidia en otros. En efecto, aquella misma multitud que, al entrar en la ciudad santa, aclamaba a Jesús, instigada por los jefes del pueblo, a los pocos días, pedirá a gritos su crucifixión, como acabamos de escuchar con el relato de la Pasión según san Mateo.

            Desde niños estamos familiarizados con los detalles de la Pasión del Señor y los conocemos bien. Pero cada vez que estas palabras resuenan en nuestros oídos, nuestro corazón, iluminado por la gracia del Es-píritu, puede captar matices nuevos, puede sentirse movido a revisar nuestro modo habitual de comportarnos y plantearse decisiones para vivir con más fidelidad nuestro bautismo, el sacramento que nos introdujo en el misterio de la vida, muerte y resurrección del Señor.

            En el mundo ajetreado y turbulento en que vivimos, en el que el silencio está sumamente marginado, los psicólogos detectan un aumento progresivo de la sensación de soledad que oprime a los hombres y mujeres, incluso cuando se hallan rodeados de sus semejantes. Creo que el relato que nos ha propuesto Mateo de la Pasión muestra como Jesús asumió también esta realidad de los humanos. Junto con sus discípulos celebró la cena pascual, pero en la oscuridad del huerto de Getsemaní, el sueño cerró los ojos de los que le seguían, y por no ser capaces de orar con él, huyeron precipitadamente en cuanto se insinuó el peligro, dejándolo solo. Durante los interrogatorios Jesús estuvo solo ante sus perseguidores y el discípulo que de lejos le seguía, Pedro, fue lo bastante débil para negar que le conocía. Solo y abandonado de los hombres, ex-perimentó una angustia que expresó con las palabras del salmo 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Cuando nos sintamos solos, cuando nos falte el calor y el amor de nuestros semejantes, no dudemos de recurrir al Señor, que por la experiencia vivida, es capaz de entendernos, confortarnos y estar a nuestro lado, para superar la prueba y salir de nuevo a la luz y la esperanza, porque Dios no abandona nunca a los que esperan en él, a los que se abandonan a sus manos.
 J. G.

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