6 de noviembre de 2018

Padre, me pongo en tus Manos


 

       La oración del corazón consiste simplemente en encontrar el camino que me permita tener respecto al Padre una actitud gracias a la cual Él mismo pueda santificar su nombre en mí. En mi y en todos sus hijos. En su único Hijo compuesto de sí mismo y de todos sus hermanos. Llamar Padre a Dios significa tener la certeza de que nos quiere. Una certeza que no forma parte de ideas muy sabias, sino de una convicción muy íntima de que el Padre me ama, por eso puedo dirigirme a él con plena seguridad y confianza. No me presento respaldado por mis méritos o razones, sino que confío en la ternura infinita del Padre de Jesús que por él es también mi Padre. Ese es el Padre a quien me dirijo yo en la oración. El único que me puede dar una vida que es copia exacta de la suya; Él solo me exige a cambio que me deje hacer a su propia imagen y semejanza. Y eso es lo que deseo y manifiesto cuando le pido “Santificado sea tu nombre”. Padre, que seas tú mismo, dentro de mí. Que tu nombre de Padre se realice a la perfección en la relación que se establece entre nosotros. Te pido que seas mi Padre, que me engendres a tu imagen y semejanza por puro amor para que yo en respuesta pueda llegar a ser, por pura gratuidad tuya, ternura hacia ti y en ti a los hermanos.    






24 de septiembre de 2018

LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE



LA DINÁMICA TRINITARIA DE LA LITURGIA (C.I.C. 1066 - 1068)

        La Iglesia de Cristo es un don del Espíritu que tiene su origen en el amor de Dios difundido en el corazón de los hombres que la forman por el mismo espíritu. Por tanto, sólo como don de Dios puede entenderse que este misterio de la Iglesia hunda sus raíces en la Trinidad Santa y Santificadora.
       Es Dios Trinidad quien edifica la Iglesia y la forma, y actúa para hacerlo en la visibilidad de la Palabra y de las acciones litúrgicas.
       La iluminación sobre la liturgia como obra Trinitaria, se la debemos al Catecismo de la Iglesia Católica (1066-1067). Faltaba hasta ahora una explicación tan autorizada y orgánica en la que se desarrollara el dinamismo Trinitario de la liturgia, a partir del Misterio Pascual de Cristo: memorial del Señor, invocación del Espíritu Santo, alabanza y acción de gracias al Padre.
        La liturgia, en la Historia de la Salvación, es también y siempre un don divino a la Iglesia y obra de toda la Trinidad en la existencia de los hombres. La liturgia cristiana forma parte de la auto manifestación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por Jesucristo en el Espíritu Santo.
        La dimensión trinitaria de la liturgia constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la primera ley de toda celebración.
        En la liturgia, Dios es siempre “el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales[1] de manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre, y el Padre es también término de toda alabanza y de toda acción de gracias.
        En la liturgia, el Padre es bendecido y adorado como la fuente de todas las bendiciones de la creación y salvación. Los cielos y la tierra y todas las criaturas, están orientadas a reconocer su absoluta soberanía y su infinito amor al hombre y a toda la creación. Finalmente, todo será recapitulado en Cristo y presentado como una oblación al Padre[2].
        La manifestación divina trinitaria en la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor nuestro Jesucristo. El símbolo de la fe, la plegaria eucarística y otras grandes fórmulas desarrollan ampliamente la “cristología” es decir, la presencia entre los hombres de Cristo, revelador del Padre y donante del Espíritu que nos hace hijos de Dios. La plegaria litúrgica expresa la centralidad del misterio de Cristo y hace memoria de toda su obra redentora.
        El Padre realiza el “misterio de su voluntad” dando a su Hijo amado y al Espíritu Santo para la salvación del Mundo y gloria de su nombre.[3]
        La participación del hombre en la vida trinitaria se realiza en la liturgia y de manera especial en la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. Por el bautismo el hombre es injertado en el Misterio Pascual de Cristo, recibe el espíritu de adopción de hijo por el que puede clamar “Abba” Padre y se convierte así en el verdadero adorador que busca al Padre.[4]
        También este texto del Concilio Vaticano II, explica el carácter trinitario de nuestra inserción en el misterio del Hijo a partir del cual queda determinado el ritmo de la celebración litúrgica, que es celebración de la Iglesia de la Trinidad que celebra el misterio de la fe como misterio trinitario. Así es como el “ser trinitario de la Iglesia” se traduce en el momento de la operación más significativa, que es la liturgia en una gran profesión de fe en el misterio de Cristo que nos revela el amor del Padre, nos comunica el Espíritu Santo y en este mismo Espíritu nos conduce como mediador universal hacia aquel que le ha sentado a su derecha.
        Esta es la dimensión descendente de la liturgia. La redención parte del amor frontal del Padre -único bueno y la fuente de todo bien- que se manifiesta en plenitud en Cristo Jesús, en su Pascua, y se comunica como primer “don” del Resucitado en la efusión del Espíritu Santo, para que vivamos para Dios y tengamos el perdón de los pecados y la paz.
        Por el misterio Pascual de Jesucristo (muerte-descenso-resurrección-ascensión-pentecostés) se consumó la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. El que salió del Padre y vino al mundo, dejó el mundo y volvió al Padre.[5]
        Jesucristo Salvador, ya no está en el mundo, es la virtualidad santificante de la Iglesia la que mantiene vivo el misterio Pascual, partiendo de la presencia celestial de Jesucristo Sacerdote Eterno. La glorificación de Dios y la santificación, es la obra sacerdotal de Jesucristo que se actúa permanentemente entre los hombres mediante la liturgia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, afirma que la liturgia es como un ejercicio del sacerdocio de Cristo. Él está siempre presente, vivo y operante en su Iglesia. Y es por esta actuación de Jesucristo por la que mediante el Espíritu continúa a través de los siglos su acción salvadora en el interior de la comunidad cristiana.
        El Espíritu Santo es el “don” de la Pascua, el “don de Dios” prometido para los tiempos mesiánicos[6], que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que ésta realice, a su vez, su misión[7]. Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora, canta y celebra al Padre[8], confiesa a Jesús como Señor y lo invoca en la espera de su retorno[9].
        En este sentido la liturgia es donación continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término. Por eso toda la acción litúrgica tiene lugar “en la unidad del Espíritu Santo”, como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu.
        La articulación entre la acción de Cristo y la del Espíritu es lo que nos permite celebrar la liturgia de la Iglesia, ya que la misión del Espíritu Santo es la de conducir a su perfección la obra de Cristo, por eso se invoca al Padre para que envíe su Espíritu sobre los dones y los santifique, actualizando así su misión de conducir la obra de Cristo a su plenitud.
        El Espíritu no interviene en la liturgia con un protagonismo propio. No es esta su misión. El misterio de Cristo no tiene como sucesor un misterio del Espíritu Santo. El Espíritu ha sido dado para “glorificar al Hijo”, para recordar lo que Jesucristo ha dicho, para conducir hacia toda la verdad que es el Hijo[10]. El Espíritu no es pues, el mediador, sino el Don del mediador y la fuerza para incorporarse a Él.
        Sin embargo, la unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo y en cada uno de los bautizados. No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo[11]. Por este motivo toda oración litúrgica es oración de la Iglesia congregada por el Espíritu Santo que habita en cada creyente y lo prepara para recibir y acoger la Palabra de Dios en su corazón. Por su acción que acompaña siempre a la Palabra, les va recordando y guiando hacia la verdad plena[12].
        En conclusión, la dinámica trinitaria de la realidad básica de la liturgia refleja esta situación: el Hijo en el centro, nos incorpora al conocimiento, a la filiación divina, y nos hace partícipes de su Espíritu, de manera que, por Él, con Él y en Él, bendigamos al Padre, Señor del cielo y de la tierra.


