23 de marzo de 2015

EL LIBRO DE JOB Y LA LITERATURA SAPIENCIAL


 1.                El protagonista del libro
Los cinco primeros versos caracterizan al personaje, eje del libro; nos dan su nombre, su patria, su índole moral[1], el estado próspero de que goza[2] y un rasgo particular de su conducta[3]. Como patria de Job se señala Us; el hecho de mostrar la patria parece mostrar en el autor la intención de presentar a Job como persona de carne y hueso, no como un ser abstracto, personificación del justo atribulado.

La posición geográfica de Us[4] queda un poco incierta, ya que las opiniones de los exegetas son varias; del tiempo en que vivió Job la narración no dice nada, pero parece deducirse con bastante probabilidad que el autor supone que Job vive en el tiempo patriarcal. Las riquezas de Job se describen al modo de las de Isaac[5], como los patriarcas. Job ejercía el oficio de sacerdote, ofreciendo sacrificios.

De mayor importancia y aún de suma transcendencia para el desarrollo del poema, que estriba todo en el presupuesto de una virtud de Job nunca desmentida, es el retrato moral y religioso que se hace de Job; los dos pares de epítetos que imitan algo el paralelismo del lenguaje poético, pretenden dar la idea de un varón de virtud acabada, idea que corrobora y canoniza el mismo Yahvé al repetir el elogio: ¿Te has fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra![6], con las mismas palabras.

La probidad de Job era algo proverbial en Israel, como lo prueba Ezequiel[7], en que aparece como uno de los justos no israelitas de mayor poder intercesor ante Dios[8], lo presentan como ejemplar de paciencia. El primer epíteto expresa la ausencia de deficiencias o defectos: sin tacha, íntegro[9]; se excluye, pues, de la perfección de Job cualquier defecto moral, toda falta en el cumplimiento del deber de la virtud; y el segundo presenta más bien el aspecto positivo de la virtud: la rectitud o dirección de la conducta según las normas del bien, recto, bien dirigido en su conducta. Los dos epítetos vuelven a presentar el lado positivo y negativo de la virtud relacionándola mediante el primero con Dios: temeroso de Dios es el que, reconociendo a Dios por tal, lo acata por la sumisión a su voluntad y, por tanto a la Ley.

Con este temor va necesariamente unido el apartamiento o evitación del mal, y en Job 28, 28, la unión de las dos cosas constituye la sabiduría propia del hombre. Las grandes posesiones de ganado mayor y de rebaños eran riquezas básicas de los patriarcas; las riquezas tan grandes hacían de Job uno de los más grandes, en alguna insigne cualidad: nobleza, dignidad, riqueza, etc. El libro de Job es uno de los libros más bellos, punzantes y angustiosos de toda la Biblia. Su autor parece ser que era hebreo, como lo demuestra su perfecto conocimiento del idioma, y que era un viajero incansable, conocedor de casi todo el Medio Oriente.

2.                Intervención de Satán
Al principio del libro, se nos da una descripción de Job: Es Yahvé mismo el que la hace, diciendo a Satán: ¿Has reparado en mi siervo Job, que no hay como él en la tierra, varón íntegro y justo, temeroso de Dios y apartado del Mal?[10]. En esta primera presentación del hombre Job, nos dicen que es un santo: sólo los santos o los malvados, no los mediocres son los hombres capaces de dar la batalla abierta a los problemas en su corazón.
Yahvé repite, confirmándolo con su divina infalible autoridad, el juicio pronunciado por el autor al principio de la narración[11], reforzándolo con el apelativo mi siervo[12], que Yahvé reserva generalmente para los hombres más insignes en virtud del pueblo de Israel; la reacción de Satán ante el elogio divino no es ciertamente de complacencia en virtud de Job; se niega a confesar que su piedad es auténtica y que honre a Dios: es una piedad interesada, Dios es para él algo que le asegura su prosperidad; Job sirve a Dios porque eso es para él un seguro de vida y hacienda.

