7 de diciembre de 2015

Solemnidad de la Inmaculada Concepción


¡Oh, rosa sin espinas! 
 ¡Oh, vaso de elección!
de Ti nació la vida,
 por Ti Nos vino Dios.

           “Oh Dios, por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada”. Estas palabras con las que  inicia hoy la oración colecta, permiten entender el significado de la celebración de este día, en pleno tiempo de Adviento, el tiempo que prepara la Navidad, en la que conmemoraremos el nacimiento según la carne del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, Dios ha querido que su Hijo, su Palabra creadora, se hiciese hombre, que asumiese en plenitud nuestra condición humana para ser igual a nosotros en todo, excepto en el pecado y poder así salvar a los hombres de su pecado y restituirles su condición de hijos adoptivos de Dios. Pero si el Hijo de Dios había de ser también hijo del hombre, necesitaba, como todo hombre, una madre. Y aquí intervino Dios de modo inefable. Dios Padre preparó para su Hijo una digna morada en la Virgen María, la mujer destinada a ser la Madre de la Palabra de Dios hecha hombre.

            Pero Dios preservó a la mujer que debía llevar en su seno al Hijo de Dios, de toda culpa desde el primer instante de su concepción en las entrañas de santa Ana. Es en este sentido que hablamos de Inmaculada Concepción de María. La Sagrada Escritura no habla abiertamente de esta prerrogativa de María, pero de las palabras con que el ángel saludó a la Virgen en el momento de la anunciación, llamándola «llena de gracia», la reflexión de la fe cristiana ha deducido que la abundancia de gracia que Dios otorgó a la que sería la Madre de su Hijo Jesús, debía haber empezado desde el primer instante de su existencia. Esta fe del pueblo cristiano fue confirmada por el Papa Pio IX en 1854.

            La primera lectura ha recordado cómo, al principio, Dios llamó a la vida a Adán, el primer hombre, en condiciones óptimas para responder a su vocación, pero el hombre no supo o no quiso responder a la llamada divina. El diálogo de Dios con Adán y Eva después de la caída, muestra la situación en la que el hombre vino a encontrarse por su desobediencia. El autor del libro del Génesis describe al hombre  escondiéndose de Dios, consciente de su desnudez, es decir de haber perdido la comunión que lo ligaba a Dios y también a su misma compañera. Al serle reprochada su desobediencia, aparece como incapaz de asumir la responsabilidad de su acto y descarga el peso en la mujer y ésta, a su vez, en la serpiente.

            Pero Dios no deja a la humanidad sumida en el pecado: sino que anuncia al nuevo Adán, nacido de la estirpe de la mujer, que con su fidelidad reanudará la relación de la familia humana con Dios, venciendo al pecado y a la muerte. Y así, en contraste con la vocación frustrada de Adán, el evangelio ofrece la historia de la vocación de María. Ésta, saludada por el ángel como la «llena de gracia», es escogida por Dios, recibe el favor divino con toda la apertura con que una criatura puede acogerlo. María está preparada para la misión a que se le destina, y al pedírsele su parecer, colabora con generosidad: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María, concebida sin pecado y generosa en su disponibilidad total, puede acoger a la Palabra hecha carne y asegurar así la salvación de toda la familia de los hombres.

            Pablo recordaba que antes de la creación del mundo, Dios ha escogido, en la persona de Jesús, a todos los hombres y mujeres para ser sus hijos, santos e irreprochables ante él por el amor. Este designio de Dios queda supeditado de alguna manera a que nosotros lo aceptemos libremente. La estirpe humana, representada en María, escogida por Dios para ser Madre de su Hijo unigénito, acepta colaborar con Dios en la obra de la salvación. Al celebrar la solemnidad de la Concepción Inmaculada de María, conviene recordar que también hemos sido escogidos por Dios para tener parte en su proyecto de salvación y se nos ha dado todo cuanto necesitamos para aceptar esta llamada. Toca a nosotros saber responder con la misma prontitud y generosidad de María para ser santos e irreprochables ante él en el amor.


5 de diciembre de 2015

DOMINGO II DE ADVIENTO


Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús”. Con estas palabras san Pablo animaba a los cristianos de Filipos que, por haber creído en Jesús, encontraban muchas dificultades en su caminar por la vida. Y estas palabras mantienen todo su valor para nosotros que vivimos en un mundo agobiado por conflictos, tensiones y violencias, hasta el punto de que, a menudo, nos preguntamos qué futuro nos espera cuando se están poniendo en duda valores que parecían seguros y estables.

            Pero las palabras del apóstol recuerdan que ha sido Dios mismo que ha inaugurado en nosotros una obra buena, y por lo tanto hemos de estar seguros de que nuestra vida no está llevada al azar por fuerzas ocultas sino que estamos en manos de Dios. El apóstol asegura que nos encaminamos hacia el día de Jesús y, por esta razón estamos invitados a esperar y vigilar, a fin de poder acoger la llegada de aquel momento de modo que el encuentro con Jesús sea un momento de gozo y alegría. Porque aquel momento significará que habremos alcanzado otro nivel de vida, que no solo carecerá de las contingencias actuales, sino también supondrá haber alcanzado la salvación que Dios ha prometido e iniciado.

            La salvación de Dios. Esta afirmación la oiremos a menudo a lo largo del tiempo de Adviento, y cabe preguntarse si tiene sentido aún para el hombre moderno. Nuestra sociedad trabaja con tesón para crear bienestar, alejar guerras y revoluciones, fomentar el progreso en todos los niveles, venciendo enfermedades y alargando la vida, insistiendo en la formación para vencer la ignorancia, exaltando los valores de libertad, de justicia y de paz. Pero, al mismo tiempo, este cuadro ofrece un preocupante vacío, en cuanto muchos hombres y mujeres, mientras buscan el progreso, van perdiendo la referencia a Dios.