LA LITURGIA COMO RESPUESTA DEL HOMBRE AL DON DE DIOS

        La liturgia de la Iglesia es el lugar privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre. En la dimensión ascendente de la liturgia es el creyente quien se dirige al Padre invocando el don de la acción de su Espíritu para que lo conforme a la imagen de Cristo. Esta comunión con Cristo lo conducirá a la comprensión y transformación de los santos en la plenitud de la divinidad que habita en Cristo corporalmente[13].
        Durante el paso histórico-salvífico de Jesús por la tierra, fue diálogo con el Padre en la unidad del Espíritu Santo. Y lo sigue siendo ahora como Señor de la gloria entronizado a la derecha del Padre.
        La Iglesia, indisolublemente unida a Él como el cuerpo a su cabeza y como la esposa a su esposo, es también ella diálogo con Dios. Es el diálogo que es Dios-Trinidad y al que ha asociado a la humanidad redimida.
        Este diálogo adquiere el máximo realismo en las acciones litúrgicas en las que cada creyente que participa en ellas presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo dejó como preciado botín de su victoria. De este modo el creyente es como una especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición continúa la obra de Cristo: Glorificar al Padre y salvar al hombre.
        Por estas razones la liturgia es la fuente primera de salvación y el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en Cristo. Y los momentos culminantes en los que la Iglesia “recuerda” el pasado de la historia de salvación y al recordarlo lo “actualiza”, realiza esa historia en su “hoy”, espera anhelante y pregunta el futuro de esa historia.
        La Iglesia en sus celebraciones hace, fundamentalmente, tres cosas: memorial del Señor (anamnesis), alabanza a Dios (doxología), invocación del Espíritu (epíclesis). Con estas tres cosas queda definida la “acción de la Iglesia” que corresponde a la dinámica trinitaria de la “obra de redención” actualizado en la liturgia.
        El sentido de memorial invade toda la liturgia de la Iglesia, empezando por los sacramentos, y con la Eucaristía en su centro. Memorial es más que un recuerdo que intenta ir más allá del tiempo pasado y establecer un contacto espiritual con una realidad que ya no existe. Memorial litúrgico, es un gesto y una proclamación que nos une indefectiblemente con el Señor que ha pasado de muerte a vida, y así Él se hace presente y operante en su misterio. El memorial, es esencialmente, un gran acto de fe, de confianza y de obediencia de la Iglesia en la palabra, la promesa y el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”.
        Desde la situación cristiana, en la cual el acontecimiento celebrado es el realizado una vez para siempre -el misterio pascual de Cristo- el memorial sacramental adquiere un realismo de presencia absolutamente total. Celebrar un sacramento, especialmente la Eucaristía, es ponernos realmente en comunión con Cristo que ha pasado de este mundo al Padre y permanece como Cordero degollado, pero de pie, vivo por los siglos intercediendo por nosotros junto al Padre.
        En este realismo de comunión, bajo los velos sacramentales, la Iglesia experimenta su situación de “asociada” a la obra de la redención. Y por eso, a la vez que expresa toda su conciencia de plenitud en la alabanza y acción de gracias al Padre, por el don inenarrable que nos concede en su divino Hijo, invoca a la vez la acción del Espíritu Santo.
        La participación, activa, consciente y fructuosa, es la finalidad de todo cristiano cuando se encuentra dentro de una celebración. Para eso necesita inserirse vitalmente en el ritmo mismo de la celebración. Se trata para él de situarse enteramente bajo la palabra de Dios, escuchada en la asamblea de la que es miembro de pleno derecho, y que experimenta al escuchar esta palabra, cómo Dios la convoca de nuevo por el misterio apostólico. Una palabra que le anuncia las maravillas de Dios, el misterio de Cristo para que su espíritu se abra a la fe, a la alabanza, a la compunción de corazón, al consuelo de las Escrituras. Una palabra que le anuncia el Sí de Dios, y que por esto le introduce a proclamar el amén, a acoger realmente esta “Buena Gracia”, y lo dispone y provoca con toda la Iglesia a la acción de Gracias.
        La celebración litúrgica es el gran símbolo de comunión con la vida trinitaria. Participar en ella consciente y activamente es entrar en el juego de lo definitivo y escatológico. Por eso en la liturgia el hombre no se vuelve sobre sí mismo, es a Dios a quien dirige todas sus miradas y hacia el que vuelan todas sus aspiraciones y sus ojos se quedan absortos en la contemplación de los esplendores de Dios. Para él, todo el sentido de la liturgia está en saberse situar ante Dios, ante el Señor y Salvador, para desahogarse libremente en su presencia y vivir dentro de ese dichoso mundo de verdades, de realidades, de misterios y símbolos divinos, convencido de que vivir la vida de Dios es vivir real y profundamente la suya propia. El último y definitivo resultado será la Eternidad bienaventurada.
        El drama celestial del amor divino se representa en la asamblea litúrgica para que ella entre en el mismo. El cáliz del misterio trinitario está siempre y por los siglos a disposición de la Iglesia, para la comunión.
                                             Hna. María José P.