            Por eso Satán propone a Dios que haga una prueba: en vez de favorecerle, extienda su mano, ejerza su poder, no para protegerle sino para arrebatarle lo que tiene; y Dios cede a los deseos de Satán con fines enteramente contrarios, pues está cierto de lo sincero de la virtud de Job, sabe que éste saldrá victorioso de la prueba y habrá demostrado que Dios no se había equivocado en el juicio que había hecho de Job: su honor quedará restablecido, por lo menos hay un hombre que sirve a Dios de balde, porque Dios merece ese servicio; la perseverancia de Job en la prueba se ha hecho desde ahora quicio en que se apoya el honor de Dios.

3.                Lamentación de Job
En los versos anteriores aparecía en lucha contra sus desgracias; ahora cesa en ese conato utópico, y pasa a expresar su tristeza de modo más tranquilo, aunque vivo, como su dolor, en lamentos propuestos en forma de preguntas; estos no pretenden tanto inquirir el motivo de sus padecimientos cuanto expresar la queja de que haya sucedido lo que pregunta; y asoma por primera vez el problema de la causa de los dolores de Job que tantas veces volverá a aparecer en el diálogo: Job se queja de que, no dejó de venir a la vida, no hubiera muerto inmediatamente después de nacer. Después de haber divagado Job por las regiones de ultratumba, vuelve a pensar en su situación actual y renueva la pregunta del v. 11, pero proponiéndolo de modo más universal: se trata de todos los desgraciados; y pretende que se le de una razón, y le pide, aunque de modo velado, al que sabe Job que es el dador de la luz de la vida.

Job piensa en una desgracia como la suya, en la que no hay esperanza de recobrar la dicha; entonces sólo la muerte se ofrece como medio de liberación, y como a tal se le desea con ansia, y se siente vivo por el dolor porque no llega, los suspiros o gemidos han venido a ser para Job imprescindibles y de uso tan constante como el alimento. Al leer el Prólogo del libro se ve enseguida, que en 3,25, es una clara alusión a los repetidos golpes que unos tras otros fueron cayendo sobre Job; si la primera desgracia había venido inesperadamente, ella le hizo temer que vinieran otras detrás, y ese temor, que crecía a medida que los golpes se sucedían unos a otros, lo veía pronto realizado; así el alma de Job está dormida por el terror, por eso está muy lejos del sosiego de que tan ansioso se ha manifestado.

4.                Diálogo de los tres amigos
En este diálogo, Elifaz teme que hablar a Job en el estado de postración en que se halla puede ser molesto; pero no puede dejar de hacerlo; las palabras pugnan por salir de sus labios; las primeras palabras de Elifaz ceden en alabanza de Job; según ellas, Job habría sido piadoso no sólo en su vida privada y familiar, como sabemos por el prólogo, sino que su piedad se habría extendido a ayudar con sus buenas palabras al prójimo que estaba a punto de sucumbir a la adversidad; pero Job se halla ahora en las mismas circunstancias de aquellos a los que él antes ayudaba con sus enseñanzas, y no sabe valerse de ellas, sino que yace sumido en la desesperación por no querer ver en sus pecados la verdadera causa de la tribulación y no volverse a Dios por la penitencia de ellos, Elifaz le enseña como él enseñaba a los otros en otro tiempo.
Los tres amigos profesan la doctrina tradicional: Dios premia y castiga en esta vida, el inocente no puede perecer. Cada uno expresa la misma tesis desde diversos puntos de vista: Elifaz se basa en experiencias personales, confirmadas por las revelaciones y visiones nocturnas y la tradición; Bildad, que se muestra celoso del honor de Dios, se apoya en la tradición y defiende en tono un tanto fatalista la tesis tradicional sobre la retribución; Sofer, inculto e insolente, representa al hombre de la calle, sólo acude a su autoridad personal.

5.                La angustia de Job
Para explicar la culpabilidad de Job, tiene Elifaz que recurrir a una enseñanza esotérica que dice haber recibido por revelación particular: el hombre es de naturaleza tan débil que comete el pecado casi por necesidad y sin darse cuenta. En la vida de este hombre justo va a irrumpir rápidamente el dolor. Los emisarios se suceden unos tras otros; de la noche a la mañana, el rico patriarca, poseedor de rebaños, tierras, hijos, le vemos tirado en la ceniza, hecho una úlcera y rascándose con un tejón: pero no acaba en ello su problema; el hombre justo va a ser puesto en entredicho: la teoría de la retribución se desmorona en su conciencia.

