La oración del corazón
consiste simplemente en encontrar el camino que me permita tener respecto al
Padre una actitud gracias a la cual Él mismo pueda santificar su nombre en mí.
En mi y en todos sus hijos. En su único Hijo compuesto de sí mismo y de todos
sus hermanos. Llamar Padre a Dios significa tener la certeza de que nos quiere.
Una certeza que no forma parte de ideas muy sabias, sino de una convicción muy
íntima de que el Padre me ama, por eso puedo dirigirme a él con plena seguridad
y confianza. No me presento respaldado por mis méritos o razones, sino que
confío en la ternura infinita del Padre de Jesús que por él es también mi Padre.
Ese es el Padre a quien me dirijo yo en la oración. El único que me puede dar
una vida que es copia exacta de la suya; Él solo me exige a cambio que me deje
hacer a su propia imagen y semejanza. Y eso es lo que deseo y manifiesto cuando
le pido “Santificado sea tu nombre”. Padre, que seas tú mismo, dentro de mí.
Que tu nombre de Padre se realice a la perfección en la relación que se
establece entre nosotros. Te pido que seas mi Padre, que me engendres a tu
imagen y semejanza por puro amor para que yo en respuesta pueda llegar a ser,
por pura gratuidad tuya, ternura hacia ti y en ti a los hermanos.
6 de noviembre de 2018
24 de septiembre de 2018
LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE
LA DINÁMICA TRINITARIA DE
LA LITURGIA (C.I.C. 1066 - 1068)
La Iglesia de Cristo es un don del
Espíritu que tiene su origen en el amor de Dios difundido en el corazón de los
hombres que la forman por el mismo espíritu. Por tanto, sólo como don de Dios
puede entenderse que este misterio de la Iglesia hunda sus raíces en la
Trinidad Santa y Santificadora.
Es Dios Trinidad quien edifica la
Iglesia y la forma, y actúa para hacerlo en la visibilidad de la Palabra y de
las acciones litúrgicas.
La iluminación sobre la liturgia como
obra Trinitaria, se la debemos al Catecismo de la Iglesia Católica (1066-1067). Faltaba hasta ahora una explicación tan autorizada y orgánica en la que
se desarrollara el dinamismo Trinitario de la liturgia, a partir del Misterio
Pascual de Cristo: memorial del Señor, invocación del Espíritu Santo, alabanza
y acción de gracias al Padre.
La liturgia, en la Historia de la
Salvación, es también y siempre un don divino a la Iglesia y obra de toda la
Trinidad en la existencia de los hombres. La liturgia cristiana forma parte de
la auto manifestación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por
Jesucristo en el Espíritu Santo.
La dimensión trinitaria de la liturgia
constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la primera
ley de toda celebración.
En la liturgia, Dios es siempre “el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que
nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales”[1] de
manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre, y el Padre es
también término de toda alabanza y de toda acción de gracias.
En la liturgia, el Padre es bendecido y
adorado como la fuente de todas las bendiciones de la creación y salvación. Los
cielos y la tierra y todas las criaturas, están orientadas a reconocer su
absoluta soberanía y su infinito amor al hombre y a toda la creación.
Finalmente, todo será recapitulado en Cristo y presentado como una oblación al
Padre[2].
La manifestación divina trinitaria en
la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor
nuestro Jesucristo. El símbolo de la fe, la plegaria eucarística y otras
grandes fórmulas desarrollan ampliamente la “cristología” es decir, la
presencia entre los hombres de Cristo, revelador del Padre y donante del
Espíritu que nos hace hijos de Dios. La plegaria litúrgica expresa la
centralidad del misterio de Cristo y hace memoria de toda su obra redentora.
El Padre realiza el “misterio de su
voluntad” dando a su Hijo amado y al Espíritu Santo para la salvación del Mundo
y gloria de su nombre.[3]
La participación del hombre en la vida trinitaria
se realiza en la liturgia y de manera especial en la Eucaristía, misterio de
comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. Por el
bautismo el hombre es injertado en el Misterio Pascual de Cristo, recibe el
espíritu de adopción de hijo por el que puede clamar “Abba” Padre y se
convierte así en el verdadero adorador que busca al Padre.[4]
También este texto del Concilio
Vaticano II, explica el carácter trinitario de nuestra inserción en el misterio
del Hijo a partir del cual queda determinado el ritmo de la celebración
litúrgica, que es celebración de la Iglesia de la Trinidad que celebra el
misterio de la fe como misterio trinitario. Así es como el “ser trinitario de
la Iglesia” se traduce en el momento de la operación más significativa, que es
la liturgia en una gran profesión de fe en el misterio de Cristo que nos revela
el amor del Padre, nos comunica el Espíritu Santo y en este mismo Espíritu nos
conduce como mediador universal hacia aquel que le ha sentado a su derecha.
Esta es la dimensión descendente de la
liturgia. La redención parte del amor frontal del Padre -único bueno y la
fuente de todo bien- que se manifiesta en plenitud en Cristo Jesús, en su
Pascua, y se comunica como primer “don” del Resucitado en la efusión del
Espíritu Santo, para que vivamos para Dios y tengamos el perdón de los pecados
y la paz.
Por el misterio Pascual de Jesucristo
(muerte-descenso-resurrección-ascensión-pentecostés) se consumó la
glorificación de Dios y la santificación de los hombres. El que salió del Padre
y vino al mundo, dejó el mundo y volvió al Padre.[5]
Jesucristo Salvador, ya no está en el
mundo, es la virtualidad santificante de la Iglesia la que mantiene vivo el
misterio Pascual, partiendo de la presencia celestial de Jesucristo Sacerdote
Eterno. La glorificación de Dios y la santificación, es la obra sacerdotal de
Jesucristo que se actúa permanentemente entre los hombres mediante la liturgia
de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, afirma que la liturgia es como un
ejercicio del sacerdocio de Cristo. Él está siempre presente, vivo y operante
en su Iglesia. Y es por esta actuación de Jesucristo por la que mediante el
Espíritu continúa a través de los siglos su acción salvadora en el interior de
la comunidad cristiana.
