“Me felicitarán todas las
generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Dios ha hecho
obras grandes en su humilde sierva, la Virgen María, y hoy, con todos los
cristianos de Oriente y Occidente, celebramos su dormición, su asunción a los
cielos. La lectura asidua y la meditación de los textos de la Escritura suscitó
paulatinamente en los cristianos la veneración de María, la Madre de Jesús,
aclamada por el Concilio de Éfeso del 431 con el título de Madre de Dios.
Sabemos también que desde el siglo V, el 15 de agosto los cristianos de
Jerusalén se reunían en una pequeña iglesia junto al huerto de Getsemaní, para
recordar la dormición de María, que es el título más antiguo de esta
solemnidad, llamada posteriormente tránsito o asunción. Esta festividad fue
extendiéndose por todas la iglesias y el Papa Pio XII, en 1950, confirmando la
fe secular del pueblo de Dios, proclamó solemnemente la Asunción de María a los
cielos.
Como
cristianos en Jesús veneramos la memoria de la gloriosa siempre Virgen María,
Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, Madre de Dios, a la vez que, por
dignación de su mismo Hijo, es también Madre nuestra. María, hija predilecta
del Padre y sagrario del Espíritu Santo, como la aclama la devoción de la
Iglesia, está llena de gracia por encima de todas las criaturas celestiales y
terrestres. Pero estos dones y títulos que la enriquecen por designio divino,
no la separan de la estirpe de Adán, de todos los hombres y mujeres que su Hijo
ha querido salvar, permaneciendo así miembro sobresaliente y singularísimo de
la Iglesia.
María, junto con el linaje
humano, ha vivido la aventura de la fe, ha creído en Dios que la ha escogido y
la ha llamado a realizar una delicada misión. El Concilio Vaticano II, en su
constitución dogmática sobre la Iglesia, no duda en afirmar: “En la beatísima
Virgen María, la Iglesia alcanza ya la perfección y de este modo se presenta
sin mancha ni arruga”. En la constitución sobre la liturgia leemos: “En María,
la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención, y la
contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda
entera, ansía y espera ser”. Y el prefacio que hoy iniciará la plegaria
eucarística afirma: “Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será
glorificada, es consuelo y esperanza del pueblo todavía peregrino en la
tierra”.
San Pablo,
en la segunda lectura, hablaba de la resurrección de Jesús como de su victoria
decisiva sobre la realidad de la muerte que tanto aflige a la humanidad. Pero
Jesús no es un triunfador solitario, es la primicia de los que han muerto. Y
después de él todos los creyentes participaremos de su triunfo. María, la Madre
de Jesús, por singular privilegio, concluída su existencia terrena, obtuvo la
victoria plena sobre la muerte, como fruto de la resurrección de su Hijo. Así
se puede afirmar que María es la primera en experimentar la eficacia salvadora
del misterio pascual de su Hijo. Entre los que son de Jesús, María ocupa el
primer lugar y en ella la muerte ha sido definitivamente destruída, y por los
méritos de su Hijo, ha experimentado también en su cuerpo la plenitud de la
resurrección. En su Madre, el Señor ha querido realizar lo que ha prometido
para todos y que nosotros aguardamos en la esperanza.
El
evangelio recuerda las palabras que Isabel, llena del Espíritu Santo, dirigió a
María: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá”. Estas palabras se refieren ante todo al misterio de la divina
maternidad, es decir, que el hijo concebido por obra del Espíritu Santo, es el
Hijo de Dios hecho hombre. Pero María, escogida por Dios para colaborar
estrechamente con la Palabra de Dios hecha carne, no podía quedar alejada del
triunfo de su Hijo, no podía ser pasto de la muerte y de la corrupción aquel
cuerpo que había sido morada de la divinidad, templo de Dios, arca de la
verdadera alianza. Por esto, la fe del pueblo de Dios ha asumido que María ha
seguido de cerca a su Hijo en la victoria de la muerte, sin esperar, como los
demás, el momento final cuando Cristo, aniquilado el último enemigo que es la
muerte, entregará a su Padre el Reino de los elegidos.
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