15 de agosto de 2023

Solemnidad de María Santisima al Cielo -Patrona del Cister-

            

“Me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Dios ha hecho obras grandes en su humilde sierva, la Virgen María, y hoy, con todos los cristianos de Oriente y Occidente, celebramos su dormición, su asunción a los cielos. La lectura asidua y la meditación de los textos de la Escritura suscitó paulatinamente en los cristianos la veneración de María, la Madre de Jesús, aclamada por el Concilio de Éfeso del 431 con el título de Madre de Dios. Sabemos también que desde el siglo V, el 15 de agosto los cristianos de Jerusalén se reunían en una pequeña iglesia junto al huerto de Getsemaní, para recordar la dormición de María, que es el título más antiguo de esta solemnidad, llamada posteriormente tránsito o asunción. Esta festividad fue extendiéndose por todas la iglesias y el Papa Pio XII, en 1950, confirmando la fe secular del pueblo de Dios, proclamó solemnemente la Asunción de María a los cielos.

            Como cristianos en Jesús veneramos la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, Madre de Dios, a la vez que, por dignación de su mismo Hijo, es también Madre nuestra. María, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo, como la aclama la devoción de la Iglesia, está llena de gracia por encima de todas las criaturas celestiales y terrestres. Pero estos dones y títulos que la enriquecen por designio divino, no la separan de la estirpe de Adán, de todos los hombres y mujeres que su Hijo ha querido salvar, permaneciendo así miembro sobresaliente y singularísimo de la Iglesia.

María, junto con el linaje humano, ha vivido la aventura de la fe, ha creído en Dios que la ha escogido y la ha llamado a realizar una delicada misión. El Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática sobre la Iglesia, no duda en afirmar: “En la beatísima Virgen María, la Iglesia alcanza ya la perfección y de este modo se presenta sin mancha ni arruga”. En la constitución sobre la liturgia leemos: “En María, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención, y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser”. Y el prefacio que hoy iniciará la plegaria eucarística afirma: “Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, es consuelo y esperanza del pueblo todavía peregrino en la tierra”.

            San Pablo, en la segunda lectura, hablaba de la resurrección de Jesús como de su victoria decisiva sobre la realidad de la muerte que tanto aflige a la humanidad. Pero Jesús no es un triunfador solitario, es la primicia de los que han muerto. Y después de él todos los creyentes participaremos de su triunfo. María, la Madre de Jesús, por singular privilegio, concluída su existencia terrena, obtuvo la victoria plena sobre la muerte, como fruto de la resurrección de su Hijo. Así se puede afirmar que María es la primera en experimentar la eficacia salvadora del misterio pascual de su Hijo. Entre los que son de Jesús, María ocupa el primer lugar y en ella la muerte ha sido definitivamente destruída, y por los méritos de su Hijo, ha experimentado también en su cuerpo la plenitud de la resurrección. En su Madre, el Señor ha querido realizar lo que ha prometido para todos y que nosotros aguardamos en la esperanza.

            El evangelio recuerda las palabras que Isabel, llena del Espíritu Santo, dirigió a María: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Estas palabras se refieren ante todo al misterio de la divina maternidad, es decir, que el hijo concebido por obra del Espíritu Santo, es el Hijo de Dios hecho hombre. Pero María, escogida por Dios para colaborar estrechamente con la Palabra de Dios hecha carne, no podía quedar alejada del triunfo de su Hijo, no podía ser pasto de la muerte y de la corrupción aquel cuerpo que había sido morada de la divinidad, templo de Dios, arca de la verdadera alianza. Por esto, la fe del pueblo de Dios ha asumido que María ha seguido de cerca a su Hijo en la victoria de la muerte, sin esperar, como los demás, el momento final cuando Cristo, aniquilado el último enemigo que es la muerte, entregará a su Padre el Reino de los elegidos.

 

14 de abril de 2022

JUEVES SANTO

 JESÚS JUZGADO POR HERODES, EL ZORRO Y EL SILENCIO DE JESÚS.


Pilato decidió enviar a Jesús para que fuera juzgado por Herodes. Este Herodes Antipas era hijo de Herodes el Grande, aquel que mandó a matar a los inocentes. Herodes, hijo, era un hombre cruel, y, aún peor que el padre, vivió traumatizado toda su vida al ver la actuación del padre que actuaba sin piedad, matando a su familia.