[1] Ef. 1,3
[2] Ef. 1, 3-19
[3] Ef. 3,4
[4] S.C. 6
[5] Jn. 16, 28
[6] Is. 32, 15; Jn. 4, 10; Hech. 11, 15
[7] Jn. 20, 21-23
[8] Ef. 5, 18-20; Cl. 3, 16-17
[9] 1 Cor. 12, 3/ 11, 26
[10] Jn. 14, 26/ 16, 13-14
[11] OGLH
[12] Jn. 14, 15-17
[13] Col. 2, 9

16 de julio de 2018

LA PRIMERA REFORMA LITÚRGICA EN LOS ORÍGENES DE CÍSTER



                        El término liturgia designa una noción bastante rica y compleja. “Proveniente del griego clásico leitourgia, originalmente el término indicaba la obra, la acción y la iniciativa tomada libre y personalmente por una persona privada (individuo o familia) a favor del pueblo, del barrio, de la ciudad o del estado. Con el paso del tiempo esto se perdió y se llamó liturgia a cualquier trabajo de servicio más o menos obligatorio hecho al estado o a la divinidad (servicio religioso) o a un privado”[1].

            En la traducción griega del AT (los LXX), liturgia indica, el servicio religioso hecho por los levitas a Yavé, primero en la tienda y luego en el Templo de Jerusalén. En el NT, liturgia no aparece nunca como sinónimo de culto, excepto en Hch 13,2[2]. Pero pronto reaparece en los escritos extrabíblicos de origen judeo-cristiano, como por ejemplo en Didajé 15,1, donde claramente se refiere a un servicio ministerial. El término liturgia, despojado ya de su específico sentido cultual levítico, toma carta de ciudadanía en la Iglesia primitiva, y designa, culto nuevo en el contenido, porque se produce en la realidad nueva del sacerdocio de Cristo, pero que permanecerá vinculado a su origen hebreo, y por el que la Iglesia apostólica se vio influida[3].

            Mientras que en la Iglesia oriental de lengua griega liturgia sirve para indicar el culto cristiano en general, en la Iglesia latina la palabra es prácticamente desconocida. En el mundo occidental, liturgia no hará su aparición en el uso litúrgico; al principio (a partir del s. XVI) aparece sólo en el plano científico, donde entra para indicar o los libros rituales antiguos o, en general, todo lo que se refiere al culto de la Iglesia[4].

            La liturgia -lo indica su mismo nombre- no es una actividad privada, sino celebración de toda la Iglesia, que es “sacramento de unidad”[5], en cuyo multiforme organismo “todos” nos hallamos integrados, cada uno en su puesto: jerarquía, clero, pueblo. “Por eso pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este Cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual”[6]..


            San Benito, monje y Patriarca de los monjes de Occidente, nació en Nursia, (Italia), hacia el año 480. Muy joven aún, fue enviado a Roma para cursar estudios en las escuelas del Imperio, pero hastiado de la vida mundana superflua que allí se respiraba, decidió retirarse a las agrestes soledades de Subiaco, donde hizo vida anacorética en una cueva -el «Sacro Speco»- dedicándose totalmente a Dios. La fama de su vida, austera y santa, hizo que muy pronto se viera rodeado de discípulos deseosos de vivir bajo su dirección e imitar sus ejemplos. Posteriormente fundó en Montecasino el monasterio que se convertiría en prototipo de todos los cenobios benedictinos. Allí murió, lleno de méritos, hacia el año 547.
            Para guía de sus monjes escribió una Regla, notable por su discreción, que fue aceptada por casi todos los monasterios europeos. Siguiendo el famoso lema, ora e labora, sus discípulos fueron los custodios y transmisores de lo divino, pero también de las ciencias y las artes durante la Edad Media. Como reconocimiento a esta insigne labor, San Benito fue proclamado Patrón de Europa[7]. Y Juan Pablo II lo reafirmará en otra carta[8].

            La liturgia comienza a tener con San Benito, un lugar importante en la espiritualidad del monje, y los que militan bajo su Regla tienen como tarea primordial vivir y celebrar con fervor y con la mayor solemnidad posible el Opus Dei. Él sigue, en general, la tradición monástica egipcia; en este punto se deja influir por los monasterios urbanos de occidente y las prácticas litúrgicas de las basílicas romanas. De los principios de la tradición monástica anterior, reúne y ordena elementos litúrgicos que en su tiempo aparecen en uso en distintas iglesias, aunque en su conjunto, como en innumerables detalles el Oficio Divino de la Regla benedictina, tiene una gran originalidad.

            Junto con el trabajo y la Lectio Divina[9], la celebración común del Oficio Divino es una de las actividades principales del monje y, desde el punto de vista cualitativo, a lo largo de la historia ha influido grandemente su espiritualidad.

            La liturgia, en general, a lo largo de la historia ha sido el pilar de la vida monástica. Y no tiene nada de extraño que la alabanza divina fuese ya la ocupación primordial de los primeros moradores del desierto y que su espiritualidad estuviera profundamente marcada por el Opus Dei. “Obra de Dios” es la expresión más lograda del amor de Cristo. De ahí que en la Regla de los monjes la expresión: “No anteponer nada al amor de Cristo”[10], sea en realidad sinónima de la frase: “Nada se anteponga a la Obra de Dios”[11].