El libro de Job más que una discusión del problema del dolor, la justicia divina y la vida misma, es como un enfrentamiento de Dios y el hombre ante este triple problema. Hasta podríamos definirlo como una oración; Job pide la verdad, una oración, sin duda, vehemente por la crudeza del problema y las circunstancias en que se plantea. El cap. 7 es una nueva lamentación por las miserias de esta vida, agudizadas en Job por los dolores sin intermisión de su enfermedad, que le llevará irremediablemente a un fin definitivo. Job ha vindicado para sí el derecho y aun la necesidad de quejarse. Los amigos se callan, signo de que perseveran en su actitud. Job no considera su suerte como un caso aislado o una excepción, sino que la incorpora a la suerte común humana. El autor del diálogo hace así de Job un espejo en que se refleja con claridad la imagen de la humanidad trabajada por el dolor y la iniquidad, ansiosa de descanso y gozo.

La vida de Job está llena de trabajos y dolores que por fuerza mayor se le han impuesto; a él se le ha dado como parte hereditaria meses infaustos, que no le han causado más que desdichas; son los meses que hace que dura su infortunio y los que prevé que todavía recrudece el dolor de su enfermedad; su destino ha sido, pues, singularmente duro y desdichado; durante esas noches especialmente dolorosas es cuando siente esa ansia de alivio y descanso que no puede satisfacer: toda la noche se la pasa agitándose inquieto, anhelando que la luz alivie un poco su tormento. La causa principal de los dolores e inquietudes de Job es su enfermedad, ella ha reducido su cuerpo a un estado horrible: todo él es mera podredumbre en la que hierven los gusanos, tantos en número, que puede decirse que forman el vestido de su carne. De la descomposición de su cuerpo deduce Job que su vida toca irremediablemente su fin; los días de su vida han transcurrido por su brevedad, más veloces que la lanzadera, que, con su rapidísimo ir y venir, da fin al tejer de la tela. Así los días llegan ya al fin, sin esperanza de que se puedan prolongar en una vida con salud y dichosa: la vida como tal le parece a Job brevísima y larga su enfermedad con sus insufribles dolores.
La intervención de Dios ha de ser muy pronta; sino, llegará tarde; porque muy pronto dejará Job de vivir; desaparecerá y ya nadie, ni Dios mismo si quisiera volver a mirarle para hacerle bien, le hallaría, pues se habrá acabado su existencia en el mundo. Pero la intervención divina habría de proceder de un cambio espontáneo del ánimo de Dios respecto de Job; no que pueda conseguir él, como proponía Elifaz, por un reconocimiento de pecados que no ha cometido o por cesación de un estado de rebelión que no existe.

Job es un hombre ansioso de la verdad. Por eso pregunta a Yahvé: ¿Dime por qué me condenas, hazme saber quién eres Tú, que das la felicidad a los malvados? ¡Si pudiera enfrentarme contigo, te diría lo que pienso! Nada hay tan fascinante, y al mismo tiempo tan doloroso, como la búsqueda de la verdad, y más todavía cuando, como en el caso de Job, lleva consigo todo su bienestar material, su honra, su misma fe: por eso no es de extrañar que Job aparezca en esta búsqueda como un hombre obstinado, impaciente por encontrar la verdad: pero Job no es sólo de su vida de lo que se queja; la “aparente injusticia de Dios” es la causa de la desazonada impaciencia de Job. Porque Job, consciente de su esencia de criatura y enturbiada por el problema del dolor de su fe en Yahvé, ha perdido todo apoyo en su búsqueda ansiosa de la verdad.

Una de las notas más características de la psicología jobea, es su experiencia viviente del abandono: abandono material de todo bienestar terreno (Job 1), abandono de sus amigos: ¿No está mi apoyo en una nada? ¿No se me ha ido lejos toda ayuda?[13], abandono de sí mismo: ¿Por qué me haces blanco tuyo, ¿por qué te sirvo de cuidado?[14], abandono de Dios. Dios me ha entregado a los impíos, me ha arrojado en manos de los perversos. Feliz ero yo, y El me arruinó; me cogió por el cuello y me estrelló, me cogió por blanco de sus saetas, me cercan sus arqueros, me traspasan los riñones sin piedad, derrama por tierra ni hiel[15].