El Espíritu Santo es el “don” de la
Pascua, el “don de Dios” prometido para los tiempos mesiánicos[6],
que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que
ésta realice, a su vez, su misión[7].
Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora, canta y celebra al Padre[8],
confiesa a Jesús como Señor y lo invoca en la espera de su retorno[9].
En este sentido la liturgia es donación
continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e
iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término.
Por eso toda la acción litúrgica tiene lugar “en la unidad del Espíritu Santo”,
como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario
y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu.
La articulación entre la acción de
Cristo y la del Espíritu es lo que nos permite celebrar la liturgia de la
Iglesia, ya que la misión del Espíritu Santo es la de conducir a su perfección
la obra de Cristo, por eso se invoca al Padre para que envíe su Espíritu sobre
los dones y los santifique, actualizando así su misión de conducir la obra de
Cristo a su plenitud.
El Espíritu no interviene en la
liturgia con un protagonismo propio. No es esta su misión. El misterio de
Cristo no tiene como sucesor un misterio del Espíritu Santo. El Espíritu ha
sido dado para “glorificar al Hijo”, para recordar lo que Jesucristo ha dicho,
para conducir hacia toda la verdad que es el Hijo[10].
El Espíritu no es pues, el mediador, sino el Don del mediador y la fuerza para
incorporarse a Él.
Sin embargo, la unidad de la Iglesia
orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo y en cada
uno de los bautizados. No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción
del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al
Padre por medio del Hijo[11].
Por este motivo toda oración litúrgica es oración de la Iglesia congregada por
el Espíritu Santo que habita en cada creyente y lo prepara para recibir y
acoger la Palabra de Dios en su corazón. Por su acción que acompaña siempre a
la Palabra, les va recordando y guiando hacia la verdad plena[12].
En conclusión, la dinámica trinitaria
de la realidad básica de la liturgia refleja esta situación: el Hijo en el
centro, nos incorpora al conocimiento, a la filiación divina, y nos hace
partícipes de su Espíritu, de manera que, por Él, con Él y en Él, bendigamos al
Padre, Señor del cielo y de la tierra.
LA LITURGIA COMO
RESPUESTA DEL HOMBRE AL DON DE DIOS
La liturgia de la Iglesia es el lugar
privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre. En la dimensión
ascendente de la liturgia es el creyente quien se dirige al Padre invocando el
don de la acción de su Espíritu para que lo conforme a la imagen de Cristo.
Esta comunión con Cristo lo conducirá a la comprensión y transformación de los
santos en la plenitud de la divinidad que habita en Cristo corporalmente[13].
Durante el paso histórico-salvífico de
Jesús por la tierra, fue diálogo con el Padre en la unidad del Espíritu Santo.
Y lo sigue siendo ahora como Señor de la gloria entronizado a la derecha del
Padre.
La Iglesia, indisolublemente unida a Él
como el cuerpo a su cabeza y como la esposa a su esposo, es también ella
diálogo con Dios. Es el diálogo que es Dios-Trinidad y al que ha asociado a la
humanidad redimida.
Este diálogo adquiere el máximo
realismo en las acciones litúrgicas en las que cada creyente que participa en
ellas presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y
cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el
tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo dejó como preciado botín
de su victoria. De este modo el creyente es como una especie de sacramento de
salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición continúa
la obra de Cristo: Glorificar al Padre y salvar al hombre.
Por estas razones la liturgia es la
fuente primera de salvación y el lugar privilegiado para el encuentro con Dios
en Cristo. Y los momentos culminantes en los que la Iglesia “recuerda” el
pasado de la historia de salvación y al recordarlo lo “actualiza”, realiza esa
historia en su “hoy”, espera anhelante y pregunta el futuro de esa historia.
La Iglesia en sus celebraciones hace,
fundamentalmente, tres cosas: memorial del Señor (anamnesis), alabanza a Dios
(doxología), invocación del Espíritu (epíclesis). Con estas tres cosas queda
definida la “acción de la Iglesia” que corresponde a la dinámica trinitaria de
la “obra de redención” actualizado en la liturgia.
El sentido de memorial invade toda la
liturgia de la Iglesia, empezando por los sacramentos, y con la Eucaristía en
su centro. Memorial es más que un recuerdo que intenta ir más allá del tiempo
pasado y establecer un contacto espiritual con una realidad que ya no existe.
Memorial litúrgico, es un gesto y una proclamación que nos une
indefectiblemente con el Señor que ha pasado de muerte a vida, y así Él se hace
presente y operante en su misterio. El memorial, es esencialmente, un gran acto
de fe, de confianza y de obediencia de la Iglesia en la palabra, la promesa y
el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”.
Desde la situación cristiana, en la
cual el acontecimiento celebrado es el realizado una vez para siempre -el
misterio pascual de Cristo- el memorial sacramental adquiere un realismo de
presencia absolutamente total. Celebrar un sacramento, especialmente la
Eucaristía, es ponernos realmente en comunión con Cristo que ha pasado de este
mundo al Padre y permanece como Cordero degollado, pero de pie, vivo por los
siglos intercediendo por nosotros junto al Padre.
En este realismo de comunión, bajo los
velos sacramentales, la Iglesia experimenta su situación de “asociada” a la
obra de la redención. Y por eso, a la vez que expresa toda su conciencia de
plenitud en la alabanza y acción de gracias al Padre, por el don inenarrable que
nos concede en su divino Hijo, invoca a la vez la acción del Espíritu Santo.