   “Císter es una de las reformas más célebres entre las que agitaron el mundo monástico a lo largo de los siglos X y XI. Gracias a Cluny, fundado en el 909, el monacato benedictino había alcanzado una expansión realmente extraordinaria”[12].
            Pero dicha reforma, no fue un hecho aislado, ya que en buena parte su energía procedía de las fuerzas que movían la sociedad, la Iglesia y el mundo monástico. Y para valorar la originalidad propia de Roberto, Alberico y Esteban, es necesario comprender en qué medida fueron deudores del tiempo en que vivieron”[13].

            Y no es posible conocer el valor propio de la Reforma Cisterciense si no se reconoce su deuda con la comunidad eclesial de Occidente y la tradición monástica. Los primeros libros copiados en el scriptorium del Nuevo Monasterio dan una idea de las prioridades de los fundadores: los textos litúrgicos, la Biblia y San Gregorio Magno, indicándonos esto, que la mayor parte de los valores promovidos por la Reforma surgieron al contacto con toda la tradición de vida y espiritualidad, que encontraron su  expresión en la Regla de San Benito y en la liturgia, y que se expresaron en los escritos de los grandes doctores de la tradición occidental a través de los siglos[14].

            Roberto, Alberico y Esteban quisieron renovar el camino de vida trazado por San Benito, pero este proyecto llevaba consigo rechazar sólo algunas añadiduras posteriores. Deseaban purificar y orientar de nuevo la tradición, más que ser una forma totalmente nueva de monacato. Y a pesar de la retórica de las controversias, especialmente en los años 1120 y siguientes, los monjes negros y blancos tenían todavía mucho en común: la Biblia, la liturgia y muchas costumbres monásticas, y mucho intercambio entre ellos. El contexto cisterciense incluye la larga historia de auto-corrección de la línea fundamental de la tradición benedictina y sus numerosas iniciativas de adaptación, renovación y reforma[15].

            La infraestructura monástica en que se fundó la Reforma cisterciense era común a todas las nuevas órdenes monásticas, porque se basaba en el consenso sobre la naturaleza de la vida monástica, tal como se desarrolló a través de los siglos.
            Influyeron en esta reforma tres corrientes importantes:
            -La base doctrinal, la ordenación de la jornada del monje y las estructuras de gobierno del monasterio estaban en continuidad directa con la Regla de San Benito.
            -De la reforma de “Benito de Aniano” los Cistercienses aprendieron que la autonomía local debe completarse con algunas medidas de reglamentación externa y de supervisión, y lo bueno de una observancia uniforme.
            -El mundo monástico dominado por la observancia cluniacense fue el punto de partida desde donde los Fundadores emprendieron su obra. No se abandonó todo lo cluniacense. Se recortó el inmenso libro de Usos de Cluny, y el Nuevo Monasterio aceptó el principio de tener normas detalladas, que completaran los principios generales de la Regla de San Benito. Hubo intercambios en la Liturgia[16].

            “Los Cistercienses se distinguieron por desarrollar una notable y detallada teología y espiritualidad de la vida monástica. Sus exposiciones eran nuevas y vivas, pero no pretendían ser originales. Sólo buscaban dar nueva expresión a lo que pensaban que era la tradición más antigua. Y las primeras generaciones de cistercienses eran muy conscientes de los aspectos de observancia que les apartaba de los Monjes Negros”[17]


                Por el conjunto de los documentos primitivos, sabemos que lo que más apreciaban los Cistercienses era seguir perfectamente la Regla de San Benito en toda su pureza (puritas Regulae), y su integridad (integritas regulae), se han sujetado fielmente a las prescripciones de la Regla, particularmente en lo concerniente a la liturgia monástica. En el Exordio Parvo capítulo XV leemos: tomando la rectitud de la Regla (rectitudo Regulae) como norma para dirigir todo el curso de su vida, se conformaron a ella y siguieron sus pasos tanto para las observancias eclesiásticas (eclesiásticas=litúrgicas) como para las otras. Habiendo pues dejado el hombre viejo se alegraron de haberse revestido del hombre nuevo”[18].
            Con razón el P. Joseph M. Canivez ha escrito: El principio generador de la fundación de Císter fue también el principio de la liturgia cisterciense[19]. Veía en esto, el ideal de los primeros cistercienses: vivir la Regla de San Benito en su sentido original e integridad era su ideal. Por eso nuestros padres asumieron íntegramente la liturgia monástica benedictina, tal como la organizan los capítulos 8-20 (y 45, 47, 50, 52) de la Regla, pero ellos lo han hecho en su espíritu, y es el espíritu de una reforma[20].
                El monaquismo cisterciense comienza con una reforma litúrgica, y esta reforma fue, ante todo, un movimiento de renovación espiritual. La primera etapa de su desarrollo ideológico transcurrió en Molesme. Los futuros fundadores de Císter tuvieron amplia oportunidad de esclarecer sus ideas y expresarlas en una forma simple y concreta: volver a la Regla de San Benito. La aplicación práctica de esos principios tuvo lugar en Císter bajo la administración de Alberico[21].

                Gracias a los preciosos manuscritos descubiertos en el siglo XX, en los años 1930-1950, y a los estudios y búsquedas que han sido y son objeto por parte de especialistas: P. Konrad Koch O. Cist. (+1955); Himmerod, Abad Bernhard Kaul O. Cist. de Auterive, P. Brun Griesser O. Cist. (+1965) de Wettingen-Mehrerau, P. Beda Lackner O. cist. de Zirc-Dallas y principalmente el P. Crisógono Waddell OCSO de Gethsemaní (USA)[22]. Los más antiguos documentos conocidos sobre Císter son parte de una “reforma litúrgica” muy radical, introducida ya bajo el abadiato de Alberico, en plena fase de fundación, y terminada bajo el de Esteban.

