7 de marzo de 2015

DOMINGO III DE CUARESMA -Ciclo B

"Mi Casa es Casa de oración"
      
  “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí”. La liturgia recuerda hoy el texto del libro del Exodo que propone los diez mandamientos, núcleo de la Alianza que Dios estableció con Israel, sobre la que descansa tanto la fe de los judíos como la de los cristianos. La Biblia recuerda cómo Dios, en su misericordia, escogió a un grupo de personas, que gemían en la esclavitud en Egipto, les hizo salir al desierto y junto a la montaña del Sinaí, Dios, por medio de Moisés, estableció con ellos un pacto para que se convirtieran en un pueblo libre, dedicado al culto de Dios, observando los diez mandamientos.

            Este Decálogo es el marco que asegura la estructura social del pueblo, la protección de los indefensos y la garantía de la convivencia de la comunidad. El Decálogo no es una invención arbitraria que el pueblo habría atribuído a Dios, sino el resumen de los principios de la ley natural, que proponen la base necesaria para que la sociedad humana pueda ser justa y pacífica, y no, en cambio, una selva despiadada en la que se impone la ley del más fuerte. Hay quien opina que un Dios que dice amar y llama a los hombres a la libertad, se contradice al imponer leyes como los mandamientos. Pero libertad no es sinónimo de anomía ni de anarquía. Se puede decir que, según el mensaje bíblico, Dios quiere ser amigo de los hombres y en los mandamientos ha indicado los límites mínimos para agradarle y permanecer en su amistad.

            Pero el hombre, por su manera de ser, necesita signos que le recuerden sus compromisos y así apareció en el pueblo escogido un culto sacrificial, celebrado en el santuario, cuya finalidad debía ser el recordar que el verdadero culto era una vida según los preceptos de la alianza. Pero poco a poco el culto del templo se fue convirtiendo en signo vacío, al faltar la fidelidad en la vida. Aquel culto solemne ya había merecido la crítica de los profetas dado que había perdido el carácter de signo de una profunda vida espiritual, quedando reducido a prácticas para tranquilizar las conciencias de los que no vivían según la voluntad de Dios. Es desde esta perspectiva que ha de entenderse el evangelio de hoy, con el gesto anómalo y vehemente realizado por Jesús y que sorprendió a sus paisanos y las autoridades del pueblo.

            En efecto, Jesús entra decidido en el templo de Jerusalén, el lugar de encuentro entre Dios y los hombres, símbolo de la fe de Israel, y expulsa a los que vendían animales para los sacrificios y vuelca las mesas de los que cambiaban monedas para el pago del tributo. Con su gesto, Jesús anuncia que ha llegado el momento de un cambio profundo, el comienzo de un orden nuevo en el ámbito del servicio de Dios. Los responsables del templo le preguntan con qué autoridad se permetía actuar de aquella manera y piden un signo que justifique su comportamiento. De hecho, esta intervención en el templo fue uno de los motivos esgrimidos en el proceso que culminó en la muerte de  Jesús, que había dicho: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré!. El signo que le piden será dado en la resurrección después de muerte en la cruz.


            El gesto operado por Jesús en el templo debería invitarnos a preguntar cuál sería su reacción ante personas que se proclaman cristianas, que leen la Biblia, pero que la mismo tiempo no dudan en autorizar la muerte y la destrucción de la vida de los demás. Como afirma el evangelio, Jesús no se fiaba de todos los que decían creer en él. Los mismos discípulos, que le seguían de cerca, que recibían sus enseñanzas, cuando sobrevino la pasión, le dejaron y huyeron. San Pablo en la segunda lectura afirma que los judíos exigen signos, y los griegos sabiduría. Pero Dios propone como único signo y única sabiduría a Jesús crucificado, que si no es contemplado bajo la luz de la fe, es escándalo y necedad. En este tiempo de Cuaresma, Dios nos invita a la conversión, a purificar nuestra conciencia, a aplicarnos más y mejor a vivir según su voluntad, de modo que nuestro culto, nuestras celebraciones no sean algo vacío, sino testimonio de una fe que se traduce en obediencia.

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