La participación, activa, consciente y
fructuosa, es la finalidad de todo cristiano cuando se encuentra dentro de una
celebración. Para eso necesita inserirse vitalmente en el ritmo mismo de la
celebración. Se trata para él de situarse enteramente bajo la palabra de Dios,
escuchada en la asamblea de la que es miembro de pleno derecho, y que
experimenta al escuchar esta palabra, cómo Dios la convoca de nuevo por el
misterio apostólico. Una palabra que le anuncia las maravillas de Dios, el
misterio de Cristo para que su espíritu se abra a la fe, a la alabanza, a la
compunción de corazón, al consuelo de las Escrituras. Una palabra que le
anuncia el Sí de Dios, y que por esto le introduce a proclamar el amén, a
acoger realmente esta “Buena Gracia”, y lo dispone y provoca con toda la
Iglesia a la acción de Gracias.
La celebración litúrgica es el gran
símbolo de comunión con la vida trinitaria. Participar en ella consciente y
activamente es entrar en el juego de lo definitivo y escatológico. Por eso en
la liturgia el hombre no se vuelve sobre sí mismo, es a Dios a quien dirige
todas sus miradas y hacia el que vuelan todas sus aspiraciones y sus ojos se
quedan absortos en la contemplación de los esplendores de Dios. Para él, todo
el sentido de la liturgia está en saberse situar ante Dios, ante el Señor y
Salvador, para desahogarse libremente en su presencia y vivir dentro de ese
dichoso mundo de verdades, de realidades, de misterios y símbolos divinos,
convencido de que vivir la vida de Dios es vivir real y profundamente la suya
propia. El último y definitivo resultado será la Eternidad bienaventurada.
El drama celestial del amor divino se
representa en la asamblea litúrgica para que ella entre en el mismo. El cáliz
del misterio trinitario está siempre y por los siglos a disposición de la
Iglesia, para la comunión.
Hna.
María José P.
16 de julio de 2018
LA PRIMERA REFORMA LITÚRGICA EN LOS ORÍGENES DE CÍSTER
El término liturgia designa una noción bastante rica
y compleja. “Proveniente del griego clásico leitourgia,
originalmente el término indicaba la obra, la acción y la iniciativa tomada
libre y personalmente por una persona privada (individuo o familia) a favor del
pueblo, del barrio, de la ciudad o del estado. Con el paso del tiempo esto se
perdió y se llamó liturgia a
cualquier trabajo de servicio más o menos obligatorio hecho al estado o a la
divinidad (servicio religioso) o a un
privado”[1].
En la traducción griega
del AT (los LXX), liturgia indica, el
servicio religioso hecho por los
levitas a Yavé, primero en la tienda y luego en el Templo de Jerusalén. En el
NT, liturgia no aparece nunca como
sinónimo de culto, excepto en Hch 13,2[2]. Pero pronto reaparece en
los escritos extrabíblicos de origen judeo-cristiano, como por ejemplo en Didajé 15,1, donde claramente se refiere
a un servicio ministerial. El término liturgia,
despojado ya de su específico sentido cultual levítico, toma carta de
ciudadanía en la Iglesia
primitiva, y designa, culto nuevo en el contenido, porque se produce en la
realidad nueva del sacerdocio de Cristo, pero que permanecerá vinculado a su origen
hebreo, y por el que la
Iglesia apostólica se vio influida[3].
Mientras que en la Iglesia oriental de lengua
griega liturgia sirve para indicar el
culto cristiano en general, en la
Iglesia latina la palabra es prácticamente desconocida. En el
mundo occidental, liturgia no hará su
aparición en el uso litúrgico; al principio (a partir del s. XVI) aparece sólo
en el plano científico, donde entra para indicar o los libros rituales antiguos
o, en general, todo lo que se refiere al culto de la Iglesia[4].
La liturgia -lo indica su mismo nombre- no
es una actividad privada, sino celebración de toda la Iglesia , que es
“sacramento de unidad”[5],
en cuyo multiforme organismo “todos” nos hallamos integrados, cada uno en su
puesto: jerarquía, clero, pueblo. “Por eso pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia , lo manifiestan y
lo implican; pero cada uno de los miembros de este Cuerpo recibe un influjo
diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual”[6]..
Para guía
de sus monjes escribió una Regla, notable por su discreción, que fue aceptada
por casi todos los monasterios europeos. Siguiendo el famoso lema, ora e labora, sus discípulos fueron los
custodios y transmisores de lo divino, pero también de las ciencias y las artes
durante la Edad Media. Como
reconocimiento a esta insigne labor, San Benito fue proclamado Patrón de Europa[7]. Y Juan Pablo II lo reafirmará en otra carta[8].
La liturgia comienza a tener con San Benito, un lugar importante en
la espiritualidad del monje, y los que militan
bajo su Regla tienen como tarea primordial vivir y celebrar con fervor y con la
mayor solemnidad posible el Opus Dei.
Él sigue, en general, la tradición monástica egipcia; en este punto se deja
influir por los monasterios urbanos de occidente y las prácticas litúrgicas de
las basílicas romanas. De los principios de la tradición monástica anterior,
reúne y ordena elementos litúrgicos que en su tiempo aparecen en uso en
distintas iglesias, aunque en su conjunto, como en
innumerables detalles el Oficio Divino de la Regla benedictina, tiene una gran originalidad.
Junto con el trabajo y la Lectio Divina[9],
la celebración común del Oficio Divino
es una de las actividades principales del monje y, desde el punto de vista cualitativo,
a lo largo de la historia ha influido grandemente su espiritualidad.
La liturgia, en general, a lo largo
de la historia ha sido el pilar de la vida monástica. Y no tiene nada de
extraño que la alabanza divina fuese ya la ocupación primordial de los primeros
moradores del desierto y que su espiritualidad estuviera profundamente marcada
por el Opus Dei. “Obra de Dios” es la
expresión más lograda del amor de Cristo. De ahí que en la Regla de los monjes la
expresión: “No anteponer nada al amor de Cristo”[10],
sea en realidad sinónima de la frase: “Nada se anteponga a la Obra de Dios”[11].