6.                Lamentaciones y quejas
Job desde el principio ha ido preparando esta decisión en su alma con cuanto nos viene diciendo; es su conclusión psicológica. Lo miserable de su vida; la celeridad con que va a su fin; lo decisivo de ese fin por el que desaparecerá definitivamente de este mundo[16], todo eso aprieta el ánima de Job, lo llena de amargura y le fuerza a quejarse de nuevo; por eso se determina a dejar libre curso a las palabras que le sugiere su aflicción; pero ya no hablará más a sus amigos, como había hecho hasta ahora, sino que expondrá sus quejas a Dios. El mar es símbolo de las potencias adversas a Dios y a su Reino; por eso Job pregunta a Dios por qué le trata a él como aquellos monstruos enemigos suyos: como a enemigo suyo terrible a quien hay que temer siempre bajo custodia; esa custodia o guardián es el perpetuo infortunio y principalmente la cruel enfermedad que le tiene encadenado y le vigila con dolor constante del que no puede huir; pues ese dolor no cesa ni de día ni de noche, antes durante ella es más intenso el sufrimiento, pues lejos de aliviárselo el lecho se lo recrece con angustiosas pesadillas, cuando a conciliar el sueño y en las horas de forzada vela con lúgubres y terroríficas visiones, ante la terribilidad y constancia de sus dolores, vuelve Job al deseo de una muerte súbita; preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte más que mis dolores[17].

Mejor que esa vida tan llena de dolor le parece la muerte, aunque sea la de asfixia.

El modo de apreciar Job la conducta de Dios no lo aleja de Él su corazón, antes le impulsa hacia El su espíritu. Sólo de Dios le puede venir lo único que ya espera, y es que se aparte, es decir, que cese de afligirle y le conceda así unos instantes de quietud antes de marchar a la región de la muerte. La oración concreta, pues, su objeto en lo que otra vez ha pedido[18]: que Dios aparte de él su mirada escrutadora y aflictiva, dejando de atormentarle para que el tiempo que le queda de vida pueda pasarlo con el ánimo sereno y consolado, sin las tristezas y temores de ahora. Esa serenidad de ánimo se le prestaría a Job, no sólo ausencia de dolores, sino el experimentar por ella que la ira de Dios para con él había cesado.
Y como argumento para mover a concederle esa petición trae, como lo hizo en 7,16, la brevedad del tiempo que le resta de vida, que, normalmente, dado lo avanzado de la enfermedad, ha de ser muy corto. Otro argumento es lo triste y lúgubre de la región a la que se encamina y de la que ya no ha de volver, es la tierra de las tinieblas, cuya densísima oscuridad procura expresar el autor con la aglomeración y repetición de vocablos y con la valiente imagen del fin: región en que la misma luz es tiniebla o en la que ésta hace de luz. Tan profunda oscuridad excluye todo gozo; y lleva unidas la miseria y la desgracia.

7.                Coloquio con Dios: ¿Por qué le aflige?
De nuevo Job cambia de deseo, como es propio de quien está oprimido por una gran congoja; ahora querría que Dios le dejara tranquilo sin hacerlo padecer lo poquito que le resta de vida. Job ve que la enfermedad le ha deshecho, le ha destruido el organismo; no puede, por el contrario, vivir largo tiempo, eternamente. Como con amarga ironía pide, que Dios le deje, que cese ya de atormentarle, ya que su vida ha de ser breve como un soplo[19]; que la enfermedad, sí acabe su obra de destrucción, pero que no le cause tan terribles dolores y penas. Ante la misteriosa conducta de Dios, Job no tiene otro recurso que el de volver a preguntar en forma de queja: ¿hasta cuándo ha de estar Dios sin apartar de él su mirada inquisitiva, ni cesar en su acción aflictiva, ni por el tiempo brevísimo que se emplea en tragar la saliva? Otra razón por la que la conducta de Dios se le hace a Job por lo demás enigmática y misteriosa: ¿por qué Dios, siempre inclinado al perdón, si Job tiene algún pecado de los inherentes a la flaqueza humana, no se le perdona y vuelve a estar en paz con él?