Este era un hombre supersticioso, temeroso, vivía con la conciencia intranquila, mandó a matar a Juan el Bautista; vivía la lujuria de manera descarada. Tenía interés por conocer a Jesús (Lc 9,9), le relacionaba con Juan el Bautista, pero Jesús no tenía interés por encontrarse con su persona, sabía muy bien sus intenciones, su odio, desprecio, envidia, y, su terrible deseo de matarle (Lc 13, 31), a lo que Jesús respondió “Id a decir a ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo” (Lc 13,32). Jesús se dirige a él como “zorro”, no, a modo de desprecio, sino como calificación a su persona llena de astucia, y que presume de poder, del que carece. Por ese motivo, cuando Pilato lo entrega, es una buena ocasión para que Herodes muestre su poder y burla delante de Jesús, al que odiaba, despreciaba y le tenía envidia.

Herodes le puso delante de su trono y le empezó a hablar, se mostró afectuoso, quería llevarlo a su terreno, diciéndole que había escuchado hablar bien de él, de sus milagros, y, que, quería conocerle; para entonces, Jesús no le dirigía la mirada, lo cual hacia que se pusiera nervioso e irritable, el silencio de Jesús era imponente, llegando Herodes a sentirse despreciado y humillado. Este juicio del prisionero, Jesús, se llevó a cabo ante toda su corte, no para juzgarle, si no para jugar y burlarse de él (le hacían genuflexiones, le llamaban rey de los judíos, le pusieron un manto brillante encima de su cuerpo golpeado, y melena ensangrentada y sucia por la arena).

Fue entonces cuando Herodes empezó a hacer el ridículo, Jesús callaba, no se defendía. Ante la burla y el juego, surge la broma como respuesta ante la impotencia de no lograr nada, porque Herodes actuaba con mentira, engaño, manipulación, y, Jesús es la verdad en persona.

La burla no duro mucho, Herodes se cansaba de lo que hacía, quería diversión, y, como ante Jesús no logró satisfacer su deseo de verse grande y poderoso, pidió que devolvieran a Jesús ante Pilato.

“Sus pasos eran vacilantes, llevaba de pie desde la noche anterior, no había dormido, su alma estaba inmersa en una profunda tristeza. Las gentes que le veían pasar se burlaban y se reían. La piedad de antes se había vuelto sarcasmo.  Le apedreaban con insultos y con piedras, le empujaban y zarandeaban”.

 Acompañamiento Humano Espiritual

Marlene Suárez Francia

22 de octubre de 2021

CAPÍTULO 2. La oración como secreto de nuestra alegría

    Al fin y al cabo, en labios de Jesús es lo mismo pedir que oremos siempre, sin cansarnos, con fe, y pedir: “Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia”[1]. De hecho, Jesús nos pide que busquemos el reino de Dios después de enseñarnos el “Padre nuestro”[2] e insistir en la confianza en el Padre que nos ve en lo secreto y cuida de nosotros como las aves del cielo y los lirios del campo[3]. 

    Justo en medio de este discurso, Jesús hace un recordatorio sobre el tesoro del corazón: “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[4]. 

    Esta palabra nos interroga sobre el valor que damos a esta relación con Dios en la que podemos vivir todo y a quien podemos confiar todo. Si rezamos poco y mal, reconozcámoslo, no es porque no tengamos tiempo o fuerzas para rezar, sino porque en el fondo no estamos convencidos de que en nuestra relación con el Señor encontramos el tesoro de nuestro corazón. Porque si fuéramos realmente conscientes de que la oración hace que nuestro corazón permanezca en el tesoro del cielo, rezaríamos como respiramos, como comemos o dormimos. Nunca renunciamos a lo que es vital. Sin embargo, a menudo renunciamos a nuestra relación con el Señor que “a todos da la vida y el aliento, y todo” y en quien “vivimos, nos movemos y existimos”, como explica San Pablo a los paganos de Atenas[5]. 

    “Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[6]. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa tener nuestro corazón donde está nuestro tesoro, y especialmente donde tenemos un “tesoro en el cielo”? 