Pero dicha reforma, “no fue un hecho
aislado, ya que en buena parte su energía procedía de las fuerzas que
movían la sociedad, la Iglesia
y el mundo monástico. Y para valorar la originalidad propia de Roberto,
Alberico y Esteban, es necesario comprender en qué medida fueron deudores del
tiempo en que vivieron”[13].
Roberto, Alberico y Esteban
quisieron renovar el camino de vida trazado por San Benito, pero este proyecto
llevaba consigo rechazar sólo algunas añadiduras posteriores. Deseaban
purificar y orientar de nuevo la tradición, más que ser una forma totalmente
nueva de monacato. Y a pesar de la retórica de las controversias, especialmente
en los años 1120 y siguientes, los monjes negros y blancos tenían todavía mucho
en común: la Biblia , la liturgia y muchas costumbres monásticas, y mucho intercambio entre ellos. El contexto
cisterciense incluye la larga historia de auto-corrección de la línea
fundamental de la tradición benedictina y sus numerosas iniciativas de
adaptación, renovación y reforma[15].
La infraestructura monástica en que
se fundó la Reforma
cisterciense era común a todas las nuevas órdenes monásticas, porque se basaba
en el consenso sobre la naturaleza de la vida monástica, tal como se desarrolló
a través de los siglos.
Influyeron en esta reforma tres
corrientes importantes:
-La base doctrinal, la ordenación de
la jornada del monje y las estructuras de gobierno del monasterio estaban en
continuidad directa con la Regla
de San Benito.
-De la reforma de “Benito de Aniano”
los Cistercienses aprendieron que la autonomía local debe completarse con
algunas medidas de reglamentación externa y de supervisión, y lo bueno de una
observancia uniforme.
-El mundo monástico dominado por la
observancia cluniacense fue el punto de partida desde donde los Fundadores
emprendieron su obra. No se abandonó todo lo cluniacense. Se recortó el inmenso
libro de Usos de Cluny, y el Nuevo Monasterio aceptó el principio de tener
normas detalladas, que completaran los principios generales de la Regla de San Benito. Hubo
intercambios en la Liturgia[16].
“Los Cistercienses se distinguieron
por desarrollar una notable y detallada teología y espiritualidad de la vida
monástica. Sus exposiciones eran nuevas y vivas, pero no pretendían ser
originales. Sólo buscaban dar nueva expresión a lo que pensaban que era la
tradición más antigua. Y las primeras generaciones de cistercienses eran muy
conscientes de los aspectos de observancia que les apartaba de los Monjes
Negros”[17].
Con razón el P.
Joseph M. Canivez ha escrito: El
principio generador de la fundación de Císter fue también el principio de la
liturgia cisterciense[19]. Veía en esto, el ideal de los primeros cistercienses: vivir la Regla de San Benito en su
sentido original e integridad era su ideal. Por eso nuestros padres asumieron
íntegramente la liturgia monástica benedictina, tal como la organizan los
capítulos 8-20 (y 45, 47, 50, 52) de la Regla , pero ellos lo han hecho en su espíritu, y es el espíritu de una reforma[20].
El
monaquismo cisterciense comienza con una reforma litúrgica, y esta reforma
fue, ante todo, un movimiento de renovación espiritual. La primera etapa de su
desarrollo ideológico transcurrió en Molesme. Los futuros fundadores de Císter
tuvieron amplia oportunidad de esclarecer sus ideas y expresarlas en una forma
simple y concreta: volver a la
Regla de San Benito. La aplicación práctica de esos
principios tuvo lugar en Císter bajo la administración de Alberico[21].
Gracias a
los preciosos manuscritos descubiertos en el siglo XX, en los años 1930-1950, y
a los estudios y búsquedas que han sido y son objeto por parte de
especialistas: P. Konrad Koch O. Cist. (+1955); Himmerod, Abad Bernhard Kaul O. Cist.
de Auterive, P. Brun Griesser O. Cist. (+1965) de
Wettingen-Mehrerau, P. Beda Lackner O. cist. de Zirc-Dallas y principalmente el
P. Crisógono Waddell OCSO de Gethsemaní (USA)[22].
Los más antiguos documentos conocidos sobre Císter son parte de una “reforma
litúrgica” muy radical, introducida ya bajo el abadiato de Alberico, en plena
fase de fundación, y terminada bajo el de Esteban.
Esta reforma, fue puesta en práctica muy sistemáticamente según unos
principios claros, hasta tal punto que un especialista de la liturgia, el P. A.
A. Häussling OSB, de Maria Laach, ha tentado de considerarla como la primera
reforma litúrgica “moderna”, en la historia de la liturgia occidental[23].
El programa de reforma de los padres fundadores de Císter encontró su
plena realización concreta en la reforma litúrgica. Este solo hecho muestra
hasta que punto ellos estimaban la liturgia. Los historiadores han puesto como
un fenómeno interesante, el hecho de que, las épocas de reformas en la historia
de la Iglesia
caminan a la par con las reformas litúrgicas y son estimuladas también por ellas[24].