            Esta reforma, fue puesta en práctica muy sistemáticamente según unos principios claros, hasta tal punto que un especialista de la liturgia, el P. A. A. Häussling OSB, de Maria Laach, ha tentado de considerarla como la primera reforma litúrgica “moderna”, en la historia de la liturgia occidental[23].
            El programa de reforma de los padres fundadores de Císter encontró su plena realización concreta en la reforma litúrgica. Este solo hecho muestra hasta que punto ellos estimaban la liturgia. Los historiadores han puesto como un fenómeno interesante, el hecho de que, las épocas de reformas en la historia de la Iglesia caminan a la par con las reformas litúrgicas y son estimuladas también por ellas[24].
            La primera selección que los Fundadores hicieron fue la supresión radical de numerosas incrustaciones de oraciones y de oficios que, en el transcurso de los siglos, sobre todo, después de Benito de Aniano[25], el reformador y “fundador” del monaquismo benedictino, habían ampliado el Oficio Divino previsto por la Regla de San Benito. Concretamente, cada día, estos añadidos representaban un centenar de salmos, que se añaden a los 37 (39) salmos previstos por la Regla. Los primeros cistercienses, partiendo del principio de la pureza de la Regla, tenían que ocasionar un conflicto. La tradición estaba tan anclada, que sobre ciertos puntos ellos hicieron concesiones al hecho inconmovible. Por ejemplo, conservaron el oficio diario de difuntos o también el capítulo diario y, principalmente, la misa conventual diaria que no tiene su fundamento en la Regla de San Benito. Un poco más adelante, introdujeron el Oficio Parvo de la Virgen. Tenemos una alusión a esta ruptura de la tradición en el capítulo Exordio Parvo cuando dice: “Ellos han roto los usos (Consuetudines) de ciertos monasterios, juzgándose demasiado débiles para llevar un peso tan grande[26].


            Uno de los primeros documentos referentes a la liturgia de Císter es una larga carta dirigida por el Abad benedictino Lambert de Pothières al Abad Alberico de Císter[27]. La fuerza de este texto que Alberico había dirigido a este sabio gramático para pedirle cómo acentuar y comprender correctamente ciertas palabras del salterio latino, se reconoce ya allí la fuente de la autenticidad de los textos y de un justo desarrollo de las celebraciones litúrgicas que caracteriza los primeros cistercienses.
            Una primera e importante etapa de la reforma litúrgica fue la audaz revisión de la Biblia latina, emprendida muy verosímilmente bajo el abadiato de Alberico, continuada y acabada por Esteban. Para este trabajo fueron consultados algunos rabinos. Fue un trabajo pesado que duró poco más de diez años, desde 1099 a 1109. Vista la importancia primordial de la Biblia, de la Palabra de Dios, para la celebración de la liturgia y para la vida monástica, se comprende que la obra de reforma de los Cistercienses invirtiera tanto para obtener un texto tan fiable y auténtico de la Biblia como fuera posible. El fin de esta revisión de la Biblia, que terminará en lo que ha sido llamada la “Biblia de San Esteban Harding”, y su método, casi moderno y científico, son expuestos por Esteban en su Prólogo a Monitum[28].

            Los cistercienses adoptaron el himnario ambrosiano de Milán hacia 1108-1113. Se esforzaron en esto por seguir fielmente la Regla de San Benito, que en muchas ocasiones utiliza el término “ambrosiano” en lugar de la palabra “himno”.Y, como el autor de estos himnos es San Ambrosio, obispo de Milán, es allí que nuestros fundadores fueron a buscar los himnos para Císter. Lo sabemos de manera cierta por el Prólogo o Monitum del Himnario cisterciense escrito por San Esteban[29].
            En la misma época entre 1108 y 1113 los primeros cistercienses copiaron en Metz sus libros litúrgicos de canto (gradual y antifonario), e introdujeron en Císter la tradición musical de Metz. Esta ciudad tenía entonces la reputación de conservar una de las tradiciones más antiguas de canto gregoriano, siendo esto lo que incitó a nuestros Padres a acercarse allí[30].
            Según el P. Crisógono Waddell, OCSO, que ha estudiado estas cuestiones de una manera profunda, que los monjes que fueron enviados a Roma en torno al 1100, a fin de obtener del Papa Pascual II (+1118) el “Privilegio romano”, trajeron de allí a Císter, el Sacramentario gregoriano (Misal)[31].
            Así en el curso de los años que van de 1099 a 1133, final del abadiato de Esteban, se constituyó lo que podría llamar “liturgia cisterciense”. Con el correr de los años, la práctica monástica y litúrgica del primitivo Císter ha sido fijada por escrito y regulada hasta los mínimos detalles, lo que ha dado las Consuetudines, llamadas en nuestra tradición los Ecclesiastica Officia. Después de 1989, tenemos de ellas una magnífica edición latinofrancesa, dotada de notas substanciales y de índices[32]. Al lado de los Ecclesiastica Officia, uno de los testimonios más completos de la primera reforma litúrgica de Císter es el libro denominado Breviario de San Esteban Harding (hacia 1132), descubierto en 1939 en Berlín por el P. Konrad Koch Ocist. (+1995). Estas son las obras que nos dan una buena información sobre la vida litúrgica de los fundadores de Císter[33].
            Esta reforma litúrgica, se valora más, si nos fijamos que fue efectuada durante la fase de fundación, en los primeros años de Císter, cuando la comunidad era prácticamente poco numerosa. Uno queda maravillado y se valora aún más el gasto considerable de fuerzas y de tiempo que esto exigió, si pensamos por ejemplo en  los largos viajes (a Milán, Roma, Metz). Toda esta reforma de la liturgia, en los inicios de Císter, demuestra hasta qué punto la liturgia era importante para nuestros Padres.


            Los cuatro principios que se distinguen claramente en esta reforma litúrgica son los cuatro principios que inspiran toda la reforma cisterciense”[34].

            El primer principio, muy determinante, es el de la “integritas regulae”, El historiador de la Orden Joseph-Marie Canivez (+1952) escribió: El principio de vida de la fundación de Císter era también el principio de vida de la Liturgia cisterciense[35]. Con esto, él entendía la vuelta a la “pura” Regla de Benito y su íntegra observancia. Después de informaciones y testimonios completos cistercienses del siglo XII era precisamente este el verdadero móvil para la fundación del Nuevo Monasterio de Císter. Una de las más antiguas demostraciones de esto, es el prólogo de Esteban Harding al Himnario, que los cistercienses, sobre todo por motivos de la Regla, fueron a coger a Milán.