Todas las preguntas anteriores de Job no son mera queja, sino más bien oración, casi equivalen a “perdona mí pecado…”, y Job termina su conversación con Dios con la expresión implícita de la esperanza de que Dios le devuelva otra vez su gracia antes de morir: es un deseo mezclado de cierta esperanza, aunque muy débil; pero no nos ha de extrañar, que un hombre que siente el dolor en su misma carne, que ve destrozada su honra, flaquear su creencia en Dios y que, encima, se siente abandonado de todos, tenga estados anímicos extremos, contrarios, incoherentes unos con otros, como resultado de dos fuerzas que luchan entre sí: su razón y su concepto de la justicia, que niega toda posibilidad de solución, por un lado y, por otro, el hombre justo, creyente en su Dios, que aún pervive.

Pero Job se obstina en encontrar la luz, donde parece imposible hallarla, pero a él le queda esperanza; esperanza que le viene de Dios: y es la esperanza que surge en medio de su situación, la que hace vislumbrar algo tras la impenetrable negrura; un algo indeterminado, una solución desconocida, ni el mismo Job sabe lo que va buscando: ¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin para llevarlo todo con paciencia?[20]. Su problema es tal para caer en la desesperación, pero surge su esperanza, y esta le hace vislumbrar que será posible toda solución, pero ella es desconocida, este algo desconocido le crea una estrechez, una angustia y es esta misma, la que le hace permanecer obstinado buscando la solución de su problema.

La invencible repugnancia de Job al ingrato manjar de sus dolores le hace volver al deseo, ahora explícitamente expresado de que ponga Dios fin a su vida tan trabajosa. Lo único que le cabe esperar es que Dios, que le trata ahora como enemigo, por un acto de benevolencia para con él, se decida a hacer que cesen sus tormentos cortándole el hilo de la vida. Eso es lo que pide a Dios: si supiera que Dios accediera a sus ruegos, ya desde ahora se mitigaría su dolor y aún se llenaría de gozo. Y el motivo de ese gozo irrefrenable no sería sólo el ver ya próximo el fin de sus sufrimientos, sino saber que otra vez vuelve Dios a su antigua benevolencia. Las palabras que Job pronuncia en todos estos versículos nos declaran su grandeza de alma; más que el reposo anhelado que le traería la muerte, estima el morir sin haberse apartado de la ordenación divina revelándose contra ella, y el que dé Dios testimonio accediendo a sus deseos de esa fidelidad de Job a los divinos decretos. A Dios le llama el Santo, es la vez que se le designa en el diálogo con ese nombre.

Como para mover a Dios a que le otorgue su petición de hacerle morir pronto, representa Job su natural impotencia para perseverar en la paciencia con que hasta ahora se ha resignado a la ordenación divina, porque si el tiempo de la tribulación se alarga, él no ve en sí fuerzas para aguardar pacientemente el fin de sus dolores. Ante sí Job sólo descubre un camino doloroso que acabará con la muerte, y esa vista le quita todo ánimo para seguir aguantando. Job, pues, se declara destituido de cuanto pudiera ser ayuda o medio para perseverar en la paciencia al prolongarse su tribulación.

La intervención de Dios no aporta la solución que esperaríamos: la revelación del más allá con sus premios y castigos, donde encuentra su última explicación el dolor y sufrimiento de este mundo. Pero era todavía un poco pronto; la misión de Job era sólo preparatoria constatando que la doctrina tradicional de la retribución en esta vida no es exacta; había que esperar otra solución, la cual vendría todavía unos siglos más tarde.

Hna. Ana María Panizo



[1] Job 1,1.
[2] Idem., 1, 2-3.
[3] Idem., 1, 4-5.
[4] Sin duda al Sur de Edom, Cf. Gn 36,28; Lam 4,21.
[5] Gn 26,14.
[6] Job 1,8;2,3.
[7] Cf. Ez 14,14.
[8] Cf. Tob 2,12-15; Sat 5,11.
[9] Job 1,8; 2,3.
[10] Job 2,3.
[11] Job 1,1.
[12] Job 1,8.
[13] Job 6,13.
[14] Idem 7,20.
[15] Job 16,11 ss.
[16] Cf. Job 7,7-10.
[17] Job 7,15.
[18] Idem., 7,16.19.
[19] Idem.
[20] Job 6,11.