La primera selección que los Fundadores hicieron
fue la supresión radical de numerosas incrustaciones de oraciones y de oficios
que, en el transcurso de los siglos, sobre todo, después de Benito de Aniano[25],
el reformador y “fundador” del monaquismo benedictino, habían ampliado el
Oficio Divino previsto por la
Regla de San Benito. Concretamente, cada día, estos añadidos
representaban un centenar de salmos, que se añaden a los 37 (39) salmos
previstos por la Regla. Los
primeros cistercienses, partiendo del principio de la pureza de la Regla , tenían que ocasionar
un conflicto. La tradición estaba tan anclada, que sobre ciertos puntos ellos
hicieron concesiones al hecho inconmovible. Por ejemplo, conservaron el oficio diario de difuntos o también el capítulo diario y, principalmente, la misa conventual diaria que no tiene su fundamento en la Regla de San Benito. Un poco
más adelante, introdujeron el Oficio Parvo de la Virgen. Tenemos
una alusión a esta ruptura de la tradición en el capítulo Exordio Parvo cuando dice: “Ellos
han roto los usos (Consuetudines)
de ciertos monasterios, juzgándose
demasiado débiles para llevar un peso tan grande”[26].
Uno de los
primeros documentos referentes a la liturgia de Císter es una larga carta
dirigida por el Abad benedictino Lambert de Pothières al Abad Alberico
de Císter[27]. La
fuerza de este texto que Alberico había dirigido a este sabio gramático para
pedirle cómo acentuar y comprender correctamente ciertas palabras del salterio
latino, se reconoce ya allí la fuente de la autenticidad de los textos y de un
justo desarrollo de las celebraciones litúrgicas que caracteriza los primeros
cistercienses.
Una primera e importante etapa de la reforma litúrgica fue la audaz
revisión de la Biblia latina, emprendida muy verosímilmente
bajo el abadiato de Alberico, continuada y acabada por Esteban. Para este
trabajo fueron consultados algunos rabinos. Fue un trabajo pesado que duró poco
más de diez años, desde 1099
a 1109. Vista la importancia primordial de la Biblia , de la Palabra de Dios, para la
celebración de la liturgia y para la vida monástica, se comprende que la obra
de reforma de los Cistercienses invirtiera tanto para obtener un texto tan
fiable y auténtico de la Biblia
como fuera posible. El fin de esta revisión de la Biblia , que terminará en lo
que ha sido llamada la “Biblia de San Esteban Harding”, y su método, casi
moderno y científico, son expuestos por Esteban en su Prólogo a Monitum[28].
Los cistercienses adoptaron el himnario ambrosiano de Milán hacia
1108-1113. Se esforzaron en esto por seguir fielmente la Regla de San Benito, que en
muchas ocasiones utiliza el término “ambrosiano” en lugar de la palabra “himno”.Y,
como el autor de estos himnos es San Ambrosio, obispo de Milán, es allí que
nuestros fundadores fueron a buscar los himnos para Císter. Lo sabemos de
manera cierta por el Prólogo o Monitum
del Himnario cisterciense escrito por San Esteban[29].
En la misma época entre 1108 y 1113
los primeros cistercienses copiaron en Metz sus libros litúrgicos de canto (gradual y antifonario), e
introdujeron en Císter la tradición musical de Metz. Esta ciudad tenía entonces
la reputación de conservar una de las tradiciones más antiguas de canto gregoriano,
siendo esto lo que incitó a nuestros Padres a acercarse allí[30].
Según el P. Crisógono Waddell, OCSO,
que ha estudiado estas cuestiones de una manera profunda, que los monjes que
fueron enviados a Roma en torno al 1100, a fin de obtener del Papa Pascual II (+1118)
el “Privilegio romano”, trajeron de allí a Císter, el Sacramentario gregoriano (Misal)[31].
Así en el
curso de los años que van de 1099
a 1133, final del abadiato de Esteban, se constituyó lo
que podría llamar “liturgia cisterciense”. Con el correr de los años, la
práctica monástica y litúrgica del primitivo Císter ha sido fijada por escrito
y regulada hasta los mínimos detalles, lo que ha dado las Consuetudines, llamadas en nuestra tradición los Ecclesiastica Officia. Después de 1989,
tenemos de ellas una magnífica edición latinofrancesa, dotada de notas
substanciales y de índices[32].
Al lado de los Ecclesiastica Officia,
uno de los testimonios más completos de la primera reforma litúrgica de Císter
es el libro denominado Breviario de San
Esteban Harding (hacia 1132),
descubierto en 1939 en Berlín por el P. Konrad Koch Ocist. (+1995). Estas son las obras que nos dan una buena información sobre
la vida litúrgica de los fundadores de Císter[33].
Esta reforma litúrgica, se valora
más, si nos fijamos que fue efectuada durante la fase de fundación, en los
primeros años de Císter, cuando la comunidad era prácticamente poco numerosa.
Uno queda maravillado y se valora aún más el gasto considerable de fuerzas y de
tiempo que esto exigió, si pensamos por ejemplo en los largos viajes (a Milán, Roma, Metz). Toda
esta reforma de la liturgia, en los inicios de Císter, demuestra hasta qué
punto la liturgia era importante para nuestros Padres.
Los cuatro principios que se
distinguen claramente en esta reforma litúrgica son los cuatro principios que
inspiran toda la reforma cisterciense”[34].
El primer principio, muy determinante, es el de la “integritas regulae”, El historiador de la Orden Joseph-Marie Canivez
(+1952) escribió: El principio de vida de
la fundación de Císter era también el principio de vida de la Liturgia cisterciense[35].
Con esto, él entendía la vuelta a la “pura” Regla de Benito y su íntegra
observancia. Después de informaciones y testimonios completos cistercienses del
siglo XII era precisamente este el verdadero móvil para la fundación del Nuevo Monasterio de Císter. Una de las
más antiguas demostraciones de esto, es el prólogo de Esteban Harding al
Himnario, que los cistercienses, sobre todo por motivos de la Regla , fueron a coger a
Milán.
El segundo principio, es el
de la autenticidad, la preocupación
por la verdad de los textos, de su fiabilidad, pero también, más genéricamente,
la preocupación por la autenticidad de la vida monástica en todo lo que la constituye. Debe
desarrollarse todo según las reglas (del arte). San Bernardo, en el prólogo al
Antifonario, rinde testimonio a los Padres fundadores de Císter: “Ellos han velado con un religioso celo a no
cantar para la alabanza divina más que los fragmentos reconocidos más auténticos”[36].