            El segundo principio, es el de la autenticidad, la preocupación por la verdad de los textos, de su fiabilidad, pero también, más genéricamente, la preocupación por la autenticidad de la vida monástica en todo lo que la constituye. Debe desarrollarse todo según las reglas (del arte). San Bernardo, en el prólogo al Antifonario, rinde testimonio a los Padres fundadores de Císter: “Ellos han velado con un religioso celo a no cantar para la alabanza divina más que los fragmentos reconocidos más auténticos[36].

            El tercer principio, que hemos considerado hasta nuestros días como la tendencia, quizá, la más típica del monaquismo cisterciense, es el de la simplicidad. Los cistercienses, principalmente sobre este punto, eran “hijos de su tiempo”, estaban sensibilizados por la llamada a la simplicidad y a la pobreza entrada en la Iglesia en los siglos XI y XII por los influyentes movimientos de pobreza evangélica -vida evangélica y apostólica- que querían seguir pobres a Cristo pobre[37]. La simplicidad es válida hasta hoy como una característica esencial de la reforma cisterciense.

            No se traducía solamente el principio de simplicidad por un “estilo de celebración” litúrgica simple, sino también por el despojamiento del arte sagrado y de la arquitectura de las iglesias concerniente a la simplicidad de los cálices y a los ornamentos litúrgicos. En el capítulo XVII del Exordium Parvum (reúne una suma de decisiones de los capítulos generales) son introducidas por esta frase: “Velaron después para que en la casa de Dios, donde ellos deseaban servir a Dios con devoción día y noche, no hubiera nada que oliera a ostentación (soberbia) o superflua vanidad (superfluitas), nada que algún día pusiera en peligro la pobreza (paupertas), guardiana de las virtudes, que ellos habían escogido de manera espontánea”[38]. Para los primeros cistercienses, no se trataba de cosas exteriores sino de interioridad. Si se la compara con la liturgia monástica benedictina contemporánea del siglo XII, la voluntad hacia la reducción[39], constatada en la arquitectura de los monasterios cistercienses, se verifica igualmente en todo el campo de la liturgia.

            El cuarto principio es el de la unidad. Amor, unidad y paz: estas fueron las columnas sobre las que se edificó Císter, como lo testimonia la Carta de caridad. Una de sus máximas más típicas dice: “…nuestra voluntad es que tengan voluntad de vivir una sola caridad, bajo una sola Regla y según una manera semejante[40]. La Carta de caridad concretiza después esto para lo que hace relación a la liturgia: “… que ellos tengan el modo de vida, el canon y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas, como para las misas, conforme al modo de vida y a los libros del Nuevo Monasterio[41].
            Los libros, que deben ser en todas partes los mismos, son numerados en un estatuto del Capítulo General. Y son: el misal, el texto de los evangelios, el epistolario, el colectáneo, el gradual, el antifonario, el himno, el salterio, el leccionario, la regla y el martirologio[42]. Esto indica la alta estima de los primeros cistercienses por la liturgia. En toda la Edad Media es difícil hallar una orden religiosa que hubiera concedido tanto valor a la unidad, a la concordia y también a la uniformidad, que no lo hayan tenido los cistercienses. Esta es una constatación continua para los siglos posteriores hasta una época reciente. Hacia 1180-1186 -según la última constatación del P. Crisógono Waddel-, los cistercienses han creado un manuscrito-tipo, código litúrgico que obligaba a toda la Orden, conocido como el Manuscrito 114 de la Biblioteca municipal de Dijón[43], y siguiendo con este “ejemplar”, que todos los libros litúrgicos de la Orden debían ser copiados o corregidos.
            Es verdad que el ideal de la uniformidad no ha podido ser realizado en su radicalidad, por razón de la expansión de la Orden, por el crecimiento de sus casas y también por la expansión geográfica y cultural. 

            Los estudios emprendidos actualmente demuestran que, en la práctica, los principios de reforma tan estrictos de los primeros Cistercienses, no han podido ser aplicados de manera absoluta mucho tiempo ni en todas partes, y pronto se debieron hacer concesiones a unas costumbres locales o a corrientes de ideas contemporáneas. Pero, a pesar de todo, el espíritu primitivo de nuestros padres ha permanecido vivo a través de los siglos.


            Al ser la celebración litúrgica el centro de las tres actividades principales de la jornada cisterciense-benedictina, ejerce una gran influencia sobre la espiritualidad y la cultura de los monjes y las monjas[44].

            La liturgia es el clima en el que ellos viven. En sus numerosos trabajos sobre la espiritualidad monástica, Jean Leclercq, OSB, no ha cesado de decir cómo la liturgia impregna el universo espiritual de los monjes. Lo subraya particularmente en su libro, “El amor a las letras y el deseo de Dios”[45], hecho ya un clásico. La liturgia era el lugar privilegiado -lo es siempre- donde los monjes y monjas reencontraron (reencuentran) la Sagrada Escritura y los escritos de los Padres de la Iglesia, lo que hace de ella una fuente muy importante de formación monástica. En el citado libro (Cf. nota 44), capítulo 10, titulado El poema de la liturgia, escribe: En parte es por ella -la liturgia- y en ella, que los monjes entran en contacto con la Escritura y los Padres, penetrándose de los grandes religiosos tradicionales, pero esto fue en ella igualmente que su cultura encontró uno de sus terrenos de expresión privilegiado; por ella, a propósito de ella, comprendieron sus textos más numerosos[46]. Él, ha demostrado cómo todo, en la vida monástica, se refiere a la liturgia: arte, arquitectura, poesía aritmética, astronomía y economía. Y también ha iluminado el parentesco entre “culto” y “cultura” diciendo: “La liturgia ha marcado con su impronta toda la cultura monástica[47]”.