Hay quien insiste en que Dios ya no es necesario, porque el hombre sabe hallar explicaciones a todo y no siente la necesidad de un Dios bueno que solucione sus entuertos. Disminuye la práctica religiosa y son muchos los que muestran desconocimiento de las verdades de la fe cristiana. Esta realidad nos invita a esforzarnos para vivir sinceramente la fe en Jesús, cumpliendo la voluntad del Padre, más que con palabras, con obras, tratando de vivir el contenido del tiempo de adviento. Si tomamos en serio este empeño, podremos ayudar a los demás hombre y mujeres a descubrir que la salvación de Dios no es una frase esteriotipada, vacía, sino todo un programa que merece ser tenido en cuenta y llevado a la práctica.

            Es desde esta perspectiva que se pueden entender en toda su plenitud los acentos llenos de esperanza del libro de Baruc que, dirigiéndose a la ciudad de Jerusalén que había sucumbido por su infidelidad, la invitaba a ponerse en pie, a mirar hacia oriente, para contemplar como se abajarán los montes encumbrados, como se rellenarán los barrancos para disponer una senda que facilite el paso hasta llegar a la intimidad con Dios.


            Palabras parecidas, prestadas por el libro de Isaías, ilustran el comienzo del ministerio de Juan, el hijo de Zacarías, enviado para llamar a la conversión a sus conciudadanos, para inducirles a recibir el bautismo de agua, signo de cambio para recibir el perdón de los pecados. Juan se presenta a sí mismo como la voz que grita en el desierto para mostrar a todos la salvación de Dios.  Confortados pues por la palabra de Dios, preparémonos para dar cumplida respuesta a la invitación de vivir el Adviento de Jesús, preparándonos para acoger con generosidad la salvación que Dios ofrece gratuitamente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. 

28 de noviembre de 2015

Tiempo de Adviento 2015


“Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Estas palabras de Jesús, que la liturgia repite al recibir el tiempo de Adviento, son una llamada a la esperanza, proyectando hacia el futuro nuestro corazón siempre insatisfecho, porque hambrea, anhela y ambiciona sin cesar, aspira conseguir lo que sueña y, demasiado a menudo, cuando le parece alcanzarlo, se le esfuma de entre las manos. Por eso se puede decir que los humanos vivimos en una actitud de espera, de adviento constante, si bien por desgracia no siempre se espera en la línea justa.

Los textos litúrgicos de este primer domingo de Adviento invitan a salir al encuentro de Jesús, a emprender una marcha gozosa, aunque parezca oscura al comienzo, por muy orientada que esté hacia la luz. Cuando se inicia un camino se sabe más o menos a dónde se pretende ir y la meta escogida da sentido al esfuerzo que supone dejar lo que se poseía, para ponerse en movimiento y avanzar. Pero esta espera no es pasividad ni inercia. Ha de ser una espera activa que se exprese en vigilancia, oración, obras de justicia y de paz. No es suficiente proclamar nuestra esperanza con los labios, sino que hemos de manifestarla sirviendo gozosamente a Dios y a los hermanos.

San Pablo, escribiendo a los cristianos de Tesalónica, insiste en la necesidad de preparar el futuro actuando en el presente, aprovechando todas las posibilidades que éste ofrece. El apóstol insiste en proceder, según sus enseñanzas, rebosando de amor mutuo, de amor a todos, y de esta manera ser fuertes esperando a Jesús que viene. La enseñanza del apóstol recuerda que conviene tener presente la relación que Jesús quiere que exista entre los humanos, empeñándonos con sinceridad en el respeto de la justicia, del derecho y de la verdad, sobre todo en relación con los más pobres y más marginados. Porque el Reino de Dios que viene necesita de  nuestra colaboración, para que pueda llegar a ser una realidad. Para estar dispuestos el día de la venida de Jesús hemos de trabajar en el hoy que se nos ofrece, aprovechando todas las posibilidades.

Acerca de los detalles de la última venida de Jesús en realidad sabemos muy poco. San Lucas, en el evangelio de hoy, intenta describir el momento en que nos presentaremos ante Jesús en el último día, pero lo hace con imágenes de la literatura apocalíptica de aquella época, que hoy parecen exageradas. Lo que pretende el evangelista es inculcar confianza, e invitar a los creyentes a estar siempre despiertos, a pedir con la plegaria la fuerza necesaria para mantenerse en pie cuando llegue el momento del encuentro con Jesús. Lo importante es que el creyente evite cuanto pueda embotar su espíritu, haga tambalear su fe, reseque su esperanza, vacíe su caridad, de modo que se mantenga alerta y dispuesto para acoger a Jesús cuando llegue, que es lo que realmente cuenta. La venida de Jesús es un juicio, ciertamente, pero en vista de nuestra liberación. No olvidemos el contenido de la palabra de Jesús: “Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.

Somos cristianos, herederos de una larga historia que se halla plasmada en los libros que forma las Escrituras. Se trata de la historia del pueblo de Dios que es la historia de hombres y mujeres en adviento, en espera permanente: Israel esperaba la libertad cuando estaba bajo la esclavitud, la tierra prometida mientras deambulaba por el desierto, el prometido Mesías, cuando las circunstancia históricas ponían en peligro su condición de pueblo libre. Y después de la venida de Dios hecho hombre para salvar a los hombres, ahora quienes formamos la  Iglesia, esperamos la segunda venida de Jesús, que él mismo ha prometido. Pero no basta esperar, hay que focalizar el objetivo de la esperanza para no quedar desilusionados, por haber esperado y deseado algo, que a la larga se muestra vano, fugaz e inconsistente.