El tercer principio, que
hemos considerado hasta nuestros días como la tendencia, quizá, la más típica
del monaquismo cisterciense, es el de la simplicidad. Los cistercienses, principalmente
sobre este punto, eran “hijos de su tiempo”, estaban sensibilizados por la
llamada a la simplicidad y a la pobreza entrada en la Iglesia en los siglos XI y
XII por los influyentes movimientos de pobreza evangélica -vida evangélica y
apostólica- que querían seguir pobres a
Cristo pobre[37]. La
simplicidad es válida hasta hoy como una característica esencial de la reforma
cisterciense.
No se traducía solamente el principio de
simplicidad por un “estilo de celebración” litúrgica simple, sino también por
el despojamiento del arte sagrado y de la arquitectura de las iglesias
concerniente a la simplicidad de los cálices
y a los ornamentos litúrgicos. En el
capítulo XVII del Exordium Parvum
(reúne una suma de decisiones de los capítulos generales) son introducidas por
esta frase: “Velaron después para que en la casa de Dios, donde ellos deseaban
servir a Dios con devoción día y noche, no hubiera nada que oliera a
ostentación (soberbia) o superflua vanidad (superfluitas),
nada que algún día pusiera en peligro la pobreza (paupertas), guardiana de las virtudes, que ellos habían escogido de
manera espontánea”[38].
Para los primeros cistercienses, no se trataba de cosas exteriores sino de interioridad. Si se la compara con la
liturgia monástica benedictina contemporánea del siglo XII, la voluntad hacia
la reducción[39], constatada en la arquitectura de los monasterios
cistercienses, se verifica igualmente en todo el campo de la liturgia.
El cuarto principio es el de
la unidad. Amor, unidad y paz: estas
fueron las columnas sobre las que se edificó Císter, como lo testimonia la Carta de caridad. Una de sus máximas más
típicas dice: “…nuestra voluntad es que
tengan voluntad de vivir una sola
caridad, bajo una sola Regla y según una manera semejante”[40].
La Carta de
caridad concretiza después esto para lo que hace relación a la liturgia: “… que ellos tengan el modo de vida,
el canon y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas, como
para las misas, conforme al modo de vida y a los libros del Nuevo Monasterio[41].
Los libros, que deben ser en todas
partes los mismos, son numerados en un estatuto del Capítulo General. Y son: el
misal, el texto de los evangelios, el epistolario, el colectáneo, el gradual,
el antifonario, el himno, el salterio, el leccionario, la regla y el
martirologio[42]. Esto indica la alta estima de los primeros
cistercienses por la liturgia. En toda la Edad Media es difícil
hallar una orden religiosa que hubiera concedido tanto valor a la unidad, a la
concordia y también a la uniformidad, que no lo hayan tenido los cistercienses.
Esta es una constatación continua para los siglos posteriores hasta una época reciente. Hacia 1180-1186 -según
la última constatación del P. Crisógono Waddel-, los cistercienses han creado
un manuscrito-tipo, código litúrgico que obligaba a toda la Orden , conocido como el
Manuscrito 114 de la
Biblioteca municipal de Dijón[43],
y siguiendo con este “ejemplar”, que todos los libros litúrgicos de la Orden debían ser copiados o corregidos.
Es verdad que el ideal de la
uniformidad no ha podido ser realizado en su radicalidad, por razón de la
expansión de la Orden ,
por el crecimiento de sus casas y también por la expansión geográfica y
cultural.
Al ser la celebración litúrgica el
centro de las tres actividades principales de la jornada
cisterciense-benedictina, ejerce una gran influencia sobre la espiritualidad y
la cultura de los monjes y las monjas[44].
La liturgia es el clima en el que ellos viven. En sus numerosos
trabajos sobre la espiritualidad monástica, Jean Leclercq, OSB, no ha cesado de
decir cómo la liturgia impregna el universo espiritual de los monjes. Lo subraya
particularmente en su libro, “El amor a las letras y el
deseo de Dios”[45], hecho ya un clásico. La liturgia era el lugar privilegiado
-lo es siempre- donde los monjes y monjas reencontraron (reencuentran) la Sagrada Escritura y los escritos de los Padres de la Iglesia , lo que hace
de ella una fuente muy importante de formación monástica. En el citado libro
(Cf. nota 44), capítulo 10, titulado El
poema de la liturgia, escribe: En
parte es por ella -la liturgia- y en ella, que los monjes entran en contacto
con la Escritura
y los Padres, penetrándose de los grandes religiosos tradicionales, pero esto
fue en ella igualmente que su cultura encontró uno de sus terrenos de expresión
privilegiado; por ella, a propósito de ella, comprendieron sus textos más
numerosos[46]. Él, ha
demostrado cómo todo, en la vida monástica, se refiere a la liturgia: arte,
arquitectura, poesía aritmética, astronomía y economía. Y también ha iluminado
el parentesco entre “culto” y “cultura” diciendo: “La liturgia ha marcado con su impronta toda la cultura monástica[47]”.
En el libro de Jean Leclercq, San Bernardo y el espíritu cisterciense,
se encuentra la fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y la
espiritualidad cisterciense de los primeros siglos. “Los sermones de San
Bernardo son un subsuelo bíblico, y tienen un trasfondo litúrgico”[48].
Es una fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y
espiritualidad cisterciense de los primeros siglos y de los siglos siguientes.
No se sabría caracterizar mejor los textos de nuestros autores y autoras,
textos que aparecían como verdaderos mosaicos de citas y de evocaciones de la Biblia ,
de la liturgia y de los Padres. Ésta era la fuente donde ellos bebían y se
inspiraban para escribir.