            En el libro de Jean Leclercq, San Bernardo y el espíritu cisterciense, se encuentra la fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y la espiritualidad cisterciense de los primeros siglos. “Los sermones de San Bernardo son un subsuelo bíblico, y tienen un trasfondo litúrgico”[48]. Es una fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y espiritualidad cisterciense de los primeros siglos y de los siglos siguientes. No se sabría caracterizar mejor los textos de nuestros autores y autoras, textos que aparecían como verdaderos mosaicos de citas y de evocaciones de la Biblia, de la liturgia y de los Padres. Ésta era la fuente donde ellos bebían y se inspiraban para escribir.

            Según la Tradición de la Orden, los días de fiesta, el Abad estaba obligado a pronunciar un “sermón” en el capítulo sobre el misterio de lo festejado[49]. Por eso poseemos una serie de sermones litúrgicos, que han sido revisados y, en general, corregidos. Tenemos: los 128 “Sermones per annum de San Bernardo”; los 53 Guerrico de Igny; los de Elredo; los de Isaac de la Estrella; los de Hermann de Reun; los de Hellinando de Froidmont; y muchos más que podríamos enumerar.
            Siempre ha habido cistercienses para escribir sobre la liturgia. Hay que nombrar entre ellos, al cardenal Juan Bona, uno de los pioneros de la ciencia litúrgica[50]. La liturgia y los textos litúrgicos están constantemente presentes en los escritos de las monjas y místicos. Por ejemplo, en las santas de Helfta: Matilde de Hackeborn y Gertrudis la Grande.
            Una buena clave para comprender la concepción cisterciense de la liturgia y su significado para la vida en el monasterio nos la da el P. Amadeo Hallier, en su libro sobre San Elredo. Él ha escrito: “Si se quiere saber con claridad la importancia de la vida litúrgica para la educación espiritual del monje, basta analizar ciertos sermones de las grandes fases de la Historia de la Salvación, y se hace de ellos la aplicación práctica, pertinente, al itinerario del alma individual. Y se le comprendería mejor entonces cuanto en el monasterio, las celebraciones de la Sagrada Escritura, las predicaciones en el capítulo, las celebraciones litúrgicas están en conexión íntima, incorporadas a la unidad viviente…[51].

            A partir de esto, se puede decir que la liturgia era para el monje cisterciense del Medievo, un lugar teológico, es decir, una fuente fundamental de su teología y de su espiritualidad[52].

4.       Conclusión

                        “En la reforma del Oficio Divino, que ha de continuar hasta completarse, es necesario tener presente la unidad y la armonía que ha de existir entre liturgia y las demás actividades de la vida religiosa, como lo hicieron los fundadores de Císter. De hecho, si bien la liturgia es la cima hacia la cual tiende la acción de la Iglesia, y a la vez, la fuente de donde dimana toda su fuerza[53], sin embargo no agota toda la acción de la Iglesia y del programa monástico. Por esta razón la vida de la comunidad está ordenada de tal modo que permita una celebración provechosa de la liturgia, y a la vez, la estructura y las formas litúrgicas sean tales que puedan alimentar y animar la vida cotidiana. Que el peso de la jornada no ahogue la liturgia, ni las formas litúrgicas sean tales que, al margen de la mentalidad moderna, hagan estéril su celebración”[54].

            La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando hacer oportunas adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a todos los que desean participar en ella. Se trata de una apertura acogedora, que permita a los de fuera integrarse en la actual comunidad orante. Y como dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar que la actividad litúrgica de nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la Iglesia local; que nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación activa, y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[55]. Esta apertura y su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.
            La liturgia en los monasterios de hoy debe ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros litúrgicos, renovados tras la reforma litúrgica de Císter. Sin nostalgias ni vueltas a un pasado romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del movimiento litúrgico y, en línea con ello, debemos continuar siendo lugares donde se celebra y se vive la liturgia de hoy con el espíritu de siempre.
            Todos los monasterios tienen sus puertas abiertas a su tesoro más precioso: su oración litúrgica; de modo que la oración de la comunidad que allí vive es compartida con huéspedes y visitantes, que son introducidos de ese modo en la gran oración de la Iglesia.

            La liturgia no es la única manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón. Y quizá lo más bello de ella es su reiteración. Cantar es una manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón, y de todos los miembros de la Iglesia, que son puestos por Él. Y esto es también válido para todo cristiano.

            Benedicto XVI en su viaje apostólico a Estados Unidos de América, y coincidiendo con la fecha del tercer aniversario de su pontificado, el 19 de abril, mantenía un caluroso encuentro con los jóvenes y seminaristas de la ciudad de Nueva York y les recomendaba la vivencia intensa de la liturgia. Frente al tópico generalizado de que la liturgia es un lenguaje ininteligible para los jóvenes, les invita a adentrarse en ese misterio de unión entre el cielo y la tierra. Es importantísimo educar a los jóvenes en el lenguaje litúrgico, de modo que puedan llegar a percibir que “cada vez que los sacramentos son celebrados, Jesús interviene en nuestra historia”[56]. De este modo, vemos que la liturgia de la Iglesia es un misterio de esperanza para la humanidad: “… ésta es la verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno”[57].

                        “La obra de Dios es la obra de la Iglesia, y el monje ora en la Iglesia, insertando en ella su oración comunitaria. La vida del monje quiere ser totalmente un culto dado a Dios, un homenaje de gloria”[58].
         Hna.  Florinda Panizo