14 de marzo de 2015

DOMINGO IV DE CUARESMA (Ciclo B)

"Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto,
 así tiene que ser elevado el Hijo del hombre,
para que todo el que cree en él tenga vida eterna"

       Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Estas palabras del evangelista Juan generan esperanza y abren horizontes, pues, si damos un repaso a la historia de los últimos dos mil años, encontramos motivos más que suficientes para abrigar desánimo e inquietud, al ver cómo la injusticia y la maldad siguen pesando en la convivencia humana, quedando, al parecer, lejana la anunciada promesa de salvación. La primera lectura de este domingo evoca el desastre del pueblo israelita que, por razón de sus pecados, llegó a desaparecer como estado. Y en estos días asistimos, impotentes, a la realidad de guerras y violencias en tantas partes del mundo, en las que los humanos, movidos por razones más o menos discutibles, se combaten entre sí con saña, sembrando a su alrededor sufrimiento, desolación y muerte. Y viene espontaneamente la  pregunta: ¿Es que Dios nos ha engañado? ¿Es que sus promesas han quedado reducidas a palabras vacias y sin sentido? ¿Dónde está la salvación anunciada? ¿Cabe aún esperar que el mundo alcance un día la justicia, la libertad y la paz de forma estable y continuada?

            Más que perder el tiempo en inútiles lamentaciones, conviene profundizar en el mensaje que proponen las lecturas de este domingo. En la segunda lectura, san Pablo repetía que Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, nos ha hecho vivir en Cristo, nos ha resucitado con él, nos ha sentado en el cielo con él. Pero añade, a renglón seguido, que todo eso ha sido por pura gracia y que tiene lugar en el ámbito de la fe. La realidad nos ha sido dada, pero no hemos entrado aún en su plena posesión. Salvados por gracia mediante la fe, hemos de responder libremente para actuar según el plan de Dios. Para decirlo con otras palabras, no podemos ser salvados si no colaboramos, si rechazamos el don de la gracia o no lo convertimos en fidelidad. Por esta razón es injusto acusar a Dios de haber prometido en balde, de no haber llevado a cabo el contenido de su promesa.

            En efecto, Dios ama al mundo y quiere su salvación, y para esto no ha dudado en entregar a su propio Hijo. Pero san Juan dice también, como contrapartida, que la acción de Dios puede quedar estéril por la dureza de corazón de los humanos, que prefieren las tinieblas a la luz, la muerte a la vida. Y así elevangelista continua diciendo: Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y nosotros hemos preferido la tiniebla a la luz, porque nuestras obras son malas. Con esta afirmación el evangelista subraya la parte de responsabilidad que nos corresponde en el devenir de la historia. La voluntad de Dios de salvar a la humanidad incluye un profundo respeto por la libertad de de todas y cada una de las personas.

En efecto, Dios promete la salvación, o si preferimos, Dios ofrece la vida que es luz de los hombres y que brilla en la tiniebla. Pero la tiniebla no la recibió, más aún intentó apagar la luz. Y así se dice: El que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. Seamos sinceros: a munudo y de alguna manera hemos contribuido al rechazo de la vida y de la luz con nuestro modo de actuar. Examinemos nuestra vida, interroguémonos sobre el modo cómo respondemos a la propia vocación recibida, cómo tratamos de acercarnos a la luz para conocer mejor nuestra tiniebla, para irla venciendo de modo que seamos iluminados del todo.

            En el camino de la vida se levantan a derecha e izquierda un sinúmero de proyectos de vida capaces de suscitar ilusión, que halagan al hombre hasta lo más profundo del ser. Pero no todos estos estandartes pueden ofrecer vida y luz, pues muchos, por favorecer el egoismo y la ambición, conducen a la muerte. Hoy se nos recuerda un pasaje del libro de los Números: Durante la travesía del desierto, y ante una invasión de serpientes venenosas, Moisés levanto un estandarte que quien lo miraba quedaba curado. Desde el Calvario y para todos los hombres, la cruz de Jesús es el estandarte capaz de dar vida. Vivamos con alegría el hecho de ser salvados por gracia, mediante la fe, teniendo presente que ahora Dios espera de nosotros que nos dediquemos a demostrar con hechos la fe que profesamos, a proclamar con buenas obras el agradecimiento por haber sido salvados.