Según la Tradición de la Orden , los días de fiesta,
el Abad estaba obligado a pronunciar un “sermón” en el capítulo sobre el
misterio de lo festejado[49].
Por eso poseemos una serie de sermones litúrgicos, que han sido revisados y, en
general, corregidos. Tenemos: los 128 “Sermones per annum de San Bernardo”; los 53 Guerrico de Igny; los de Elredo;
los de Isaac de la Estrella ;
los de Hermann de Reun; los de Hellinando de Froidmont; y muchos más que
podríamos enumerar.
Siempre ha habido cistercienses para
escribir sobre la liturgia. Hay que
nombrar entre ellos, al cardenal Juan Bona, uno de los pioneros de la
ciencia litúrgica[50].
La liturgia y los textos litúrgicos están constantemente presentes en los
escritos de las monjas y místicos. Por ejemplo, en las santas de Helfta: Matilde
de Hackeborn y Gertrudis la
Grande.
Una buena clave para comprender la
concepción cisterciense de la liturgia y su significado para la vida en el
monasterio nos la da el P. Amadeo Hallier, en su
libro sobre San Elredo. Él ha escrito: “Si
se quiere saber con claridad la importancia de la vida litúrgica para la
educación espiritual del monje, basta analizar ciertos sermones de las grandes
fases de la Historia
de la Salvación ,
y se hace de ellos la aplicación práctica, pertinente, al itinerario del alma
individual. Y se le comprendería mejor entonces cuanto en el monasterio, las celebraciones de la Sagrada Escritura , las predicaciones en el capítulo, las celebraciones litúrgicas
están en conexión íntima, incorporadas a la unidad viviente…”[51].
A partir de esto, se puede decir que
la liturgia era para el monje cisterciense del Medievo, un lugar teológico, es
decir, una fuente fundamental de su teología y de su espiritualidad[52].
4. Conclusión
“En la reforma del Oficio Divino,
que ha de continuar hasta completarse, es necesario tener presente la unidad y
la armonía que ha de existir entre liturgia y las demás actividades de la vida
religiosa, como lo hicieron los fundadores de Císter. De hecho, si bien la
liturgia es la cima hacia la cual tiende
la acción de la Iglesia ,
y a la vez, la fuente de donde dimana toda su fuerza[53],
sin embargo no agota toda la acción de la Iglesia y del programa monástico. Por esta razón
la vida de la comunidad está ordenada de tal modo que permita una celebración
provechosa de la liturgia, y a la vez, la estructura y las formas litúrgicas
sean tales que puedan alimentar y animar la vida cotidiana. Que el peso de la
jornada no ahogue la liturgia, ni las formas litúrgicas sean tales que, al
margen de la mentalidad moderna, hagan estéril su celebración”[54].
La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando hacer oportunas
adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a todos los que desean participar en
ella. Se trata de una apertura acogedora, que permita a los de fuera integrarse
en la actual comunidad orante. Y como dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar
que la actividad litúrgica de
nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la Iglesia local; que
nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación activa,
y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[55].
Esta apertura y su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.
La liturgia en los monasterios de
hoy debe ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros
litúrgicos, renovados tras la reforma litúrgica de Císter. Sin nostalgias ni
vueltas a un pasado romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del
movimiento litúrgico y, en línea con ello, debemos continuar siendo lugares
donde se celebra y se vive la liturgia de hoy con el espíritu de siempre.
Todos los monasterios tienen sus
puertas abiertas a su tesoro más precioso: su oración litúrgica; de modo que la
oración de la comunidad que allí vive es compartida con huéspedes y visitantes,
que son introducidos de ese modo en la gran oración de la Iglesia.
La liturgia no es la única manera de
orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón. Y
quizá lo más bello de ella es su reiteración. Cantar es una manera de orar y de
expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón, y de todos los miembros de
la Iglesia , que
son puestos por Él. Y esto es también válido para todo cristiano.
Benedicto XVI en su viaje apostólico
a Estados Unidos de América, y coincidiendo con la fecha del tercer aniversario
de su pontificado, el 19 de abril, mantenía un caluroso encuentro con los
jóvenes y seminaristas de la ciudad de Nueva York y les recomendaba la vivencia intensa de la liturgia. Frente al
tópico generalizado de que la liturgia es un lenguaje ininteligible para los
jóvenes, les invita a adentrarse en ese misterio de unión entre el cielo y la tierra. Es importantísimo
educar a los jóvenes en el lenguaje litúrgico, de modo que puedan llegar a
percibir que “cada vez que los sacramentos son celebrados, Jesús interviene en
nuestra historia”[56].
De este modo, vemos que la liturgia de la Iglesia es un misterio de esperanza
para la humanidad: “… ésta es la verdadera esperanza humana
que ofrecemos a cada uno”[57].
“La obra de Dios es la obra de la Iglesia , y el monje ora en
la Iglesia ,
insertando en ella su oración comunitaria. La vida del monje quiere ser
totalmente un culto dado a Dios, un homenaje de gloria”[58].
Hna. Florinda Panizo
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[1] J. M., Canals Nuevo Diccionario de liturgia, Ediciones
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[2] El culto de este término equipara las oraciones comunes de los
cristianos al culto sacrificial de la antigua Ley, Cf. Ro 1, 9.
[3] Cf. nota 1.
[4] Ibid.
[5] Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium n. 26.
[6] Ibid.
[7] Pablo VI proclamó a
San Benito Patrón de Europa con la “Carta
Apostólica Pacis nuntius
(24-10-1964)”: AAS 56 (1964), pp. 965-967.
[8] Juan Pablo II lo
reafirmará en su “Carta Apostólica Egregiae virtutis (31-12 1980)”: AAS 73
(1981), pp. 258-262.
[9] La frase latina Lectio Divina, significa “lectura
divina” y describe el modo de leer la Sagrada Escritura :
alejarse gradualmente de los propios esquemas y abrirse a lo que Dios nos
quiere decir.