    Para entenderlo, basta con releer el episodio del joven rico que renuncia a seguir a Jesús porque no quiere desprenderse de sus “tesoros en la tierra”. Jesús le había dicho: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres — así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme”[7]. Pero “Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico”[8]. 

    La tristeza del joven rico nos revela de forma negativa algo de lo que siempre nos habla todo el Evangelio, a saber, que el “reino de los cielos” o el “reino de Dios” es nuestra alegría, es la verdadera alegría de nuestro corazón. Lo que realmente está en juego cuando se nos aconseja desprendernos de los bienes terrenales y darlos a los pobres no es principalmente la pobreza o la generosidad, sino la alegría. Los tesoros de la tierra no son la alegría de nuestro corazón. Estamos hechos para una alegría diferente, para una alegría que no depende de lo que tenemos y obtenemos en esta tierra, sino de una realidad que es “del cielo”, que está en el cielo, de una realidad que es de Dios, en Dios. El problema de nuestra alegría no está en lo que dejamos atrás, aunque nos cueste dejarlo, sino en lo que estamos llamados a encontrar, y que se nos da. El paso de los tesoros de la tierra a los tesoros del cielo no es como el cambio de una moneda a otra, por ejemplo, de euros a dólares. No hay comparación entre los tesoros de la tierra y el tesoro del cielo. Cuando cambiamos dinero por otra moneda, o cuando vendemos un bien por una cantidad determinada, las dos cosas tienen normalmente el mismo valor, a menos que nos engañen. En cambio, el intercambio entre los tesoros de la tierra y los del cielo es totalmente desproporcionado, no hay comparación. El tesoro en el cielo vale todo y más que todo, tiene un valor infinito y eterno.

    Jesús nos lo hace comprender en otra palabra del Evangelio: ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”[1]. ¿Qué significa esto? Significa que el valor de la vida no se mide por los tesoros de la tierra, sino sólo por el tesoro del cielo. Sólo en el reino de Dios nuestra vida encuentra su verdadero valor, un valor sin comparación. ¿Cuál? La que Jesús acaba de anunciar antes de pronunciar esta palabra, suscitando la oposición de Pedro: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”[2]. El valor de nuestra vida es que Dios da la suya por nosotros, que muere en la cruz por nosotros y resucita.

    El joven rico renunció a este tesoro para aferrarse a sus tesoros de la tierra, a sus tesoros de arena, de polvo. Y así renunció a la alegría de su corazón, una alegría infinita y eterna que Dios le había reservado desde la eternidad: la alegría de estar con Cristo, de estar con Dios, no sólo en la tierra sino eternamente, en el Cielo.

    Pero es importante explorar lo que significa que nuestra alegría corresponde al tesoro en el cielo que Jesús nos promete. Esto no significa que en la tierra no podamos ser felices. La cuestión no es tanto dónde somos felices, sino qué felicidad, qué alegría nos es dado experimentar, tanto en la tierra como en el cielo, tanto durante esta vida como después de nuestra muerte. La cuestión es si queremos una alegría verdadera y eterna o una alegría que se acaba, que la polilla y el óxido consumen, que los ladrones nos roban[3].

    A veces, cuando abordo ciertos problemas con las comunidades, me doy cuenta de que, en el fondo, detrás de tantos discursos y discusiones, el verdadero problema es que la alegría del corazón de muchos monjes y monjas no es realmente el tesoro del cielo sino muchos tesoros de la tierra. Y la señal es la tristeza, que no se respira alegría, que la alegría del reino de los cielos no irradia de esa comunidad, ni de esas personas. 

    Por eso me parece cada vez más urgente, por el bien de nuestras comunidades y de la Orden, pero yo diría que sobre todo por el bien del mundo, que necesita que los cristianos den testimonio de tesoros que nada puede corromper, de alegrías que nada puede entristecer, es importante comprender cómo el joven rico pudo elegir



[1] Mt 16,26

[2] Mt 16,21

[3] cf. Mt 6,19



[1] Mt 6,33

[2] Mt 6,33

[3] cf. Mt 6,9- 13

[4] Mt 6,19-21

[5] Hechos 17, 25, 28

[6] Hechos 17, 25, 28

[7][7] Mt 19:21

[8] 19:22