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“Yo soy el
Señor tu Dios, que te saqué de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a
mí”. La liturgia recuerda hoy el texto del libro del Exodo que propone los diez
mandamientos, núcleo de la Alianza que Dios estableció con Israel, sobre la que
descansa tanto la fe de los judíos como la de los cristianos. La Biblia recuerda
cómo Dios, en su misericordia, escogió a un grupo de personas, que gemían en la
esclavitud en Egipto, les hizo salir al desierto y junto a la montaña del
Sinaí, Dios, por medio de Moisés, estableció con ellos un pacto para que se
convirtieran en un pueblo libre, dedicado al culto de Dios, observando los diez
mandamientos.
Este Decálogo es el marco que
asegura la estructura social del pueblo, la protección de los indefensos y la
garantía de la convivencia de la comunidad. El Decálogo no es una invención
arbitraria que el pueblo habría atribuído a Dios, sino el resumen de los
principios de la ley natural, que proponen la base necesaria para que la
sociedad humana pueda ser justa y pacífica, y no, en cambio, una selva
despiadada en la que se impone la ley del más fuerte. Hay quien opina que un
Dios que dice amar y llama a los hombres a la libertad, se contradice al
imponer leyes como los mandamientos. Pero libertad no es sinónimo de anomía ni
de anarquía. Se puede decir que, según el mensaje bíblico, Dios quiere ser
amigo de los hombres y en los mandamientos ha indicado los límites mínimos para
agradarle y permanecer en su amistad.
Pero el hombre, por su manera de
ser, necesita signos que le recuerden sus compromisos y así apareció en el
pueblo escogido un culto sacrificial, celebrado en el santuario, cuya finalidad
debía ser el recordar que el verdadero culto era una vida según los preceptos
de la alianza. Pero poco a poco el culto del templo se fue convirtiendo en
signo vacío, al faltar la fidelidad en la vida. Aquel culto solemne ya había
merecido la crítica de los profetas dado que había perdido el carácter de signo
de una profunda vida espiritual, quedando reducido a prácticas para
tranquilizar las conciencias de los que no vivían según la voluntad de Dios. Es
desde esta perspectiva que ha de entenderse el evangelio de hoy, con el gesto
anómalo y vehemente realizado por Jesús y que sorprendió a sus paisanos y las
autoridades del pueblo.
En efecto, Jesús entra decidido en
el templo de Jerusalén, el lugar de encuentro entre Dios y los hombres, símbolo
de la fe de Israel, y expulsa a los que vendían animales para los sacrificios y
vuelca las mesas de los que cambiaban monedas para el pago del tributo. Con su
gesto, Jesús anuncia que ha llegado el momento de un cambio profundo, el
comienzo de un orden nuevo en el ámbito del servicio de Dios. Los responsables
del templo le preguntan con qué autoridad se permetía actuar de aquella manera
y piden un signo que justifique su comportamiento. De hecho, esta intervención
en el templo fue uno de los motivos esgrimidos en el proceso que culminó en la
muerte de Jesús, que había dicho: “Destruid
este templo y en tres días lo levantaré!. El signo que le piden será dado en la
resurrección después de muerte en la cruz.
El gesto operado por Jesús en el
templo debería invitarnos a preguntar cuál sería su reacción ante personas que
se proclaman cristianas, que leen la Biblia, pero que la mismo tiempo no dudan
en autorizar la muerte y la destrucción de la vida de los demás. Como afirma el
evangelio, Jesús no se fiaba de todos los que decían creer en él. Los mismos
discípulos, que le seguían de cerca, que recibían sus enseñanzas, cuando sobrevino
la pasión, le dejaron y huyeron. San Pablo en la segunda lectura afirma que los
judíos exigen signos, y los griegos sabiduría. Pero Dios propone como único
signo y única sabiduría a Jesús crucificado, que si no es contemplado bajo la
luz de la fe, es escándalo y necedad. En este tiempo de Cuaresma, Dios nos
invita a la conversión, a purificar nuestra conciencia, a aplicarnos más y
mejor a vivir según su voluntad, de modo que nuestro culto, nuestras
celebraciones no sean algo vacío, sino testimonio de una fe que se traduce en
obediencia.
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