[10] RB, 4, 21.
[11] Ibid., 43, 3.
[12] Cf. André Louf, El camino cisterciense, Editorial Monte
Carmelo, Burgos 2005, p. 29.
[13] Cf.
Casey Michael., Císter, Orígenes, Ideales, Historia,
Colección Espiritualidad Monástica, Burgos 2000, p. 25.
[14] Cf. Casey Michael., Císter, Orígenes, Ideales, Historia,
Colección Espiritualidad Monástica, Burgos 2000, p. 33.
[18] Cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10. Orígenes cistercienses, p. 62.
[19] J. M. Canivez, Le rite cistercien, in: Ephemerides Liturgicae 63 (1949)
276-331, ici: 284..
[20] Cf. A. M. Altermatt,
Curso para formadores, Roma 2008.
[21] L. J. Lekai, Los cistercienses: ideales y realidad, Editorial Herder, Barcelona 1987, p. 31.
[22] Sur la première réforme liturgique à Cîteaux cf. A. M. Altermatt, Die erste Liturgiereform in Cîteaux (ca. 1099-1133).
[23] A. A. Häussling, Liturgiereform. Materialien zu einem neuen Thema der liturgiewssenschaft, in: Archiv für liturfiewssenschaft
31 (1989) 1-32, ici 25.
[24] Cf. H. Zirker, Ekklesiologie, düsseldorf 1984 (=Leitfaden Theologie, vol. 12),
186-210.
[25] San Benito de Aniano (Languedoc 750-821),
monje benedictino cuya obra de reforma del monaquismo es esencial para el
benedictismo de Europa.
[26] Exordio Parvo, cap. XII.
[27] Edición de esta carta: J.
Marilier: Chartes et documents
concemant l’abbaye de Cîteaux (1098-1182). Rome 1961 (=Biblioteca cisterciensis,
vol 1), 41-46 (n. 17).
[28] Orígenes cistercienses,
137-140; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe,
210-213.
[29] Orígenes cistercienses,
141-143; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe
208-209.
[30] A.. M.
Altermatt, Die erste Litrugierefom
in Cîteaux, 132-133, 142; C. Waddell,
The Origin and Early Evolution of the
Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Par M. B. Pennington,
Spencer 1970.
[31] Cf. C.
Waddell, The Early Cistercian
Experience of Liturgy. Rule and Life. An Interdisciplinary Symposium,
Spencer 1971.
[32] Cf.
Cf. D. Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica Oficia” cisterciens du
XIIème siècle. Texte latin selon les manuscrits edites de Trente 1711,
Ljubjana 31 et Dijon 114. Versión Francesa, Reiningue 1989 (La documentatation
cistercienne, vol. 22).
[33] A. M. Altermatt, Curso
para formadores, Roma 2001.
[34] Ibid.
[35] J. M. Canivez, Le rite cistercien, in: El 63 (1949)
276-331, qui: 284: “Le principe générateur de la fondation de Citeaux fut
également le principe générateur de la liturgie cistercienne”.
[36] Cf. La Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium Parvum, prologue,
Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, París 1998, pp.145, 147.
[37] Cf. Exordium Parvum, cap. 15,
9; ibid. 64; H. Brem/A. M. Altermatt,
Ed. Einmütig in der Liebe 88/89. Cf. E.
Werner, Pauperes Cristi. Studiun zu sozialreligiösen
Bewegungen im Zeitalter des Reform-papsttums. Darmstadt,
3 1970.
[38] Exordium Parvum, cap. XVII, Orígenes cistercienses. Los
textos más antiguos, París, Cerf, 1998, pp. 66-67.
[40] Carta queratitis prior, c;
III, Orígenes cistercienses, París 1998, p. 89.
[42] Cf. Decisiones capitulares n. X, Orígenes
cistercienses n. IX, p. 126.
[43] Cf. C. Waddell, Narrative and Legislative
Texts from Early Cîteaux; A. M. Altermatt, Die erste Liturgiereform in Cîteaux, 132.
[44] A. M. Altermatt, Curso para formadores, Roma 2001.
[45] J. Leclercq, L’amour des
lettres et le désir de Dieu. Initiation
aux auteurs monastique du moyen âge, París 1990.
[49] Cf. D. Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica Oficia”, chap. 67. Versión française, Reiningue 1989.
[50] Juan Bona, gran adalid de la Reforma Litúrgica.
En 1661 logró obtener un decreto de la Congregación de Ritos que derogaba la reforma de
Vaussin y prescribía para toda la
Orden el uso del llamado Breviarium
Romano-Monasticum, publicado por el papa Paulo V en 1612.
[52] Cf. G. Wainwright,
Der Gottesdienst als “locus theologicus”;
Der Gottesdienst als Quelle und Thema der
Liturgie. Kerygma und Dogma, 28 (1982) 248-258; G. Lukken, La liturgie comme lieu théologique irremplaçable. Questions
liturgiques 56 (1975) 95-112.
[53] Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, n. 10.
[54] Cf. Curia General De La Orden Cisterciense , La vida cisterciense actual, (Declaración
del Capítulo General de la Orden
Cisterciense del año 2000), art. 62, Roma 2001.
[55] Curia General De La Orden Cisterciense ,
La vida cisterciense actual, (Declaración
del Capítulo General de la Orden
Cisterciense del año 2000), segunda parte, art. 64, p. 107.
[56] Encuentro de Su Santidad Benedicto XVI con los jóvenes y seminaristas
en su viaje a USA, 19 de abril de 2008.
[57] Benedicto XVI, “Carta Encíclica Spe salvi (30-11-2007)”:
AAS 99 (2007), pp.1003-1004.
[58] Jean Marie Burucoa, El camino benedictino, Editorial Verbo Divino, Estella
(Navarra) 1981, p. 34.
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