Al fin y al cabo, en labios de Jesús es lo mismo pedir que oremos siempre, sin cansarnos, con fe, y pedir: “Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia”[1]. De hecho, Jesús nos pide que busquemos el reino de Dios después de enseñarnos el “Padre nuestro”[2] e insistir en la confianza en el Padre que nos ve en lo secreto y cuida de nosotros como las aves del cielo y los lirios del campo[3].
Justo en medio de este discurso, Jesús hace un recordatorio sobre el tesoro del corazón: “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[4].
Esta palabra nos interroga sobre el valor que damos a esta relación con Dios en la que podemos vivir todo y a quien podemos confiar todo. Si rezamos poco y mal, reconozcámoslo, no es porque no tengamos tiempo o fuerzas para rezar, sino porque en el fondo no estamos convencidos de que en nuestra relación con el Señor encontramos el tesoro de nuestro corazón. Porque si fuéramos realmente conscientes de que la oración hace que nuestro corazón permanezca en el tesoro del cielo, rezaríamos como respiramos, como comemos o dormimos. Nunca renunciamos a lo que es vital. Sin embargo, a menudo renunciamos a nuestra relación con el Señor que “a todos da la vida y el aliento, y todo” y en quien “vivimos, nos movemos y existimos”, como explica San Pablo a los paganos de Atenas[5].
“Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[6]. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa tener nuestro corazón donde está nuestro tesoro, y especialmente donde tenemos un “tesoro en el cielo”?
Para entenderlo, basta con releer el episodio del joven rico que renuncia a seguir a Jesús porque no quiere desprenderse de sus “tesoros en la tierra”. Jesús le había dicho: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres — así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme”[7]. Pero “Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico”[8].
La tristeza del joven rico nos revela de forma
negativa algo de lo que siempre nos habla todo el Evangelio, a saber, que el
“reino de los cielos” o el “reino de Dios” es nuestra alegría, es la verdadera
alegría de nuestro corazón. Lo que realmente está en juego cuando se nos
aconseja desprendernos de los bienes terrenales y darlos a los pobres no es
principalmente la pobreza o la generosidad, sino la alegría. Los tesoros de la
tierra no son la alegría de nuestro corazón. Estamos hechos para una alegría
diferente, para una alegría que no depende de lo que tenemos y obtenemos en
esta tierra, sino de una realidad que es “del cielo”, que está en el cielo, de
una realidad que es de Dios, en Dios. El problema de nuestra alegría no está en
lo que
Jesús
nos lo hace comprender en otra palabra del Evangelio: ¿Pues de qué le servirá a
un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para
recobrarla?”[1]. ¿Qué
significa esto? Significa que el valor de la vida no se mide por los tesoros de
la tierra, sino sólo por el tesoro del cielo. Sólo en el reino de Dios nuestra
vida encuentra su verdadero valor, un valor sin comparación. ¿Cuál? La que
Jesús acaba de anunciar antes de pronunciar esta palabra, suscitando la
oposición de Pedro: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos
que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos,
sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al
tercer día”[2]. El
valor de nuestra vida es que Dios da la suya por nosotros, que muere en la cruz
por nosotros y resucita.
El
joven rico renunció a este tesoro para aferrarse a sus tesoros de la tierra, a
sus tesoros de arena, de polvo. Y así renunció a la alegría de su corazón, una
alegría infinita y eterna que Dios le había reservado desde la eternidad: la
alegría de estar con Cristo, de estar con Dios, no sólo en la tierra sino
eternamente, en el Cielo.
Pero
es importante explorar lo que significa que nuestra alegría corresponde al
tesoro en el cielo que Jesús nos promete. Esto no significa que en la tierra no
podamos ser felices. La cuestión no es tanto dónde somos felices, sino qué
felicidad, qué alegría nos es dado experimentar, tanto en la tierra
como en el cielo, tanto durante esta vida como después de nuestra
muerte. La cuestión es si queremos una alegría verdadera y eterna o una alegría
que se acaba, que la polilla y el óxido consumen, que los ladrones nos roban[3].
A veces, cuando abordo ciertos problemas con las comunidades, me doy cuenta de que, en el fondo, detrás de tantos discursos y discusiones, el verdadero problema es que la alegría del corazón de muchos monjes y monjas no es realmente el tesoro del cielo sino muchos tesoros de la tierra. Y la señal es la tristeza, que no se respira alegría, que la alegría del reino de los cielos no irradia de esa comunidad, ni de esas personas.
Por eso me parece cada vez más urgente, por el
bien de nuestras comunidades y de la Orden, pero yo diría que sobre todo por el
bien del mundo, que necesita que los cristianos den testimonio de tesoros que
nada puede corromper, de alegrías que nada puede entristecer, es importante
comprender cómo el joven rico pudo elegir
[1] Mt
6,33
[2] Mt
6,33
[3] cf.
Mt 6,9- 13
[4] Mt
6,19-21
[5] Hechos
17, 25, 28
[6] Hechos
17, 25, 28
[7][7] Mt
19:21
[8] 19:22
Muchas gracias por esta reflexión y testimonio sobre la vida de oración, tesoro de alegría para nuestras almas.
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