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[1] J. M., Canals Nuevo Diccionario de liturgia, Ediciones Paulinas, Madrid 1987, p. 1145.
[2] El culto de este término equipara las oraciones comunes de los cristianos al culto sacrificial de la antigua Ley, Cf. Ro 1, 9.
[3] Cf. nota 1.
[4] Ibid.
[5] Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium n. 26.
[6] Ibid.
[7] Pablo VI proclamó a San Benito Patrón de Europa con la “Carta Apostólica Pacis nuntius (24-10-1964)”: AAS 56 (1964), pp. 965-967.
[8] Juan Pablo II lo reafirmará en su “Carta Apostólica Egregiae virtutis (31-12 1980)”: AAS 73 (1981), pp. 258-262.
[9] La frase latina Lectio Divina, significa “lectura divina” y describe el modo de leer la Sagrada Escritura: alejarse gradualmente de los propios esquemas y abrirse a lo que Dios nos quiere decir.
[10] RB, 4, 21.
[11] Ibid., 43, 3.
[12] Cf. André Louf, El camino cisterciense, Editorial Monte Carmelo, Burgos 2005, p. 29.
[13] Cf. Casey Michael., Císter, Orígenes, Ideales, Historia, Colección Espiritualidad Monástica, Burgos 2000, p. 25.
[14] Cf. Casey Michael., Císter, Orígenes, Ideales, Historia, Colección Espiritualidad Monástica, Burgos 2000, p. 33.
[15] Ibid., p. 34.
[16] Ibid., p. 35.
[17] Ibid., p. 36
[18] Cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10. Orígenes cistercienses, p. 62.
[19] J. M. Canivez, Le rite cistercien, in: Ephemerides Liturgicae 63 (1949) 276-331, ici: 284..
[20] Cf. A. M. Altermatt, Curso para formadores, Roma 2008.
[21] L. J. Lekai, Los cistercienses: ideales y realidad, Editorial Herder, Barcelona 1987, p. 31.
[22] Sur la première réforme liturgique à Cîteaux cf. A. M. Altermatt, Die erste Liturgiereform in Cîteaux (ca. 1099-1133).
[23] A. A. Häussling, Liturgiereform. Materialien zu einem neuen Thema der liturgiewssenschaft, in: Archiv für liturfiewssenschaft 31 (1989) 1-32, ici 25.
[24] Cf. H. Zirker, Ekklesiologie, düsseldorf 1984 (=Leitfaden Theologie, vol. 12), 186-210.
[25] San Benito de Aniano (Languedoc 750-821), monje benedictino cuya obra de reforma del monaquismo es esencial para el benedictismo de Europa.
[26] Exordio Parvo, cap. XII.
[27] Edición de esta carta: J. Marilier: Chartes et documents concemant l’abbaye de Cîteaux (1098-1182). Rome 1961 (=Biblioteca cisterciensis, vol 1), 41-46 (n. 17).
[28] Orígenes cistercienses, 137-140; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe, 210-213.
[29] Orígenes cistercienses, 141-143; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe 208-209.
[30] A.. M. Altermatt, Die erste Litrugierefom in Cîteaux, 132-133, 142; C. Waddell, The Origin and Early Evolution of the Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Par M. B. Pennington, Spencer 1970.
[31] Cf. C. Waddell, The Early Cistercian Experience of Liturgy. Rule and Life. An Interdisciplinary Symposium, Spencer 1971.
[32] Cf. Cf. D. Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica Oficia” cisterciens du XIIème siècle. Texte latin selon les manuscrits edites de Trente 1711, Ljubjana 31 et Dijon 114. Versión Francesa, Reiningue 1989 (La documentatation cistercienne, vol. 22).
[33] A. M. Altermatt, Curso para formadores, Roma 2001.
[34] Ibid.
[35] J. M. Canivez, Le rite cistercien, in: El 63 (1949) 276-331, qui: 284: “Le principe générateur de la fondation de Citeaux fut également le principe générateur de la liturgie cistercienne”.
[36] Cf. La Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, París 1998, pp.145, 147.
[37] Cf. Exordium Parvum, cap. 15, 9; ibid. 64; H. Brem/A. M. Altermatt, Ed. Einmütig in der Liebe 88/89. Cf. E. Werner, Pauperes Cristi. Studiun zu sozialreligiösen Bewegungen im Zeitalter des Reform-papsttums. Darmstadt, 3 1970.
[38] Exordium Parvum, cap. XVII, Orígenes cistercienses. Los textos más antiguos, París, Cerf, 1998, pp. 66-67.
[39] H. Hahn, Die frühe Kirchenbaukunst der Zisterzienser, Berlín 1957, pp. 97,127 ss.
[40] Carta queratitis prior, c; III, Orígenes cistercienses, París 1998, p. 89.
[41] Ibid.
[42] Cf. Decisiones capitulares n. X, Orígenes cistercienses n. IX, p. 126.
[43] Cf. C. Waddell, Narrative and Legislative Texts from Early Cîteaux; A. M. Altermatt, Die erste Liturgiereform in Cîteaux, 132.
[44] A. M. Altermatt, Curso para formadores, Roma 2001.
[45] J. Leclercq, L’amour des lettres et le désir de Dieu. Initiation aux auteurs monastique du moyen âge, París 1990.
[46] Ibid., p. 219.
[47] Ibid., pp. 233 ss.; 236 ss.
[48] J. Leclercq, Saint Bernard et l’esprit cistercien, París 1980.
[49] Cf. D. Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica Oficia”, chap. 67. Versión française, Reiningue 1989.
[50] Juan Bona, gran adalid de la Reforma Litúrgica. En 1661 logró obtener un decreto de la Congregación de Ritos que derogaba la reforma de Vaussin y prescribía para toda la Orden el uso del llamado Breviarium Romano-Monasticum, publicado por el papa Paulo V en 1612.
[51] Amadeo Hallier, Un educador monástico, Elredo de Rieval, París, 1959, pp. 116 ss.
[52] Cf. G. Wainwright, Der Gottesdienst als “locus theologicus”; Der Gottesdienst als Quelle und Thema der Liturgie. Kerygma und Dogma, 28 (1982) 248-258; G. Lukken, La liturgie comme lieu théologique irremplaçable. Questions liturgiques 56 (1975) 95-112.
[53] Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, n. 10.
[54] Cf. Curia General De La Orden Cisterciense, La vida cisterciense actual, (Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000), art. 62, Roma 2001.
[55] Curia General De La Orden Cisterciense, La vida cisterciense actual, (Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000), segunda parte, art. 64, p. 107.
[56] Encuentro de Su Santidad Benedicto XVI con los jóvenes y seminaristas en su viaje a USA, 19 de abril de 2008.
[57] Benedicto XVI,Carta Encíclica Spe salvi (30-11-2007)”: AAS 99 (2007), pp.1003-1004.
[58] Jean Marie Burucoa, El camino benedictino, Editorial Verbo Divino, Estella (Navarra) 1981, p. 34.