La oración del corazón
consiste simplemente en encontrar el camino que me permita tener respecto al
Padre una actitud gracias a la cual Él mismo pueda santificar su nombre en mí.
En mi y en todos sus hijos. En su único Hijo compuesto de sí mismo y de todos
sus hermanos. Llamar Padre a Dios significa tener la certeza de que nos quiere.
Una certeza que no forma parte de ideas muy sabias, sino de una convicción muy
íntima de que el Padre me ama, por eso puedo dirigirme a él con plena seguridad
y confianza. No me presento respaldado por mis méritos o razones, sino que
confío en la ternura infinita del Padre de Jesús que por él es también mi Padre.
Ese es el Padre a quien me dirijo yo en la oración. El único que me puede dar
una vida que es copia exacta de la suya; Él solo me exige a cambio que me deje
hacer a su propia imagen y semejanza. Y eso es lo que deseo y manifiesto cuando
le pido “Santificado sea tu nombre”. Padre, que seas tú mismo, dentro de mí.
Que tu nombre de Padre se realice a la perfección en la relación que se
establece entre nosotros. Te pido que seas mi Padre, que me engendres a tu
imagen y semejanza por puro amor para que yo en respuesta pueda llegar a ser,
por pura gratuidad tuya, ternura hacia ti y en ti a los hermanos.
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