26 de marzo de 2016

VIGILIA PASCUAL - Ciclo C


          “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea”. Con estas expresiones se proclama el anuncio pascual, la noticia de la victoria de Jesús sobre la muerte. Nuestra sensibilidad habría deseado quizá una manifestación de Jesús en persona, mostrando su nuevo cuerpo glorioso, en el que las llagas serían pálido y eficaz recuerdo del misterio de la Pasión. En cambio, el mensaje angélico nos invita a entender en su justa dimensión la obra que Dios se ha dignado llevar a cabo para nuestra salvación: no es entre los muertos que hemos de buscar al que está vivo, no es mirando hacia atrás que podremos alcanzar a Jesús, porque ya no está escondido en el sepulcro. Ha resucitado. Esta afirmación nos lanza hacia adelante, porque inicia realmente una nueva etapa de la historia del mundo.

            Cada vez que recitamos el símbolo de los apóstoles, decimos que Jesús, al morir, bajó a los infiernos, es decir que bajó a la profundidad de la muerte, que asumió en toda su realidad lo que todos los humanos han de experimentar. Jesús quiso pasar por la muerte precisamente para asegurarnos que a los muertos se les ha dado posibilidad de oir la voz del Hijo de Dios y, oyéndola, pudiesen entrar de nuevo a la vida. Jesús no se queda en el infierno. Después de gustar la muerte, resucita, entra en un nuevo modo de existir, de modo que lo antiguo ha terminado, empieza una realidad que antes no existía. Por eso no puede quedarse en los estrechos límites del frio sepulcro y la tumba queda vacía, por eso se nos invita a no permanecer llorosos junto al sepulcro sino de buscarle precisamente en la vida.

            La resurrección de Jesús, la resurrección de entre los muertos, es algo completamente distinto de la reanimación de un cadáver. Resucitando, Jesús pasa del mundo de la corrupción al mundo nuevo de la gloria, y vive en plenitud y ofrece vida a todos. Faltan palabras para expresar esta nueva realidad que Pablo llama nuevo nacimiento, y Juan glorificación. Pero esta promesa de vida que supone la resurrección de Jesús no queda reservada para un mañana lejano. Pablo recordaba que el bautismo ha realizado de alguna manera nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo que un día recibimos nos ha incorporado a Jesús muerto y resucitado: es un signo que pide una respuesta comprometida de parte nuestra. Hoy la liturgia pascual invita a renovar nuestro compromiso, nuestra promesa de vivir la vida nueva que exige el bautismo cristiano entendido como participación en la resurrección del Señor resucitado.

            Por eso, celebrar la resurrección de Jesús no es simplemente volver los ojos hacia el pasado y afirmar lo que ocurrió en aquella noche pascual, que sólo ella conoció el momento en que Jesús salió de la tumba. En la celebración de esta noche, tanto las lecturas como las plegarias han insistido en el hecho de nuestro bautismo. Así como el pueblo escogido, atravesando las aguas del mar Rojo, de esclavo del faraón paso a ser pueblo de Dios, de modo semejante nosotros, por las aguas del bautismo, fuimos sepultados con Jesús en la muerte para vernos libres de la esclavitud del pecado, y así como Jesús fue despertado de entre los muertos para gloria del Padre, así nosotros hemos de andar en una vida nueva, es decir, hemos de vivir según la voluntad de Dios, dejando nuestros caminos equivocados, y trabajando para guardar los preceptos y mandatos de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

            En esta época de búsqueda ansiosa, de lucha, de violencia, de incertidumbre, pero también de sorpresa y de maravilla que es nuestro tiempo, asumamos la seguridad que nos ofrece la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, y descansando en el amor de Dios que salva, dispongámonos a trabajar con ilusión para que nuestro mundo sea cada vez más humano, más justo, más libre, más pacífico, iluminado por la gloria de Jesús resucitado. 


25 de marzo de 2016

SILENCIO CARGADO DE ESPERANZA


  Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio, cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia, del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado, fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.

VIERNES SANTO (Ciclo C)

       

    “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes; nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”. Estas palabras del libro de profeta Isaías probablemente describen las peripecias de un personaje contemporaneo al autor  y que más tarde sirvieron de pauta a las primeras generaciones cristianas para tratar de entender el escándalo de la cruz, el modo cruel como fue suprimido Jesús, el Maestro bueno que pasó haciendo el bien, que hablaba con autoridad, que trataba de hacer comprender la bondad de Dios por medio de sus palabras, corroboradas con sus milagros y curaciones.

            Muchos son los pobres, marginados, justos e injustos, jóvenes y ancianos, que mueren violentamente a diario, cuya desaparición no tiene más razón que la crueldad humana, la indiferencia, los prejuicios y las ambiciones que explican, pero no justifican, la trama de la historia de la humanidad. De algunas de estas personas se recuerda que existieron y se ensalza quizá su cometido, pero de la gran mayoría de ellos no se hace caso ni mención alguna. Pero el recuerdo de Jesús, permanece vivo y son legión quienes hablan de él, lo exaltan, lo admiran o incluso lo combaten o lo desprecian. Pero en todo caso lo recuerdan y mencionan.

            En la tarde del Viernes Santo los cristianos se reunen para recordar una vez más la muerte de Jesús. Con sobriedad austera, la celebramos con acentos de victoria y triunfo, precisamente porque creemos que su existencia no terminó ni en la dura madera de la cruz ni en la frialdad del sepulcro, y que la losa que se corrió sobre su entrada no puso punto final a su obra. El relato que Juan el evangelista hace de los detalles de la pasión de Jesús, junto con las reflexiones del libro de Isaías y del autor de la carta a los Hebreos muetra que, por su pasión y muerte, Jesús se ha convertido en autor de salvación eterna, para quienes aceptamos creer en él.

            La reunión litúrgica del viernes santo comporta un homenaje a la Cruz, el instrumento de la muerte de Jesús. Los Padres de la Iglesia, así como muchos poetas, han cantado las excelencia del madero que aguantó el cuerpo de Cristo, que fue altar de la ofrenda de su vida. El evangelio recuerda que los mismos discípulos huyeron, se dispersaron, ante el espectáculo de la Cruz. Las primeras generaciones cristianas tuvieron que luchar con todas sus fuerzas, hasta el momento en que la cruz se convirtió en simbolo de honor y dignidad. La Cruz se ha convertido en signo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el pecado, en signo de la voluntad de comunión y de obediencia a la voluntad del Padre.

            Desde esta perspectiva, la Cruz ha sido cantada por los santos como objeto de amor y de deseo. Pero hemos de ser realistas y no olvidar que la Cruz aparece también en el lenguaje corriente, como símbolo de todo lo que mortifica al hombre, de lo que lo entristece, de lo que lo que puede embrutecerlo. No siempre sabemos apreciar el aspecto válido de la Cruz: demasiado a menudo tratamos de huir de ella, de volverle la espalda en cuanto posible. Los cristianos no adoramos la Cruz movidos por una actitud enfermiza, replegada sobre el dolor y el sufrimiento como si éstos tuviesen valor por sí mismos. La adoración de la cruz no va dirigida a la materialidad del leño, sino a Aquél que por medio de tal instrumento consumó su obra. Prestar homenaje o adorar a la cruz exteriormente, servirá de bien poco si no suscita en nosotros una decisión de adherir a Jesús y a su evangelio, de convertir en vida cuanto nos enseñó de palabra y obra.