7 de marzo de 2015

DOMINGO III DE CUARESMA -Ciclo B

"Mi Casa es Casa de oración"
      
  “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí”. La liturgia recuerda hoy el texto del libro del Exodo que propone los diez mandamientos, núcleo de la Alianza que Dios estableció con Israel, sobre la que descansa tanto la fe de los judíos como la de los cristianos. La Biblia recuerda cómo Dios, en su misericordia, escogió a un grupo de personas, que gemían en la esclavitud en Egipto, les hizo salir al desierto y junto a la montaña del Sinaí, Dios, por medio de Moisés, estableció con ellos un pacto para que se convirtieran en un pueblo libre, dedicado al culto de Dios, observando los diez mandamientos.

            Este Decálogo es el marco que asegura la estructura social del pueblo, la protección de los indefensos y la garantía de la convivencia de la comunidad. El Decálogo no es una invención arbitraria que el pueblo habría atribuído a Dios, sino el resumen de los principios de la ley natural, que proponen la base necesaria para que la sociedad humana pueda ser justa y pacífica, y no, en cambio, una selva despiadada en la que se impone la ley del más fuerte. Hay quien opina que un Dios que dice amar y llama a los hombres a la libertad, se contradice al imponer leyes como los mandamientos. Pero libertad no es sinónimo de anomía ni de anarquía. Se puede decir que, según el mensaje bíblico, Dios quiere ser amigo de los hombres y en los mandamientos ha indicado los límites mínimos para agradarle y permanecer en su amistad.

            Pero el hombre, por su manera de ser, necesita signos que le recuerden sus compromisos y así apareció en el pueblo escogido un culto sacrificial, celebrado en el santuario, cuya finalidad debía ser el recordar que el verdadero culto era una vida según los preceptos de la alianza. Pero poco a poco el culto del templo se fue convirtiendo en signo vacío, al faltar la fidelidad en la vida. Aquel culto solemne ya había merecido la crítica de los profetas dado que había perdido el carácter de signo de una profunda vida espiritual, quedando reducido a prácticas para tranquilizar las conciencias de los que no vivían según la voluntad de Dios. Es desde esta perspectiva que ha de entenderse el evangelio de hoy, con el gesto anómalo y vehemente realizado por Jesús y que sorprendió a sus paisanos y las autoridades del pueblo.

            En efecto, Jesús entra decidido en el templo de Jerusalén, el lugar de encuentro entre Dios y los hombres, símbolo de la fe de Israel, y expulsa a los que vendían animales para los sacrificios y vuelca las mesas de los que cambiaban monedas para el pago del tributo. Con su gesto, Jesús anuncia que ha llegado el momento de un cambio profundo, el comienzo de un orden nuevo en el ámbito del servicio de Dios. Los responsables del templo le preguntan con qué autoridad se permetía actuar de aquella manera y piden un signo que justifique su comportamiento. De hecho, esta intervención en el templo fue uno de los motivos esgrimidos en el proceso que culminó en la muerte de  Jesús, que había dicho: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré!. El signo que le piden será dado en la resurrección después de muerte en la cruz.


            El gesto operado por Jesús en el templo debería invitarnos a preguntar cuál sería su reacción ante personas que se proclaman cristianas, que leen la Biblia, pero que la mismo tiempo no dudan en autorizar la muerte y la destrucción de la vida de los demás. Como afirma el evangelio, Jesús no se fiaba de todos los que decían creer en él. Los mismos discípulos, que le seguían de cerca, que recibían sus enseñanzas, cuando sobrevino la pasión, le dejaron y huyeron. San Pablo en la segunda lectura afirma que los judíos exigen signos, y los griegos sabiduría. Pero Dios propone como único signo y única sabiduría a Jesús crucificado, que si no es contemplado bajo la luz de la fe, es escándalo y necedad. En este tiempo de Cuaresma, Dios nos invita a la conversión, a purificar nuestra conciencia, a aplicarnos más y mejor a vivir según su voluntad, de modo que nuestro culto, nuestras celebraciones no sean algo vacío, sino testimonio de una fe que se traduce en obediencia.